viernes, 28 de octubre de 2011

EL ORIGEN DEL CONFLICTO


Un silencio sepulcral recibió a la comisión luego de la pausa del almuerzo, a la hora acordada. Los ojos asustados de quienes la esperaban se resistían a tomar el gesto tranquilo de los resignados. No quedaban muchos. La mayoría ya había tenido sus diez minutos en el banquillo, y sólo unos pocos deambulaban todavía por los pasillos de la universidad, fumando sin ganas de hacerlo, pero haciéndolo con semblante triunfal, alardeando todavía que Encina no les había ganado. Los otros, los más, los que no pudieron, ya habían partido intentando asimilar el amargo sabor del fracaso en la boca.

Los tres llegaron riendo. Comentaban todavía la amena plática de la sobremesa, cargada del añejo sarcasmo catedrático y mucho menos elevada de lo que sus alumnos imaginaron que había sido. Se veía que ni súplicas ni llantos, ni siquiera los rostros de indemne dignidad de los que habían sufrido sólo un par de horas antes la intransigencia de su cuestionario les habían conmovido. Eran sólo números errantes para el prestigio de su severidad.

Avanzaron con paso ágil y se sentaron sin demasiada ceremonia. La solemnidad de las circunstancias nunca les importó mucho. Sólo minutos más tarde, luego de intercambiar un par de palabras en voz baja, el profesor Encina, titular de la cátedra y presidente de la comisión, se dio unos segundos para mirar a la audiencia y pronunciar un seco “buenas tardes”. El saludo no obtuvo muchas respuestas y tampoco lo pretendía. Los profesores conocían bien la paradoja del silencio de los exámenes. El hondo silencio de los distraídos, de aquellos concentrados en eternos apuntes imposibles de memorizar o en una ilusa oración esperanzada en un milagro, de aquellos que se lamentan por haberse presentado, de aquellos que se sorprenden de los pensamientos macabros que se cruzan por su mente en esos momentos de tensión. Pensamientos como no haber tenido la valentía para deslizar sutilmente algún polvo mortal en el jarro de agua fresca puesto en la mesa de la comisión por un ameno empleado de aseo, que les deseó suerte sinceramente pero sin disimular una mirada de lástima.  

Encina, con su característica y pseudo-divina indiferencia, se sirvió un poco de agua, se cruzó de piernas y comenzó a hojear la carpeta bibliográfica. Así, como acostumbraba, sin despegar de ella la vista ni por respeto a sus receptores, rompió definitivamente la mudez general.

-Bien, señores, damos por finalizado el receso y retomamos el examen. Espero que superemos el nivel de la mañana, vergonzoso por no decir otra cosa, porque el calificativo más preciso, ese que tengo en mente, ni siquiera es reproducible dado el contexto.

Durante la mañana Encina había reprobado a tantos que incluso varios de quienes quedaron para la tarde decidieron marcharse, no tanto por falta de estudio como por evitar la pública humillación. A por lo menos cinco comparó con Einstein, a otras tres muchachas envió a estudiar modelaje y a uno ordenó un movimiento brusco de cabeza, diría después, para que el par de neuronas que revoloteaba en el vacío pudiera hacer contacto. Las referencias a defectos físicos eran incontables, y un comentario sobre el color de su corbata, de evidente contenido racista, desencadenó el llanto acumulado de una extranjera con necesidades de afecto. Con todos había preparado el terreno diciéndoles que no reconocía sus rostros.

Ni Magnet ni Catalán, los otros miembros de la comisión, puestos ahí precisamente para evitar abusos y parcialidades, intervinieron mínimamente en los exámenes de la mañana. Ambos se mantuvieron en silencio. El primero se limitaba a controlar el reloj y transcribir las preguntas, y el segundo a llamar a los estudiantes y anotar junto a sus nombres la calificación obtenida. Encina se encargaba de la interrogación.

Los alumnos tampoco alzaron la voz. Todos temían a la fama de Encina. Ellos, decía el estatuto, eran los testigos de la legitimidad de la evaluación. La indiferencia aparente –complicidad involuntaria- tanto de profesores como de alumnos le daba al titular una impunidad casi monárquica.

-El reglamento me obliga a repetir las reglas pero asumo que las conocemos, así que sólo las enuncio. Tres llamados, dos preguntas, diez minutos. No hay segundas oportunidades ni décimas por simpatía. No escuchamos dramas familiares ni creemos en mentes en blanco. Y eso es todo. Comenzamos. Profesor Catalán, si es tan amable por favor llame al primero.

-Sagredo...

Encina dejó la carpeta y dio una visión general al auditorio. Una sonrisa burlona acompañaba su mirada de apetencia. Vio levantarse en la última fila a un joven alto y delgado, que avanzó con paso vacilante hacia el banquillo de interrogación.  

-¡Ah, Sagredo!, por fin una cara conocida. Y bastante conocida, debo decir.

-Buenas tardes profesor.

-Caballeros- dijo el profesor tocando los hombros de sus colegas- tenemos sentado al frente a toda una autoridad en nuestra ciencia. Este señor sabe tanto o más que la comisión aquí sentada. ¿No es así, Sagredo?

-Yo no diría eso, profesor…

-¿Cómo no, Sagredo? ¡No se nos haga el humilde! Usted es todo un apasionado de mi asignatura, es más, tanto le gusta, que ya la ha rendido tres veces.

Un par de carcajadas tímidas se oyeron entre la audiencia, más por agradar al bromista que por lo gracioso de la broma. Catalán, con la misma fama de intransigente de Encina a cuestas, se cruzó de brazos y se echó sobre el respaldar de su silla, esbozando la sonrisa de quien espera ver un espectáculo patético. Magnet, con más años de docencia sobre los hombros y un par de infartos en su ficha médica, se sintió por un segundo en los zapatos de Sagredo y le regaló una mirada de compasión. Sólo por un segundo. Y añadió: “dicen que la tercera es la vencida”.

-Lo dice un hombre que se ha casado cuatro veces- Contestó Encina, desdibujando la mirada compasiva de Magnet, divorciado de la mujer que le obligaron a desposar, y luego, viudo dos veces. Sagredo, sin embargo, sonrió. Pensó inocentemente que el humor de Encina podía ser una buena señal.

-Imagino que es consciente de la situación en que se encuentra, Sagredo. En esta universidad no existen las cuartas oportunidades. Si reprueba, se va. Espero que haya estudiado.

-Bastante, profesor.

-Creo haber escuchado eso antes…- le dijo, mirándolo directo a los ojos, como intentando ver en ellos el reflejo de la pregunta precisa. La que no pudiera contestar. –Háblenos de la teoría del conflicto de Smith.

Sagredo se sintió seguro. Conocía bien los postulados de Smith. Mejoró su postura para sentirse más cómodo, respiró tranquilo y ordenó rápidamente las ideas en su cabeza. –Charles Smith, autor inglés, en su obra “Cúpulas y cimientos”, señala que en toda comunidad humana existen ciertas…

-¡No tan rápido, Sagredo!, no sea ansioso. Relaciónela con la tesis de Sánchez Toledo en “El factor histórico cultural”. Quiero un cuadro comparativo. Coincidencias, semejanzas, diferencias. Esboce las conclusiones de cada autor, y en base a ellas exponga las suyas. Esa es su primera pregunta. Éxito.  

Sagredo sintió que todo estaba perdido, y le pareció por un momento ver a Encina tal como lo veía en sus pesadillas, vestido de César, riéndose, extendiendo lentamente su brazo, con el pulgar hacia abajo. Y esa perturbación lo mantuvo inmóvil, silente, como todos en la sala, más tiempo del que pensó.

-Profesor…pensé que Sánchez Toledo no entraba…

-Es un examen, Sagredo. Todos los contenidos del curso son evaluables.

-Pero en la última clase…usted dijo que pusiéramos énfasis en los autores clásicos…

-Poner énfasis en algo no significa dejar de lado lo otro.

Sagredo bajó la mirada, como si buscara la respuesta en sus zapatos. Había leído alguna vez a Sánchez Toledo, debía decir algo, lo que fuera, desviar la pregunta hacia algo que conociera bien, podía hacerlo. No debía sumirse en el silencio, tenía que decir algo.

-Smith dice que en toda comunidad humana el conflicto surge por naturaleza, que es una característica común a todo grupo. Sánchez Toledo dice que se debe analizar en cada caso, que varía según la persona y la cultura, y que la historia demuestra que incluso en base a conflictos individuales han surgido grupos de personas con fines altruistas.

El rostro de Encina permanecía incólume. No había ningún gesto que reflejara conformidad. Era todo lo que recordaba Sagredo de Sánchez Toledo, y no estaba muy seguro de que estuviera bien. Por eso esperaba la reacción de Encina, algo que le indicara si seguir por aquel camino o intentar otra respuesta. Pero la reacción no llegaba, estaba perdida en el silencio general, en el que sólo el tic tac constante del reloj de Magnet tenía cabida.

-Reconozco que se esforzó en leer las contraportadas, Sagredo. Pero la comisión no se conforma con eso.

Sagredo no pudo decir nada más. Pensó suplicar por un cambio de pregunta, pero podría ser peor. Esperó que algún profesor le diera la oportunidad de centrarse en Smith, pero nadie abrió la boca. Se sentía atrapado en arenas movedizas, hundiéndose lentamente sin oportunidad de escapar.

-Nos aburre, Sagredo. Ha gastado más de la mitad de su tiempo y aún no responde la primera pregunta.

Era imposible, Encina había ganado. Aunque se esforzara, no podría convencer a la comisión. Se resignó. Después de todo no se había presentado con muchas esperanzas. Al menos sería la última vez que le vería la cara a Encina. Los últimos minutos en que debería fingir un respeto que no sentía. –Los últimos minutos- pensó de pronto –No los puedo desperdiciar.

-¿Va a decir algo más, Sagredo, o espera que la comisión lo homenajee por su aporte al humanismo?

-¿Por qué haces esto, Encina?

-¿Cómo dijo?

-Pregunté por qué te desquitas con nosotros. ¿Qué te hemos hecho?

La mudez se trasladó de pronto a la comisión. Una mezcla entre sorpresa y confusión se apoderó del ambiente. La sonrisa mordaz estaba ahora en el rostro del alumno, él había tomado las riendas de la situación, algo andaba mal. Catalán intervino. Le hizo un llamado a la cordura y aseguró que atribuirían su exabrupto al nerviosismo. –Haremos como si no hubiésemos escuchado nada, pero concéntrese en su examen- le dijo. Encina sin embargo hizo un gesto con la mano indicando que se callara, sin dejar de mirar a Sagredo.

-Explíquese.

-Debes haber sufrido mucho, Encina. Seguro todavía oyes en tu cabeza las burlas. Es curioso, superaste la tartamudez pero no el odio. Ves en nuestros rostros a los que te humillaron. Eres patético. Un cincuentón amargado cuya terapia es ser un hijo de puta. No toleras que disfrutemos de los años que tú no pudiste disfrutar. Me das lástima Encina. Hoy produces más risas y burlas entre nosotros que las que producías entre tus compañeros cuando eras tartamudo. Porque nadie te respeta. Porque aunque te sientas eminencia no eres más que un pobre tipo.

Magnet golpeó la mesa. Alguien debía imponer autoridad, restablecer el orden. -¡Está sobrepasando los límites!- gritó, pero Encina, aparentando una tranquilidad que no sentía, le aseguró poder manejar la situación.

-¿Quién le dijo eso, Sagredo?

-¿Qué importa? Todos lo saben. Los fonoaudiólogos curan trastornos del habla pero no borran los recuerdos, menos cuando causan gracia. La historia del tartamudo Encina se trasmite de generación en generación, y va a seguir siendo así, aunque seas el peor verdugo de la universidad, siempre serás el eterno hazmerreír. El bufón más patético de las aulas.

Encina rió. Estaba bañado en odio pero no lo demostró. Las palabras de Sagredo, llenas del mismo resentimiento que lo embargaba, le parecían bajas y vergonzosas. Él no caería en lo mismo.

-Se equivoca. Y se equivoca dos veces. La historia es falsa y su respuesta es incorrecta. Acaba de reprobar su examen.

-Ganaste Encina. Debe ser gratificante. Pero no me importa ¿sabes? Porque soy joven y tengo la vida por delante, a diferencia de ti. Me inscribiré en otra universidad, estudiaré otra carrera, formaré una familia, seré exitoso. Feliz. ¿Conoces esa palabra? Y tú ¿Qué ganaste en realidad? Te agradezco el reprobarme, Encina, porque cada vez que triunfe, cada momento que disfrute, me voy a acordar de ti, y de tu historia, que sabes que es real. Y lo voy a disfrutar más. Porque sabré que tú vas a estar encerrado en tu biblioteca, solo, esperando la época de exámenes para hacer lo que más te gusta, el sentido de tu vida vacía, lo que acabas de hacer conmigo.

Sagredo se puso de pie sintiéndose más liviano que nunca. Se había liberado. Las cosas ahora eran menos graves que en la mañana. De hecho, le parecía no tener importancia lo que antes le parecía terrible. Y cruzó entonces de la sala irradiando dignidad, en medio de las miradas de admiración de sus compañeros, salió triunfal. Nadie se atrevió a aplaudir aunque todos quisieron hacerlo. Sagredo se había convertido en mártir.

Encina se levantó de su silla apenas Sagredo abandonó la sala. Su rostro reflejaba indignación. Salió también, con paso presuroso, como intentando alcanzarlo. Todos imaginaron la escena que se daría afuera, pero nadie osó salir a mirar. Encina debía estar regañándolo como nunca a nadie, llevándolo a la oficina del rector, jurando encargarse personalmente de que no fuera aceptado en ninguna otra universidad, amenazándolo con querellas por calumnias y exigiéndole disculpas públicas.

Pero nada de eso pasó. Encina alcanzó a ver hacia donde Sagredo caminaba, y avanzó en la dirección contraria. Su mirada altiva dio paso a la vista gacha de los rendidos. No respondió a los saludos de quienes se lo cruzaron en el pasillo y se encerró en el primer baño que encontró. Allí se lavó la cara varias veces y se miró luego al espejo. Se abofeteó. Quiso insultarse a sí mismo como lo hacía en aquel tiempo, cuando se envalentonaba a enfrentarse a quienes se reían de él y sólo conseguía terminar más humillado. Pero no pudo. Como en aquel tiempo, repitió tres veces la misma sílaba y no consiguió pronunciar la siguiente.

Y entonces, como no lo hacía en muchos años, y rompiendo su vieja promesa de no volver a hacerlo, el profesor Encina estalló en llanto.

martes, 18 de octubre de 2011

LA MANZANA



-Dime, oh, mágico espejo de la sabiduría, ¿quién es la más hermosa del reino?

Lucía recitaba sus líneas intentando memorizarlas. Hace ya algún tiempo que tenía problemas con su memoria, pero no se lo había confesado a nadie. Las repetía una y otra vez, a veces toda la noche, pero al día siguiente las soltaba sin miedo, por inercia.

Esa noche sus párpados le pesaban tanto como sus años, pero tomaba, uno tras otro, sorbos de café para no caer vencida.

-Dime, oh, mágico espejo…

Su reflejo ya no era el mismo de sus años de oro. El tiempo había comenzado a revelar en su rostro su paso indolente. Y la franqueza del espejo calaba hondo en su sensible alma de artista, que veía estupefacta cómo las arrugas hacían estragos con su belleza de antaño.

    Se paseaba una y otra vez por los largos pasillos de su enorme casa, aunque no podía con su dolor de rodillas, no estaba dispuesta a dormir. Nunca había hecho detener una escena por olvido de texto, y no deseaba que nadie la pensara poco profesional. Los únicos testigos de su incansable estudio eran los galardones que reposaban en sus repisas: galvanos, estatuillas, reconocimientos, mudos recordatorios de una época de gloria. De vez en cuando fijaba su mirada en las fotos que la mostraban cargando un ramo de flores en medio de un escenario, en las portadas de revistas que resaltaban su sonrisa perfecta, en los pósteres de antiguas producciones que tenían su rostro en primer plano. Blanquinegras memorias de una brillante carrera, que colgaban de sus murallas, forradas en fino papel mural.

-¿Quién es la más hermosa del reino?

La habían llamado hace algunos meses para ofrecerle ese papel. La historia era conocida y el público asegurado. El texto era espantoso, según le reveló a su mayordomo, pero ya no estaba en condiciones de rechazar propuestas. El elenco estaba compuesto por actores jóvenes, sin experiencia en cine, medianamente conocidos gracias a teleseries sin contenido. La presencia de Lucía en la película tenía como objetivo darle cierto plus a la producción, y amortiguar de alguna forma la intransigencia de la crítica.

La despertó la bocina del auto que el director había puesto a su disposición. El chofer la esperaba afuera de su casa con la puerta del vehículo abierta. Se había quedado dormida sobre el sofá, con el guión todavía abierto entre sus manos. Se hizo esperar, como acostumbraba, para aparecer medianamente aceptable ante sus colegas. En el set los actores comentaron molestos cuando la vieron entrar, con sus aires de diva, hora y media sobre lo acordado.

-¡Acción!

-Dime, oh, mágico espejo de la sabiduría ¿quién es la más hermosa del reino?

-Es la princesa, Majestad, ella es la más hermosa.

-¿Qué dices, espejo del demonio? ¡La princesa está muerta! ayer mandé a que le arrancaran el corazón y la dejaran en el bosque.

-Es la princesa. Ella es la más hermosa. Rebosa juventud de sus ojos claros, su dulce voz opaca al más tierno ruiseñor, sus cabellos de seda encandilan a la luz de la primavera, y su piel, tersa y suave, es todo un placer hasta para el cálido viento de noviembre.

Estefanía, la joven actriz que daba vida al personaje de la princesa, era tan hermosa como Lucía en su juventud, pero no tenía ni una pizca de su talento. Tenía colgado al cuello un título de artes escénicas, de una universidad mediocre pero universidad al fin. Y los periodistas que la seguían acostumbraban  subrayarlo en sus columnas: “es hermosa, e inteligente también”.

Lucía no ostentaba título alguno. Tenía, sí, un largo currículum de éxitos, de giras en Europa, de clásicos inolvidables. Había compartido escenario con actores de fama mundial, se había codeado con lo más granado de la alta sociedad de su época y le llovían alabanzas de los más eruditos críticos. Pero nadie se acordaba de eso. Ahora todos caían rendidos ante la belleza e “inteligencia” de Estefanía.

-¡Corte!

Estefanía saludaba radiante a sus admiradores fuera del estudio, les regalaba sonriente alguna foto, algún autógrafo. Las niñas le llevaban flores y le confesaban entusiasmadas que aspiraban ser como ella. Los reporteros se peleaban por una entrevista, los lentes de los fotógrafos buscaban delirantes el mejor perfil de la protagonista, y sus guardaespaldas, de semblante serio e intimidante, repartían codazos entre quienes osaban acercársele a su protegida.

Lucía esquivaba irritada el alboroto, resignada en su papel secundario, dirigía sus raudos pasos al camerino de “Primera Actriz”. Era allí donde se encerraba a maldecir al medio, a lamentarse por cuán bajo había llegado, a desahogarse del olvidadizo cariño de la gente. Mientras se desmaquillaba, sentada en su cómodo sillón de cuero, pensaba en la forma de opacar a su más fuerte competencia. Pero nada se le ocurría. Había pensado en todo para desacreditarla, pero descartaba de inmediato sus ideas, demasiado bajas, muy vergonzosas. No le fotografiaría sin maquillaje, no inventaría alguna infidencia, no le enrostraría su falta de talento. Nada servía. Todo la haría parecer a ella una vieja y patética actriz de nostalgias trasnochadas.

Eso hasta que un día, revisando su texto, una idea excelente se le cruzó por la mente.

-Atención equipo, mañana los quiero temprano para filmar la escena de la manzana.

Sumergida en la soledad de su camerino, con el rostro a medio desmaquillar, una sonrisa levemente macabra se dibujó en el rostro de Lucía.

-¡Manzanas, manzanas, frescas dulces y sabrosas, vendo manzanas!

-¡Eh usted! tierna abuelita, ¿cuánto cuestan sus manzanas?

-¿Cómo cree, oh princesa, que podría cobrarle a una joven de hermosura tan encantadora?

-Es usted una viejita muy amable, señora, una abuelita de corazón bello y puro.

-Come, princesa, come, verás cuán deliciosas son las manzanas de ésta vieja.

-Gracias, encantadora abuelita, pero en ésta casa somos ocho ¿podría usted obsequiarme siete manzanas más?

-Os daré cuanto quieras, hermosa princesa, pero come, come…

Estefanía mordió excitada la manzana, sabía que esa era la escena clave de la película, y que todos los ojos estarían sobre ella. La dejó caer sobre el suelo con la mirada perdida, se apoyó mareada sobre la mesa de la pequeña casa, se llevó una mano al cuello y detuvo su respiración. Su rostro comenzaba a perder color y sus ojos a desorbitarse. En el set reinaba un silencio general, una nerviosa tensión embargaba a todos los presentes. Y de pronto cayó, como un hilo de plomo sobre el piso de madera, con las tétricas carcajadas de Lucía como fondo, rebotando en todos los rincones del estudio.

 El director observaba emocionado la conmovedora escena. Había pensado repetirla varias veces para buscar la mayor naturalidad en Estefanía, pero mejorar aquella escena era imposible, estaba perfectamente lograda, mejor incluso que como lo había imaginado.

-¡Perfecto!, ¡sublime!, ¡queda, queda!, maravilloso Estefanía, Lucía, qué gran trabajo muchachos, esto es increíble, ¡corte, edítenla, corte!

Pero nada. Lucía no dejaba de reír y Estefanía no se levantaba del suelo. Algo andaba mal.

Los paramédicos entraron rápidamente a darle los primeros auxilios, la producción se paralizó, acordonaron el estudio y sacaron a los periodistas. Los fanáticos lloraron al ver pasar la ambulancia, los reporteros daban informes en vivo relatando la noticia, y Lucía, no paraba de reír.

Horas más tarde los policías golpearon la puerta del camerino de Lucía. Ella los esperaba con el mejor vestido que encontró en su amplio guardarropa, maquillada y peinada especialmente para la ocasión, se cuidaba de que el caviar y la champaña  no le corrieran el labial. No opuso resistencia, pero se negó a usar las esposas y a que le cubrieran el rostro.  Exigió después que en su celda le tuvieran frutos secos y agua mineral sin gas. – De lo contrario, no salgo- amenazó.

Caminó rodeada de policías entre la multitud, sonriendo y saludando con elegancia. Las cámaras la seguían, los flashes la encandilaban, los micrófonos la envolvían.

Nuevamente las portadas eran para Lucía, nuevamente los críticos de antaño aparecieron en televisión hablando maravillas de su talento, otra vez las escenas polvorientas de producciones añejas colmaron las pantallas, con su rostro en primer plano.

La película se estrenó meses después, con un final distinto.

Y afuera de su celda, los reporteros hacían fila para conversar con ella. Lucía los recibía con entusiasmo, y posaba sonriente para sus fotos. No le importaba que fueran para la crónica roja. De todas formas, ella volvía a ser la diva.

sábado, 8 de octubre de 2011

EL CERDO


Como todos los días desde hace meses, Rodrigo no conseguía desayunar. Por más que lo intentara, no había caso. Trataba de mantener la calma, respiraba hondo y miraba fijamente su café, pero no podía, era imposible, sabía que allí estaba, sentado frente a él, apuntándolo con su pata… el cerdo.

Había intentado ignorarlo desde que se resignó a tenerlo sentado a su mesa, después de aquél día en que se levantó de su cama, con la conciencia aún intranquila, y se lo encontró en el comedor, sentado y con sus piernas cruzadas. Paralizado por el miedo, no había alcanzado aún de salir de su sorpresa, cuando vio luego estupefacto cómo con toda naturalidad, su indeseable visita lo apuntaba con su pata.

Al principio quiso no darle importancia, sabía que era fruto de su imaginación y que algún día desaparecería, pero lo cierto era que por más que  quisiera, la incómoda presencia del cerdo no podía pasar inadvertida.

Su compañera de trabajo, Camila, lo había notado extraño. Llegaba muy temprano a la oficina y organizaba constantemente salidas y fiestas –Pero en mi casa no- decía. Había llegado a la conclusión de que intentaba pasar la menor cantidad de tiempo en casa, después de notar que ingeniaba creativas excusas para evadir sus visitas. Pensó que algún problema lo turbaba y llegó de sorpresa una noche a conversar con él, le llevó pizzas y cervezas y se sentó a la mesa, pero Rodrigo permaneció de pie.

-¿No lo ves?- le dijo –está ahí, sentado junto a ti, apuntándome con su pata.

Lo consideró una broma cotidiana y lo dejó pasar, aunque sin dejar de lado su preocupación. Tiempo después caería en cuenta de que realmente había un problema. Una mañana pasó por él después de enterarse que su auto estaba averiado, y lo que vio terminó por convencerla de que su amigo necesitaba ayuda. Cuando llegó, se detuvo frente a su puerta sorprendida. Rodrigo insultaba ferozmente a alguien. Camila no pudo con la curiosidad y se acercó a su ventana, y entonces lo vio, solo frente a su mesa, vociferando enajenado obscenidades a nadie.

-Te noto estresado, Rodrigo- le dijo ya en la oficina –aquí tengo la tarjeta de una amiga psiquiatra que quizás pueda ayudarte.

Pasó mucho tiempo antes de que Rodrigo se decidiera a buscar ayuda profesional, y sólo lo hizo porque no tenía más opciones. Lo había intentado todo, ignorarlo, familiarizarse con él, insultarlo, expulsarlo. Incluso un día se había sentado a su lado y había intentado entablar una conversación con él. Pero nada funcionaba, el cerdo lo miraba a los ojos, serio, intimidante, y lo apuntaba con su pata.

-Me estoy volviendo loco- se dijo, el día en que decidió pedir una consulta.

Pasó por varios especialistas y tratamientos prolongados, pero ni las píldoras, ni los ejercicios de relajación, ni las extenuantes sesiones de conversación daban resultado. Siempre estaba ahí, atormentándolo… el cerdo.

-Es un caso difícil, Rodrigo, dices que sólo quiere jugar ajedrez contigo, eso debe tener alguna explicación, debe representar algo, pero no logro encontrar respuesta. Definitivamente no es un trauma de infancia ni alguna clase de complejo, es una alucinación que realmente no tiene ningún sentido…

Rodrigo se había insertado tempranamente en el mundo de los negocios, se había graduado con honores y era un hombre exitoso, sus colegas envidiaban su reconocimiento, muchos incluso lo tenían como referente, tenía una vida estable en lo económico y lo personal, era lo que siempre había deseado ser. Sólo el cerdo hacía que su vida no fuera perfecta.

-Pensé al principio que era una manifestación de tu subconsciente en orden a evitar la soledad, pero vivir solo ha sido siempre tu proyecto de vida, y además si así fuera las píldoras habrían hecho desaparecer al cerdo, y no hay caso…

Estaba trabajando en esa oficina hacía algún tiempo, era el primero entre sus pares, el consentido del jefe. Su meta era conseguir ser socio de la compañía, y estaba más cerca que nunca de eso cuando el cerdo apareció en su vida, y se convirtió en un obstáculo para su asenso profesional.

-Clínicamente hablando estás completamente sano, todos tus exámenes están perfectos, incluso tu coeficiente es superior al promedio, por eso descarté la internación, el problema es más simple de solucionar, pero requiere tu compromiso…

Todo había empezado cuando su jefe lo invitó a pasar un fin de semana junto a su familia en su fundo, le había revelado que tenía grandes expectativas con él, que lo necesitaba a su lado para emprender ambiciosos proyectos. Era una forma de decirle entre líneas que pronto sería socio, que su objetivo estaba a un paso.

-Convoqué a varios colegas a una junta médica para analizar tu caso, no hay ningún precedente que nos permita guiarnos, pero llegamos a una conclusión que estamos seguros acabará con tu problema…


La oferta de hacerlo socio nunca llegó. Camila le había comentado que quizás era porque el jefe lo había visto alejarse de sus compromisos. Y algo de razón tenía. En su afán por desviar su atención y apartarse de su casa, Rodrigo se había hecho asiduo a las salidas nocturnas y al trago, y poco a poco había ido dejando de lado sus responsabilidades.

Pero Rodrigo deseaba más que nada conseguir su objetivo, y estaba dispuesto a hacerlo todo, fuera lo que fuera, para sacar al cerdo de su mente.

-Lo que tienes que hacer es simple, Rodrigo, básicamente lo que quiere el cerdo es jugar ajedrez contigo, eso es lo que crees ¿no?, pues bien, la solución a tu problema es sentarte junto al cerdo y jugar ajedrez con él, dale lo que quiere, Rodrigo, y te aseguro que el cerdo se irá.

Camino a su casa Rodrigo sudaba como nunca antes lo había hecho, respiraba exaltado y su presión aumentaba, estaba nervioso, muy nervioso, pero nada lo haría cambiar de opinión. Estaba decidido a darle al cerdo lo que quería… que no era precisamente jugar ajedrez con él.

Había algo que Rodrigo no le había confesado a su psiquiatra, era judío. En sus primeros años ejerciendo la profesión había sufrido en carne propia la discriminación más descarada. En las altas esferas empresariales nadie quería a los judíos, les irritaba su influencia, su poder, sus abultadas cuentas corrientes. Había decidido que el antisemitismo no opacaría sus capacidades profesionales, y su origen lo había guardado receloso como un secreto inconfesable.

Ese día, cabalgando con su jefe en el fundo, llegaron de pronto a un corral de cerdos.

-Te aseguro, amigo mío, que no hay mayor exquisitez que las criadillas de cerdo.


Rodrigo se sintió realmente incómodo. Tenía frente a él a ese grupo de animales repugnantes, asquerosos, gimiendo espantosamente mientras se revolcaban en el lodo.

-Escoge el tuyo, Rodrigo, hoy probarás un manjar del Olimpo.

Respiró profundo. No podía revelar su religión, ni rechazar la oferta de su jefe. No quería ofender ni incomodarlo. Sabía que sería una experiencia desagradable pero debía hacerlo, no podía perder la oportunidad de ascender en su carrera.

Entonces fijó la mirada en uno de los animales, y lo señaló con su mano.

Cuando Rodrigo llegó a su casa la decisión estaba tomada, cerró su puerta y lo vio, esperándolo, sentado a su mesa, con las piernas cruzadas, lo miró a los ojos y lo apuntó con su pata.

-Hoy te vas para siempre cerdo de mierda.

Se dirigió a la cocina y tomó un cuchillo, su mano temblaba, pero estaba decidido, tomó un plato y bajó sus pantalones, detuvo su respiración y miró hacia otra parte. Fue un corte rápido, certero, con sólo un segundo su angustia terminó. Sintió una mezcla indescriptible entre alivio y dolor. Caminó con dificultad, sintiendo caliente la sangre que chorreaba entre sus piernas, llegó al comedor y lanzó el plato sobre la mesa.

-¡Ahí tienes cerdo hijo de puta, ¿eso querías…ahora estamos a mano?!.

Lo dieron de alta semanas después de despertar de su desmayo. Camila se comprometió a cuidarlo y condujo su silla de ruedas hasta su casa. Rodrigo estaba nervioso, pero convencido de haber hecho lo correcto.

Camila lo tranquilizó antes de abrir la puerta, le acarició el cabello y le recordó que todo estaba en su cabeza. Minutos después ambos comían sentados a la mesa. Rodrigo por fin respiraba tranquilo. El cerdo no estaba, se había ido.