lunes, 11 de julio de 2011

LA RESPUESTA


    -Buenos días Doña Enriqueta…-

    Sentada en su silla mecedora, con una taza de te en la mano, Enriqueta observaba con desconfianza a sus empleados. Todos parecían afanarse en sus labores, dar lo mejor de sí. Todos querían parecer los más eficientes ante la Señora.

    La casa de Enriqueta era enorme. En sus inicios constituía la casa patronal, cuando el fundo de su marido se extendía a todo lo que podía abarcarse con la vista. Ahora era la más grande y lujosa mansión del sector más exclusivo de la urbe. Fue justamente ella quien aconsejó a Agustín, su esposo, cuando comenzó a ver que la ciudad crecía y se acercaba al fundo con rapidez sorprendente, que vendiera sus terrenos a familias pudientes para que construyeran sus residencias allí. Y así, poco a poco fue tomando forma el Barrio Agustín Eguiguren, que se transformaría en la fracción más acomodada de la metrópoli.

    Entre el ejército de servidumbre que la acompañaba en su soledad, se rumoreaba con fuerza que la señora estaba pensando hacer algunos despidos. Desde que don Agustín desapareciera, ella se había transformado en ama y señora de la mansión, y había dejado de asistir al Country Club, como acostumbraba, para sentarse en su silla mecedora, y observarlos con desconfianza.

    Enriqueta los examinaba a todos con ojos de inquisidora. Necesitaba encontrar una respuesta, una pista, un indicio que la llevara a sacar conclusiones.

     La policía no pudo darle respuestas satisfactorias el día en que Agustín no apareció. Interrogaron a los empleados, buscaron minuciosamente por toda la casa, pero no encontraron rastro alguno.

    Enriqueta, sin embargo, sabía perfectamente donde se encontraba su marido. Ella misma lo había hecho desaparecer. Una noche en que volvía de una fiesta en el club, lo encontró, horrorizada, revolcándose en su cama con la hija de una de sus amigas. Lo perdonó, o por lo menos eso le dijo. Días después puso un poco de veneno para ratas en su guiso, y cuando el cadáver todavía estaba tibio, lo enterró, sola, segura que no observaba nadie, durante la madrugada, en lo más oculto de su enorme patio. Y al otro día llamó a la policía fingiéndose preocupada.

    Se había convencido de que no había testigos. Pero ahora no estaba tan segura.

    Nunca pensó que lo extrañaría tanto. No se había casado por amor. Había aceptado resignada compartir su vida con él cuando su madre se lo presentó un día, y le murmuró al oído que ese sería su esposo. Meses después, cuando todo estuvo arreglado, se casaron en el fundo. Tuvieron sólo una hija, Ángela, que había partido a estudiar al extranjero cuando estuvo en edad, y había decidido radicarse allí. Muchas veces le preguntó la joven a su madre porqué no habían tenido más hijos. –Pregúntaselo a Dios- le respondía. Solo ella, su marido, y tal vez Dios, sabían que Ángela era el fruto de la única vez que habían intimado.  

-Buenos días Mauricio…-

    Mauricio había sido cómplice de Agustín desde que llegó a trabajar a la casa. Era el capataz del fundo, su mejor amigo, su compañero en las noches de farra y putas. Cuando el fundo se convirtió en un sector residencial y no tuvo Mauricio nada más que hacer allí, Agustín no le permitió marcharse. Enriqueta siempre lo odió, y cuando su marido lo integró a la familia como un miembro más, se encargaba ella de enrostrarle con pequeños gestos que no formaba parte de su mismo círculo social.

    Él era el principal sospechoso de Enriqueta. Era el único que no la denunciaría a la policía. No porque no disfrutaría viéndola podrirse en la cárcel, sino más bien porque disfrutaría más atormentándola a diario.

    Tenía que ser él, no había otra respuesta. Él la había visto, y él se daba el horrible trabajo de despertarla a diario con la espantosa sorpresa. Tenía que ser así, era lo más lógico.

    Hacía un mes ya de que Agustín desapareció, y un poco menos de que su tormento comenzó. Cuando ya estuvo segura de que nadie la atraparía, cuando concluyó que no formaba parte ni siquiera de la lista de sospechosos de los detectives, cayó en cuenta una noche de lo que había hecho. No solamente se había convertido en una asesina, sino además, había matado al hombre que quería. Por más que no lo amara, sabía que Agustín era un hombre bueno, le había dado todo en la vida, la había hecho su compañera y había compartido con ella su gigantesca fortuna, aún cuando siempre supo que él tampoco la amaba.

    Esa noche, sumergida en el sueño, recordó los momentos felices de tantos años de matrimonio. Pero despertó de improviso, a media noche, empapada en remordimiento, y su rostro se desfiguró aterrada cuando encontró a Agustín acostado a su lado. Muerto.

    Se tragó el grito de horror. No lo podía creer. Pronto intentó dominar el miedo y lo introdujo nuevamente en una bolsa de basura. Lo arrastró sigilosa por la casa y lo enterró de nuevo. Lavó ella misma las sábanas y se quedó pensando el resto de la noche.

    ¿Quién había sido? ¿Cómo lo sabía? ¿Por qué había hecho eso en vez de entregarla a la justicia? Había un testigo, sin duda, y se estaba entreteniendo en atormentarla.

    La noche siguiente despertó nuevamente, y respiró tranquila. Todo había sido un mal sueño. Agustín estaba muerto, muerto y enterrado, y su crimen perfecto nunca sería resuelto. Se acomodó en la cama para conciliar nuevamente el sueño, pero se paralizó de espanto cuando sintió de pronto que sus pies rozaron algo, algo frío. Poseída por la angustia encendió la luz y lo vio, nuevamente, Agustín, muerto, acostado a su lado. Nuevamente lo enterró, nuevamente cambió sus sábanas, y nuevamente se quedó pensando hasta la mañana.

    La noche siguiente sucedió lo mismo, y la siguiente, y la siguiente, en una aterradora rutina que comenzaba a  enloquecerla.

-Por Dios- decía -¿Quién puede estar tan loco como para hacer esto todos los días?

    No podía ser otro que Mauricio. Él también la odiaba a ella desde siempre.

    Ya no sabía que hacer, cerraba todas las puertas con llave, conectaba la alarma, soltaba a los perros. No había caso, siempre despertaba con el cadáver de su marido a su lado, cada vez más sucio, cada vez más pestilente, cada vez más descompuesto.

-Mauricio, he decidido que debes irte-

    La familia de Mauricio vivía en el sur, lo suficientemente lejos como para que le fuera imposible viajar todos los días para hacer su exhumación.

-No se preocupe señora, de todas formas tenía pensado irme mañana-

    La tranquilidad de Enriqueta no duró mucho, el cuerpo inerte de su víctima seguía apareciendo a su lado.

-Quiero que le digas a Mauricio inmediatamente que quiero conversar con él, María, tengo un cheque que entregarle-

-Inmediatamente no va a poder ser, señora, hoy lo llamé al sur y está bien ocupado instalándose con su familia-

-Cómo… ¿Es que ya se fue?-

-Hace dos días pues señora-

    Alguien más debía saberlo, Mauricio tenía que tener un cómplice, pero no se le ocurría quién. Los observaba a diario, los examinaba a todos, pero no notaba nada raro, nada sospechoso. Pasaba los días enteros buscando una respuesta, y no la encontraba. ¿Es que acaso era el mismo Agustín que no quería dejarla vivir tranquila? A veces pensaba que era preferible entregarse y pasar el resto de su vida encerrada, antes que tener que repetir a diario su macabra rutina.

    Ángela llegó días después a hacerle compañía a su madre. Había dejado su trabajo de exitosa ingeniera en el extranjero, para pasar un tiempo en su país de origen, preocupada por la desaparición de su padre y por la salud de Enriqueta, a quien notaba cada día más angustiada en el teléfono.

-He pensado levantar una capilla aquí, hija, nada muy grande, simplemente un pequeño lugar para orar-

    Ángela observó el lugar con detención, la tierra estaba blanda, no sabía si soportara el peso del edificio…

    Era una noche clara de verano. Ventosa pero calurosa también. Una noche extraña, una noche incómoda. Una noche que parecía llamar a la angustia.  

    Enriqueta se durmió tranquila, había visto a su hija dibujando bocetos de capillas en su cama. Sabía que para cuando Ángela partiera, habría ya una capa de concreto sobre el secreto entierro, y su interminable pesadilla acabaría así de una vez por todas.

   No supo Enriqueta, en todo caso, que Ángela se había levantado de su cama. En medio de la noche, abrumada por el brusco cambio de clima y hora, había decidido examinar nuevamente el terreno donde levantaría la capilla de su madre. Cuando ya estuvo allí, permaneció muda por un momento, no podía creer lo que sus ojos veían, no encontraba sentido para tan extraña escena.

-Mamá… ¿Qué estás haciendo?-

    Enriqueta abrió sus ojos de golpe y sus vellos se erizaron de frío y sorpresa. Iluminada por la tenue luz de la linterna de Ángela, se observó de pronto en su involuntaria faena. Descalza, todavía con la camisa puesta, se hallaba afanada, pala en mano, cavando la oculta tumba de su marido.  Sólo entonces comprendió que esa era la respuesta que buscaba…

-Ahora lo entiendo todo- Se dijo.

    Días después de terminar la capilla, Enriqueta vendió la casa. Había varios interesados, pero aceptó la primera oferta. A todos les pareció extraño que dejara su espléndida mansión, que atesoraba tantos lujos y recuerdos. Pero más les extrañó, sin duda alguna, la cláusula del contrato de compraventa, que prohibía demoler la capilla que construyó Ángela al menos hasta que Enriqueta muriera. 

    Enriqueta partió luego a vivir con su hija al extranjero, y nunca más volvió a padecer de sonambulismo.

    La iglesia no se demolió nunca, la casa fue declarada monumento nacional y se prohibió modificar en detalle alguno la construcción. El barrio, sin embargo, cambió de nombre tiempo después, pues según el concejo municipal, ya nadie recordaba quién había sido don Agustín Eguiguren.

domingo, 10 de julio de 2011

LA MANCHA

    Hay una mancha negra en el cielo blanco de mi cocina. Es fea y nauseabunda, y desubicada también. ¿Qué tiene que hacer ahí, cuál es su función, su razón? No la hay. Es absurdo pero ahí está, en medio del blanco perfecto del cielo de mi cocina, una mancha sucia, asquerosa, y negra.

    No me sorprende. En la entrevista hoy me pidieron que me definiera en tres palabras, “una persona normal”, dije. Si me hubiesen pedido seis, seis palabras tan solo, un número par como debe ser, hubiera podido definirme mejor: “Una persona normal entre muchos anormales”, habría dicho.

    Ya me he acostumbrado a vivir entre anormales, gente sucia, tonta, gente tan mediocre que no acepta la verdad, que no tolera la crítica constructiva y la propuesta pro positiva.

    “Considérese rechazado”, me dijo ese imbécil con su insoportable voz nasal, después de preguntarme qué cambiaría de la empresa y escuchar mi respuesta:

-muchas cosas, empezando claro por sacarle esa horrible corbata.-

    Y es que ¿Cómo es posible que alguien use una corbata fucsia con un traje verde? Para cualquier persona sensata, normal, como yo, eso es inconcebible.

    Está seca y descascarándose, lleva tiempo ahí. Situaciones como éstas son las que no soporto. Alguien tiene que haberla visto, pero nadie la limpió. No me cabe en la cabeza cómo pueden tolerarla, como pueden ignorarla…¡¡¡es una mancha negra en el cielo blanco de mi cocina!!!

    Estoy agotado. Desde que me despidieron que paso de entrevista en entrevista, dejando los pies en la calle, esa calle fétida e indecente, llena de primates subnormales cruzándose en mi camino, para luego sentarme ante bípedos mononeuronales a contestar sus estúpidas preguntas y tests psicológicos.

    Me despidieron por arrogante. Esa fue la justificación que dio el presidente de la empresa. Arrogante es quien se atreve a despedir a alguien por el sólo hecho de llamarlo inútil, pero yo, ¡yo! Que he pasado toda mi vida teniendo jefes intelectualmente inferiores a mí, ¿cómo voy a ser arrogante? Sucede que era necesario que alguien se lo dijera y decidí ser yo, porque hay cosas que no pueden pasarse por alto, y el que alguien que está a la cabeza de una mega cadena no sepa cómo resolver una simple operación matemática con números de seis cifras sin calculadora, es una de esas cosas.

    Pueden acusarme de lo que quieran, pero lo cierto es que nadie puede negar que una persona así sea un inútil.

    Parece un triángulo, irregular claro, pero su forma se asemeja a eso, no es un triángulo en estricto rigor, porque los triángulos tienen lados rectos, no curvos, y son perfectos, no horribles y asquerosos como esa mancha negra en el cielo blanco de mi cocina. No es más que eso, una mancha, una mancha que pretende ser triángulo, eso es, y eso justamente lo hace más repugnante todavía.

    Sólo dos entrevistas di esta mañana, la del tipo de la corbata fucsia y otra en una empresa de telefonía. Habría dado sólo una, si el uno no fuera, claro, número impar. De todas formas no sirvió de nada, en ambas me rechazaron, como en todas desde que me despidieron. Ya me estoy aburriendo de esta rutina, en éste país poblado por indios de mierda no hay lugar para personas como yo, aquí no saben reconocer la excelencia cuando la ven, y no digo que sea perfecto, no lo soy, casi quizás, pero perfecto no, soy simplemente un tipo normal, una persona normal entre muchas anormales. Si sólo pudiera partir a Europa, ahí de seguro tendría trabajo, reconocimiento, y viviría en una casa sin manchas negras en el cielo blanco de la cocina.

    Entrevistas de mierda, país de mierda…¡¡¡mancha de mierda!!!

    Pero lo que ya es el colmo, la gota que rebalsa el vaso, después claro de la mancha negra, es sin duda tener una esposa de mierda. No digo que siempre lo haya sido, pues no acostumbro tomar dediciones equivocadas, y por algo me casé con ella. Pero en algún minuto, alguno en que no me di cuenta, ella se transformó en una esposa de mierda. No puedo creer que no lo haya notado antes, al igual que la mancha, nunca lo noté…hasta ahora.

    Quizás sea porque ahora me he visto obligado a pasar más tiempo en casa, que he comenzado a darme cuenta de ciertas cosas inaceptables. Una de ellas es esa mancha inmunda en el cielo blanco de mi cocina, claro, pero no es la única, es sólo una entre varias.

    Para empezar, quedé boquiabierto cuando escuché a mi señora hablando con Francisca Hormazábal en el teléfono. Mujer más estúpida no he conocido nunca: siútica, frívola, arribista, siempre preocupada de cosas banales, todo lo que sale de su boca es trivial, irrelevante, sin sentido, estúpido. Pero ahí estaba, hablando animadamente nada más y nada menos que con mi señora.

    Como esa mancha, alguien debería limpiar este mundo de personas como Francisca Hormazábal, que nada aportan, sólo hacen del mundo un lugar más imperfecto aún de lo que ya es.

-La Fran dejo que deberías relajarte un poco, que eres muy cuadrado para tus cosas.-

     ¿Qué es eso de LA Fran? ¿Es que a éstas mujeres nunca les enseñaron gramática?, de un indigente se puede esperar que ponga artículos antes de nombres propios, pero no de mi señora. “La Fran”, ¿se demoran mucho en decir Francisca? ¿O es que esto de los odiosos diminutivos es la última moda de la gente estúpida?, ¿cuadrado? ¿Qué cresta quieren decir con eso? ¿Qué soy serio, responsable, preocupado, normal? ¿Es que es tan grande la falta de vocabulario de estas mujeres que tienen que reemplazar adjetivos calificativos con figuras geométricas, o definitivamente son tan estúpidas que no ven la diferencia entre ellas? Soy un hombre que tiene una vida con obligaciones y responsabilidades, como cualquier persona normal, y como cualquier persona normal, no tengo ni tiempo ni ganas de relajarme. Después de todo no me importa, si hay algo que no me interesa en lo más mínimo es saber que piensa de mí Francisca Hormazábal, hasta esa mancha negra tiene más relevancia que ella en mi vida.

-Yo pienso lo mismo, esto de vivir estresado no le hace bien a nadie, deberías aprovechar que ahora tienes tiempo para relajarte un poco.-

    ¿Y de qué vivimos, ah? ¿Qué vamos a comer? ¿El programa de farándula que estás viendo ahora? Tú no sabes nada de la vida, no sabes nada, tu vida es ver televisión acostada en la cama, tu única responsabilidad es ir al mall con Francisca Hormazábal, la palabra stress sólo la conoces de oído.

-¿De dónde sacaste esa manía tuya de no contestar cuando te hablan?-

    Quizás del mismo lugar de donde sacaste la tuya de no limpiar las manchas cuando las ves.

    Hoy llegué temprano, no tenía más entrevistas, me moría de hambre y no podía pensar en otra cosa que en esa corbata fucsia. “ ‘Uta que anda encashao ñóh”, me dijo el conserje cuando entré, yo preferí no contestarle, porque no hablo su idioma. Como de costumbre, el ascensor se demoró más de la cuenta, hace tiempo que abre sus puertas en cada piso, y para variar, nadie ha llamado a nadie para que lo arregle. Cuando entré a mi casa saludé y dejé las llaves en la mesa del teléfono, pasé un dedo sobre ella, estaba llena de polvo, nadie la había limpiado. No quería irritarme, estaba tan cansado que no tenía energías ni para eso, cerré los ojos y respiré profundo, pero la furia me estaba matando.

-Mi amor, ¿llegaste?-

    ¿Hay pregunta más estúpida que esa? Si me ve entrando y me escucha saludando ¡¿porqué cresta pregunta si llegué?!

-Te voy a preparar algo rápido porque estoy un poco apurada, voy a salir al mall con la Fran.-

    Me senté en el sofá para ver el noticiero y sentí algo incómodo en mi espalda. Otra vez alguien dejó el control tirado. Hay una mesa de centro, que sirve para dejar el control, pero mi familia es tan inteligente que no sabe para qué sirve la mesa de centro y deja el control en el sofá. Intenté encender el televisor pero estaba desenchufado, la furia comenzaba a invadirme.

    Fui al librero a sacar una enciclopedia, pensé que algo de cultura disiparía mi cólera, pero la rabia aumentó. ¡He dicho miles de veces que las enciclopedias deben estar en orden! ¡¿Es que acaso no saben contar?,! ¡¿Dónde se ha visto el número uno al lado del quince, y luego el veintitrés?!

-Mi amor, déjalo así, yo después lo arreglo, ven, cuéntame, ¿cómo te fue?-

    Esquivé el beso que quería darme porque tenía diez centímetros de estuco en el rostro, sabe cómo odio el maquillaje, pero se maquilla, ¡qué mujer de mierda!

-mal-.

-tranquilo, ya va a salir alguna pega-

-tú necesitarás “una pega”, yo necesito un trabajo-

-claro, pero no tienes que contestarme así, mira, te dejé arroz en esa olla-

     No había arroz en ninguna parte, sólo una mazamorra amorfa y asquerosa, tuve la osadía de probarlo y, como imaginaba, no tenía sal.

-no le puse sal porque engorda, ahora te estoy cortando un poco de carne para que te la frías.-

-no tienes para qué decirlo, lo estoy viendo, no soy estúpido-

-sí claro, es que no tuve tiempo para hacer un almuerzo decente jajaja-

-no tiene nada de gracioso, tuviste tiempo para maquillarte y no para cocinarme, parece que Francisca Hormazábal es más importante para ti, si quieres nos divorciamos y te casas con ella-

-¡ya me estoy aburriendo de tu actitud, siempre criticando todo, me estás cansando!-

-¿cansando? ¡Tú nunca te has cansado!, cansado llegaba yo del trabajo, cansado estoy ahora que no me puedo los pies, eres tú la que me aburres a mí, ¡que no sabes ni hacer el arroz!-

    Simplemente colapsé, sabía que eso podía pasar y pasó, hay límites para todo y yo no podía más. Tomé un salero y lo vacié en el arroz, tiré la carne al piso y comencé a decirle lo que hace tiempo pensaba, que se había transformado en una mujer de mierda.

    Creo que para las personas cuerdas como yo, no es fácil darse cuenta cuándo está al frente de una persona enferma. Es que nos rodeamos a diario de ellas, tanto así que pasan a ser parte del entorno, y nos acostumbramos. La verdad nunca pensé que mi mujer podía estar loca, de que era una mujer de mierda no había duda, pero no imaginaba que tuviera una mente perturbada.

    El asunto es que comenzó a gritar como poseída, se agarraba el pelo como queriendo arrancárselo, me miraba con los ojos hinchados se sangre y golpeaba la mesa con furia, y entonces lo hizo. Tomó el cuchillo carnicero, se acercó enajenada y comenzó a acuchillarme. Siete puñaladas, todas certeras, todas mortales.

    Y aquí estoy, muriéndome. Para ser honesto, eso no es lo que me molesta, quizás lo mejor sea morir, éste mundo no me merece, siempre pensé que yo estaba para cosas más grandes que ser una simple persona más en un mundo lleno de personas. Espero que el otro mundo no sea como éste, claro, aunque la verdad no creo que exista algo peor. Lo que debo reconocer, eso sí, es que nunca imaginé una muerte más infame que ésta. Cuando caí, ella dejó el cuchillo sobre la mesa y partió a su habitación. Desde ahí escucho la canción que canta, desafinada y con un inglés mal pronunciado, hace un minuto llamó a Francisca Hormazábal, y reían, con esa risa insoportable, risa de estúpida. Y aquí estoy, en medio de un desorden que no puedo soportar: el arroz tirado, la sal tirada, la carne tirada, el refrigerador abierto, mi sangre expandiéndose por el suelo, sangre que brota de siete heridas, siete, un número impar.

    Sí, todo eso hace de mi muerte una muerte horrible, inaguantable. Ni en mi lecho de muerte este mundo de acéfalos deja de enrostrarme sus defectos de fábrica. Ni a una muerte digna puede aspirar una persona normal, cuando vive entre anormales.  Pero eso, no es lo peor. No, nada se compara a esto, esto es sin duda lo que hace de mi muerte una tortura infernal, un lento y horrendo suplicio, el estar aquí, tirado sin poder levantarme, sin poder mover la cabeza, mirando hacia arriba, con los ojos justo al frente… ¡¡¡de una mancha negra en el cielo blanco de mi cocina!!!

miércoles, 6 de julio de 2011

SALUD POR ESO


-Tienes que conocer Ibiza hueón…

Nicolás miró disimuladamente su reloj. Ya era tarde. Axel había llegado de sorpresa, como de costumbre, suponiéndose bienvenido, con un whiskey en la mano. Ya habían estado cuatro horas en la terraza y estaba empezando a sentir frío, pero su compañero no daba señales de querer irse.

Le había dado un abrazo y había pasado, sin previa invitación, diciéndole que estaba cada día más flaco, que le hacía falta el gimnasio. Cargando las mismas aventuras de siempre, parecía que esta vez venía más entusiasmado que nunca en contarle su vida, mezcla rara de verdad y ficción, que relataba con una verborrea desesperada, sin dar lugar a réplicas, improvisando detalles escabrosos para hacerla más interesante.

Amigos de la infancia, se habían distanciado desde que Axel se transformara en una estrella del póker y se lanzara a recorrer el mundo y afianzar su fama de vividor. Cada cuatro o cinco meses pasaba una semana en Chile y aprovechaba de visitarlo. Fueron esos encuentros amenos, hasta que se acabaron los recuerdos y comenzara el monólogo de Axel, nunca muy novedoso, que ya lo estaba aburriendo.

-Es una isla espectacular, fiestas a cada rato y en todas partes, está lleno de minas en topless, jaja, tú te volverías loco hueón…

Había veces, la mayoría en realidad, en que Nicolás fingía interés, sonreía y soltaba carcajadas cuando el tono de voz de Axel predecía el remate. Pero no lo escuchaba. Pensaba en otras cosas, sacaba conclusiones.

Se había dado cuenta que desde siempre Axel había sentido la necesidad de enrostrarle su vida de excesos, infinitamente más emocionante que la suya, según debía pensar. Desde adolescentes, en realidad, que buscaba superarlo en ese sentido, y valla que lo había logrado. Lo pasaba a buscar en el auto que le regaló su padre a los dieciséis, y que renovaba cada año, y lo llevaba con él a las discos, a las fiestas, a los paseos. Allí bebía más que él, bailaba más que él, y se levantaba más mujeres que él. Lo desafiaba constantemente, que cómete esa mina si te atreves, que prueba esto que te deja loco, que ¿a cuánto crees que llego en carretera?, que ¿se lo metiste?, que quedémonos más rato si ya somos grandes, que puuuuuuuuuuuta que erís maricón, erís mas fome que la mierda, hueón.

-No te he echado de menos hueón, jaja, sorry pero es la verdad, es que la he pasado muy bien Nico, ni te imaginas, tienes que viajar conmigo poh hueón, ya te he dicho tantas veces.

-No, es que no tengo tiempo, mucho trabajo.

-Qué tiempo hueón, mira tu departamento, tu auto, ¿y de qué te sirve ganar tanta plata si no gozas la vida?, arráncate conmigo un día de estos, no te vas a arrepentir…

Tal vez era porque su madre siempre los comparó. –Mira al Nico, Axel, apréndele a él que estudia, ¿qué vas a ser tú cuando él sea profesional? Ya te quiero ver, vas a estar dando botes en cualquier trabajo mal pagado- decía. Y así fue, al menos un par de años, y es que sin él al lado para guiarlo en las respuestas, Axel no duró mucho en los estudios superiores. Trabajó un tiempo en la empresa del papá, y nada de terno y corbata, empezó desde bien abajo, para que aprendiera a ganarse la vida, y ahí bajaba la vista un poco avergonzado –que bueno que te esté yendo bien, Nico- le decía cuando se encontraban –yo, como siempre nomás, tú me conoces, gano mi plata y me dedico a pasarla bien, jaja, como corresponde-.

-¿Hace cuánto que no sales de Chile? ¿Desde que fuimos a Brasil, de gira de estudios? Jaja, yo ya he recorrido medio mundo, hueón, este whiskey te lo traje de Escocia y mañana parto a México. Pero la invitación está hecha, tú sabes, cuando quieras, me acompañas…

En Brasil se había dado cuenta Nicolás que su amistad no era incondicional, cuando Axel cayó escalera abajo, mientras iban a la piscina del hotel a reunirse con los otros en medio de la madrugada, sin poder siquiera levantarse de ebrio, le reprochó su risa y rechazó su mano, sangrando de la ceja izquierda, no escuchó su consejo –anda a acostarte tú, y córrete la paja, “hermano”- le dijo. Y al otro día, como si nada, relataba la anécdota de la caída haciendo reír a todos, omitiendo claro el impasse con su mejor amigo. –Me saqué la cresta- decía -¿o no, Nico?   

-Con esta, sería la tercera vez que voy a México. Allá también se pasa bien. En México están las minas más ricas del mundo. Allá podrías refinar tus gustos poh Nico, porque las minas que te he visto, jaja, que quieres que te diga, son harto malitas hueón…

-Jaja.

-La única mina rica que te he conocido, es la… ¿cómo se llamaba?...la Camila, esa que llevaste una vez a mi cumpleaños ¿te acuerdas?

Nicolás guardó silencio unos segundos, Axel estaba entrando en terreno sensible.

-Me acuerdo.

-¿Cuánto tiempo estuviste con ella? ¿Fue poco, cierto?

-Casi dos meses.

-Jaja ¿y qué pasó? ¿Era mucha mujer para ti? No te la pudiste ahh…

-Había cosas que no me gustaban de ella

-¡Ahh, ya sé, los dientes!, pero con ese culo, hueón, se le perdona.

-No, otras cosas.

-Es que tú eres muy exigente, Nico, si no todas las minas pueden discutir del conflicto palestino-árabe.

Nicolás soltó unas carcajadas sinceras, sintió el impulso de corregir el error, pero se lo guardó, no valía la pena, pensó.

Axel apoyó los codos en la mesa y le acercó su cara, como para decirle un secreto. -Te apuesto que ni te la culeaste, jaja- le dijo.

Nicolás encendió un cigarro, y pensó en una buena respuesta, pero no se le ocurrió nada, así que sólo le sonrió. Axel se sirvió más whiskey y se echó en el respaldo de su silla, fijó la mirada en el vaso y lo meneó un par de veces.

-Yo me la culié poh hueón…

Nicolás sintió una puñalada. Ya no sonreía. Dejó caer el cigarro recién encendido y fijó su mirada en los ojos de Axel, esperando que se desmintiera.

-Me la encontré hace dos años en Pucón. Ella me reconoció. Me calentó la sopa, y uno es hombre poh hueón, tú sabes. Me la llevé al hotel. Jaja. Pero cambia la cara, Nico, tampoco es tan grave. Tú ya habías terminado hace rato con ella, y por lo que me dijo, tampoco fue muy importante lo de ustedes, porque así me dijo, como dios la echó al mundo, y uno en pelotas no miente poh hueón, me dijo: “ni siquiera alcanzamos a acostarnos”.

La noche se hizo más silenciosa para Nicolás. Parecía que ahora sólo escuchaba las palabras de Axel, cayéndole una tras otra, como bofetadas. No se explicaba como pudo alguna vez sentir ese cariño entrañable que sentía por él, cómo, si esa mirada de triunfo que veía ahora en sus ojos la había visto tantas otras veces.

-Perdóname hueón, jaja, tenía que decírtelo. Ya poh pero dime algo. ¿No te enojaste, cierto? No me vas a salir ahora con que estabas enamorado de ella…

-No. Jaja. No importa, en serio.- Una frialdad súbita pareció apoderarse de Nicolás, cuando cayó en cuenta de como terminar esa conversación. Analizó en una fracción de segundos las palabras precisas, y esperó que llegara el momento.

-Eso sí, te lo juro, Nico, nunca más la volví a ver. No la llamé ni nada. Desaparecí. Nunca más supe de ella. ¿Tú la has visto?

-Hace un par de semanas, fui a su funeral.

-¿Cómo? ¿Murió?

-Se mató, de hecho. Ya estaba muy enferma, de todas formas le quedaba poco tiempo.

-¿Y qué tenía?

-SIDA.

El brazo de Axel, empinado con el vaso, cayó en la mesa como plomo. Nicolás pudo ver cómo los vellos de ese brazo se erizaron. Los ojos de Axel ya habían perdido la mirada bonachona de hace pocos segundos, ahora reflejaban espanto, y resaltaban en la palidez repentina de su rostro.

-¿Cómo dijiste, Nico?

-SIDA. Me lo dijo, justamente, cuando estábamos apunto de meternos en la cama. “Espera, Nicolás, hay algo que no te he dicho todavía”, fueron sus palabras. Nunca me voy a olvidar de eso. Ese día terminamos ¿no te lo contó?

El aire se volvió tan tenso que ni una mosca podría haber volado sobre sus cabezas sin sentir la necesidad de escapar de ese lugar. Los segundos se hicieron eternos. Ahora la ciudad estaba muda, para ambos.

De pronto, Axel golpeó la mesa y se largó a reír. El eco de su risa nerviosa recorrió la ciudad. Se volvió a servir whiskey y a echarse sobre el respaldo de su silla, intentando relajarse.

-Nico, hueón… ¡me estás hueando!

Nicolás tomó el último sorbo de su vaso y lo miró a los ojos. Le sonrió.

-No.- le dijo.

martes, 5 de julio de 2011

EL ESTOFADO

Catalina despertó otra vez en una cama que no era la suya. Estaba desnuda, pero no había nadie a su lado. Apenas se levantó se puso  su ropa, perfectamente doblada a los pies de la cama,  y sintió asco. Todavía estaba húmeda y olía a una mezcla putrefacta de licor y vómito.

    No era la primera vez que despertaba sin recordar nada de la noche anterior. Pero era la primera vez que despertaba sola.

    Sólo reconoció el sector en que se encontraba cuando salió de la casa, no estaba muy lejos de la suya y decidió caminar. Después de todo no tenía otra opción. Hace ya tiempo no tenía dinero. Los últimos pesos se los había sacado a un viejo gordo y peludo, que había conocido hace varios días. Fue el último. Sólo la noche anterior se motivó a salir a buscar nuevos hombres, pero ahora se arrepentía, no había conseguido más que una resaca insoportable.

    Estaba amaneciendo, pero no había notado la hora aún, sino sólo cuando sintió el sol quemándole los ojos. Unos travestís le preguntaron si sus tetas eran de silicona y rieron a carcajadas, ella les paró el dedo y siguió su camino. Los aborrecía. Cuando las noches estaban malas para ella, sabía que no había travestís en las calles. Gracias a ellos había días en que no comía.

    Cuando llegó a su casa se encontró con lo mismo: desorden y mugre. Se lamentó, como siempre, y se acostó a dormir en su cama sin hacer.

    Había entrado en ese mundo hace dos años, agobiada por las deudas de la universidad y el arriendo, no le quedó otra que vestirse sexy, maquillarse exageradamente y salir en las noches a trabajar. Jamás habría de imaginar en lo que terminaría, adicta a la coca y dejando los estudios que tantos sacrificios le habían demandado.

    Antes de entrar su vecino la saludó amablemente. Era un obrero de la construcción. Siempre se lo encontraba a esa hora, ella llegando y él saliendo, le sonrió coqueta y le lanzó un beso. Hace tiempo tenían ese juego, disfrutaba viendo cómo se ponía nervioso, como la miraba con timidez. Así le gustaban, mayorcitos, trabajadores y descuidados. Había algo en ese tipo de hombres que le fascinaba, su olor, su piel gruesa, sus voces carrasposas.

    Una noche lejana había tenido a uno de ellos, y con él se dejó llevar en sus bajos instintos. Cuando lamió sus manos frías, sintió ese sabor exquisito entre cemento y trabajo, mordió sus uñas robustas y saboreó las cicatrices de sus rodillas…. y pensó en su vecino.

     Pocas veces había tenido oportunidad de llevar a su casa a hombres como él, la mayoría de los que llevaba eran ejecutivos, hombres ricos disconformes con sus mujeres, eran los más fáciles de cazar, buscaban mujeres jóvenes y lindas, como ella, y le ofrecían buen dinero, y buena droga. De hecho su primer “cliente” fue uno de esos, una noche en que su estómago estaba vacío, tanto que le costaba mantenerse en pie, era tarde y volvía a su casa después de preparar una disertación en casa de una amiga, cuando vio que un lujoso auto se detuvo frente a ella, y al volante un hombre de traje le preguntó cuánto cobraba, y ella subió, y a la mañana siguiente comió. Nunca más sintió hambre, por lo menos no como esa noche, ese hambre insoportable, desesperante, lo olvidó para siempre desde aquella ocasión.

    De esos hombres lo que más le gustaba eran sus lenguas. Algo tenían esas lenguas que las diferenciaban de las tantas otras que había probado. Eran perfectas, húmedas y suaves, blandas, rosadas y con un leve toque de tabaco y café.

    Muchas veces había pensado porqué lo hacía, se cuestionaba frecuentemente su forma de vida. Había intentado dejarlo pero no podía, no sólo porque no tenía cómo comer ni drogarse, sino porque tenerlos, poseerlos, someterlos, le provocaba un placer inexplicable. Quizás era porque los odiaba. Nunca había amado a un hombre, ellos la habían hecho sufrir demasiado, y ahora era ella quien tenía el poder, por eso hacía lo que hacía, por hambre, por angustia, pero sobre todo, por odio.

    Despertó nuevamente a eso de las siete de la tarde, estaba empezando a oscurecer. Se había acostumbrado a dormir varias horas cuando bebía más de la cuenta. Nunca se acostumbró a los efectos del alcohol, provenía de una familia tradicional y católica, poco dada a las fiestas y más bien conservadora. Por eso nunca más quiso verlos, menos después de internarse en la vida en que llevaba. El poco gusto por la bebida, sin embargo, se los recordaba constantemente. Por eso prefería la coca, pero los hombres le ofrecían y ella debía aceptarlo para no ofender, y simpatizar.
   
     Puso un poco de polvo en su uña para despertar, y lamió los residuos de sus manos. Saboreó la sal del sudor, y volvió a sentir ganas de un hombre.

    Debía volver a su rutina, se duchó, se vistió y se maquilló. Había empezado a sentir hambre de nuevo, pero no tenía dinero. Necesitaba cenar, nunca salía sin antes cenar, no quería parecer desesperada. Entonces abrió su refrigerador, y sonrió. No lo recordaba pero ahí estaba, una cabeza. Era del último hombre que tuvo, hacían varios días, pero todavía no estaba descompuesta. No le agradaban mucho las cabezas, la carne era dura y sin sabor, nada comparado al dulzor y la blandura de los brazos o el torso, pero era lo que quedaba.

    Antes de salir guardó la pequeña sierra en su cartera de lentejuelas. Necesitaba carne humana, pero fresca. Iría a la misma casa donde despertó, esta vez bebería menos, no se le escaparía de nuevo.

    Al otro día, Catalina cenaría estofado.  

NO IMPORTABA

Eran las dos de la madrugada en punto cuando Gerardo salió. Atrás había dejado a Soledad, su esposa, que le balbuceó algo que no entendió, pero que quiso pensar que fue “cuídate mucho” o algo así. Le dejó la almohada a su lado para que no se sintiera sola; no le gustaba salir sin ella, pero tenía que trabajar, y partió.

    El frío quemante de la calle mojada le golpeó el rostro como una bofetada. No había nadie afuera, la ciudad dormía en un profundo sopor, sólo el eco de sus pasos sobre el pavimento rompían el silencio sepulcral. Se tapó la boca con una bufanda para que el vapor de su respiración no le nublara la vista, y caminó apurado las eternas cuadras que lo separaban de la casa de su jefe, sólo un par de borrachos se cruzó en su camino y se burló de él, pero no le importaba, sólo los ignoró.

    Cuando por fin llegó, se apresuró en calentar el motor del auto para comenzar su trabajo. Debía devolverlo a las diez, ni un minuto más, porque los domingos el jefe llevaba a su familia al campo y lo necesitaba temprano. Antes de partir revisó los bolsillos de su chaqueta, no tenía nada, se sintió desesperado por un momento, ¿dónde la había dejado?, estaba seguro de haberla sacado de su velador antes de salir de la casa, pero no estaba. Pensó no trabajar esa noche, y sacar de sus escuálidos ahorros el dinero que su jefe le exigía, pensó devolverse a su casa sólo para buscarla, pensó recorrer a paso lento todo el camino buscándola. Pero cuando revisó en su pantalón respiró tranquilo, la había encontrado. Nunca partía sin antes besar la foto desgastada de Antonio, su hijo, que un par de desconocidos encapuchados le había arrebatado de sus brazos cuando todavía era un bebé. Hacían ya veintiún años de aquella última vez en que lo vio, cuando entraron los milicos a su casa, una noche como esa, a una hora como esa, y se llevaron a su mujer y a su hijo en un auto veloz. Gerardo nunca habría de olvidar los ojos asustados y el llanto despavorido del pequeño Antonio, aquella fatídica noche en que pensó haber perdido a su familia. Soledad regresó, un poco golpeada, pero Antonio nunca.

    Esa foto era lo único que tenía de él. Mirar sus ojos lo hacía pensar que lo tenía cerca, y le inspiraba la esperanza de encontrarlo algún día, no importaba cuánto había cambiado, los ojos nunca cambian. Le gustaba pensar mientras conducía que alguna de las casas por donde pasaba era la suya, que alguno de los jóvenes que veía en la calle era Antonio, el mundo es tan pequeño, pensaba, quizás algún día subiera a su taxi y lo reconociera. Esa era la única esperanza que le quedaba. Ya hace años había renunciado a buscarlo. Se cansó de tanto intento fallido y tanta puerta cerrada. Había pasado mucho tiempo, de seguro ahora pertenecía a alguna familia de tradición militar, quizás hasta había seguido la carrera castrense, quién sabe, prefería pensar que tenía una mejor vida de la que él y su esposa podían ofrecerle.

    La noche estaba floja, parecía que todos se habían refugiado de la gélida neblina en sus abrigadas casas. Después de mucho rato, en una esquina, por fin dos personas lo hicieron detenerse.

-Siga derecho-.

    De seguro eran padre e hijo. Había algo que los delataba a pesar de su notable distancia, sus miradas reflejaban complicidad. Él no hubiera sido así. Si tuviera la oportunidad de borrar esa noche de su historia, habría sido un padre cercano y cariñoso, de abrazos y besos, de sobreprotección y consentimiento. Habría sido como su padre, severo militante y comprometido dirigente, nunca fue con él.

-Es una noche fría… ¿no?-.

    No era la primera vez que no le contestaban. En las noches como esa acostumbraba recoger a gente seria. En verano reía llevando a jóvenes medio ebrios a sus casas, y en primavera acostumbraba llevar a parejas de enamorados que se olvidaban de la hora mirando la luna, pero en invierno, parecía que sólo los amargados subían a su taxi. Algo que en todo caso,  no le importaba.

-Aquí a la izquierda-.

-Claro amigo, siempre a la izquierda-.

    Gerardo ya no militaba, los de siempre estaban donde siempre, y él, manejaba un taxi. Sus ideales se fueron esa noche, con su hijo. Se cansó de odios y frustraciones, ellos habían ganado, después de todo, la revolución de los sueños era para los jóvenes, no para él.

    El taxímetro marcaba ya mucho dinero cuando Gerardo notó que habían salido de la ciudad.

-¿dónde dijo que iban, caballero?-.

    Un escalofrío intenso recorrió su cuerpo, cuando sintió el álgido cañón presionando su nuca.

-Ya viejo conchetumare, cagaste, no me mirí y pásamelo todo-

    Miró su bolsillo, no supo porqué, Antonio ya no lo protegía. Quizás ya no estaba con él, quizás ya se había ido, y esa noche lo estaba llamando a su lado.

-No tengo nada, se los juro, son los primeros que recojo-.

-Siiii mierda, siempre la misma hueá, voh creí que somos hueónes-.

-No tengo nada caballero, de verdad-.

    Pensó en Soledad, sin Antonio y ahora sin él, pensó en el destino, salir vivo de la represión y muerto de un asalto, pensó en la vida, injusta y sin sentido, pensó salir corriendo, en dejar que una bala le cruzara la cabeza, pensó en la noche fría de hace veintiún años.

-Paray el auto y te bajáy viejo culiao-.

    Gerardo lo hizo, resignado a lo que fuera, sólo sacó la foto de Antonio de su bolsillo, para que Soledad supiera que, si moría, era lo último que había visto.

    El hombre maduro bajó con él, y le ordenó arrodillarse, indicó al más joven que revisara el auto y luego siguió insultándolo, pero ya no importaba, porque ya no escuchaba, sólo miraba los ojos en la foto, sólo pensaba en Antonio.

-No hay nada papá-.

-Pásame las llaves conchetumare-.

-No puedo, el auto no es mío-.

-¿Me estay hueando maricón?...¡pásame las llaves mierda!-.

Gerardo presintió que no saldría vivo, pero ya no le importaba.

-No puedo-.

Cayó al suelo, había recibido un culetazo que lo dejó mareado, como esa noche.

-¡Pásamelo mierda!-.

    El grito sonó como un macabro eco en su cabeza, era el mismo que había escuchado hace veintiún años, cuando se negaba a entregar a Antonio. Levantó la mirada y ahí estaban, dos encapuchados, la historia se repetía, la voz era la misma, no podía ser una coincidencia…

-¡No me mirí viejo culiao, no me mirí!-

    Gerardo se levantó, poseído por un coraje inexplicable, esta vez no perdería.

-¡Arrodíllate mierda, arrodíllate o te mato conchetumare!-.

-Hágalo caballero-

    La voz del joven era distinta, dulce, buena, algo raro había en él, esa noche no era común, ese asalto no era común, algo pasaba. Lo miró sin miedo, y su corazón se hinchó como queriendo reventar, tras el pasamontañas estaba esa mirada, la misma, aquellos ojos asustados no podían ser de otro, estaba seguro, no había duda.

-Antonio…-

-¿Me conoce?-

-No, lo estay confundiendo- se apresuró a aclarar el hombre maduro.

    Todos parecían nerviosos, y el revólver, siempre apuntándolo, también temblaba. Los tres sabían que las cosas pasaban por algo, que esa noche, algo los hizo encontrarse.

-Antonio…hijo-.

    El joven se quitó el pasamontañas. No había cambiado, era él, tal como se lo imaginaba, y ahí estaba, frente a él. Gerardo sonrió y no pudo evitar sentir un nudo en su garganta, no podía respirar y sus brazos lo obligaban a abalanzarse a él para envolverlo en ese cariño que no le dejaron darle.

-¿Le parece que me parezco a su hijo, caballero?-.

    Gerardo sonrió. -Pobre Antonio- pensó, ¿cómo le explicaría ahora la historia aquella, cómo lo haría entender, cómo se ganaría su cariño? No importaba, se dijo, quedaba tiempo, no era tarde aún, la vida le estaba dando la oportunidad, por fin, de borrar esa noche de su memoria.

-¿Qué hiciste tonto hueón?, éste viejo culiao está loco Manuel, y ahora te vio la cara, toma mierda, mátalo, mátalo voh mismo por hueón, o si no estamos los dos cocíos, ahueonao, ¡mátalo rápido!.

-¿Manuel?-. Gerardo notó que el joven había recibido el revólver y tenía que tomar una decisión. El tampoco sabía porque lo había hecho, nunca antes se había sacado su pasamontañas en un asalto, pero algo lo movió, algo inexplicable, él también sabía que esa noche era única, que esa noche pasaba algo.

-¡Mátalo conchetumare!-.

    El sonido del balazo resonó en medio del silencio del campo, la cabeza se azotó contra el pavimento, y los insultos se acallaron. La imagen del cuerpo inerte del hombre maduro, se quedaría para siempre grabada en la mente de Gerardo, tal como la imagen de su hijo hace veintiún años atrás.

-Gracias Antonio…hijo-.

-Nada de hijo caballero, yo soy hijo de ese desgraciado, pero ahora nada importa, ya no, nunca más. Váyase para la casa y no cuente nada, o si no lo busco y lo mato también-.

    Gerardo lo vio voltear y partir, de nuevo. Sintió una pena tan grande que no tuvo fuerzas para seguirlo, sólo observó su silueta perderse en la inmensidad de la neblina nocturna.

    Sintió que perderlo otra vez no le importaba, la vida había sido tan injusta con él que el sólo hecho de verlo de nuevo y saber que estaba vivo era un regalo. Manuel nunca habría de explicarse porqué lo hizo, pero ya no le importaba, se había acostumbrado a no explicarse las cosas. Nunca supo porqué jamás sintió amor por su padre, porqué nunca se interesó por la vida castrense y porqué siempre, extrañamente, quiso llamarse Antonio.

Quien soy.


Hola, soy un joven estudiante universitario chileno. Escribo desde hace años y por este medio compartiré mi trabajo. Me defino como cuentista, de temática urbana. Todo lo que publico aquí está inscrito.

Espero que les guste el material que comparto, recibo todo tipo de opiniones y las agradezco de corazón. De igual forma, estoy disponible para ser contactado e intercambiar literatura.

Saludos.