martes, 5 de julio de 2011

NO IMPORTABA

Eran las dos de la madrugada en punto cuando Gerardo salió. Atrás había dejado a Soledad, su esposa, que le balbuceó algo que no entendió, pero que quiso pensar que fue “cuídate mucho” o algo así. Le dejó la almohada a su lado para que no se sintiera sola; no le gustaba salir sin ella, pero tenía que trabajar, y partió.

    El frío quemante de la calle mojada le golpeó el rostro como una bofetada. No había nadie afuera, la ciudad dormía en un profundo sopor, sólo el eco de sus pasos sobre el pavimento rompían el silencio sepulcral. Se tapó la boca con una bufanda para que el vapor de su respiración no le nublara la vista, y caminó apurado las eternas cuadras que lo separaban de la casa de su jefe, sólo un par de borrachos se cruzó en su camino y se burló de él, pero no le importaba, sólo los ignoró.

    Cuando por fin llegó, se apresuró en calentar el motor del auto para comenzar su trabajo. Debía devolverlo a las diez, ni un minuto más, porque los domingos el jefe llevaba a su familia al campo y lo necesitaba temprano. Antes de partir revisó los bolsillos de su chaqueta, no tenía nada, se sintió desesperado por un momento, ¿dónde la había dejado?, estaba seguro de haberla sacado de su velador antes de salir de la casa, pero no estaba. Pensó no trabajar esa noche, y sacar de sus escuálidos ahorros el dinero que su jefe le exigía, pensó devolverse a su casa sólo para buscarla, pensó recorrer a paso lento todo el camino buscándola. Pero cuando revisó en su pantalón respiró tranquilo, la había encontrado. Nunca partía sin antes besar la foto desgastada de Antonio, su hijo, que un par de desconocidos encapuchados le había arrebatado de sus brazos cuando todavía era un bebé. Hacían ya veintiún años de aquella última vez en que lo vio, cuando entraron los milicos a su casa, una noche como esa, a una hora como esa, y se llevaron a su mujer y a su hijo en un auto veloz. Gerardo nunca habría de olvidar los ojos asustados y el llanto despavorido del pequeño Antonio, aquella fatídica noche en que pensó haber perdido a su familia. Soledad regresó, un poco golpeada, pero Antonio nunca.

    Esa foto era lo único que tenía de él. Mirar sus ojos lo hacía pensar que lo tenía cerca, y le inspiraba la esperanza de encontrarlo algún día, no importaba cuánto había cambiado, los ojos nunca cambian. Le gustaba pensar mientras conducía que alguna de las casas por donde pasaba era la suya, que alguno de los jóvenes que veía en la calle era Antonio, el mundo es tan pequeño, pensaba, quizás algún día subiera a su taxi y lo reconociera. Esa era la única esperanza que le quedaba. Ya hace años había renunciado a buscarlo. Se cansó de tanto intento fallido y tanta puerta cerrada. Había pasado mucho tiempo, de seguro ahora pertenecía a alguna familia de tradición militar, quizás hasta había seguido la carrera castrense, quién sabe, prefería pensar que tenía una mejor vida de la que él y su esposa podían ofrecerle.

    La noche estaba floja, parecía que todos se habían refugiado de la gélida neblina en sus abrigadas casas. Después de mucho rato, en una esquina, por fin dos personas lo hicieron detenerse.

-Siga derecho-.

    De seguro eran padre e hijo. Había algo que los delataba a pesar de su notable distancia, sus miradas reflejaban complicidad. Él no hubiera sido así. Si tuviera la oportunidad de borrar esa noche de su historia, habría sido un padre cercano y cariñoso, de abrazos y besos, de sobreprotección y consentimiento. Habría sido como su padre, severo militante y comprometido dirigente, nunca fue con él.

-Es una noche fría… ¿no?-.

    No era la primera vez que no le contestaban. En las noches como esa acostumbraba recoger a gente seria. En verano reía llevando a jóvenes medio ebrios a sus casas, y en primavera acostumbraba llevar a parejas de enamorados que se olvidaban de la hora mirando la luna, pero en invierno, parecía que sólo los amargados subían a su taxi. Algo que en todo caso,  no le importaba.

-Aquí a la izquierda-.

-Claro amigo, siempre a la izquierda-.

    Gerardo ya no militaba, los de siempre estaban donde siempre, y él, manejaba un taxi. Sus ideales se fueron esa noche, con su hijo. Se cansó de odios y frustraciones, ellos habían ganado, después de todo, la revolución de los sueños era para los jóvenes, no para él.

    El taxímetro marcaba ya mucho dinero cuando Gerardo notó que habían salido de la ciudad.

-¿dónde dijo que iban, caballero?-.

    Un escalofrío intenso recorrió su cuerpo, cuando sintió el álgido cañón presionando su nuca.

-Ya viejo conchetumare, cagaste, no me mirí y pásamelo todo-

    Miró su bolsillo, no supo porqué, Antonio ya no lo protegía. Quizás ya no estaba con él, quizás ya se había ido, y esa noche lo estaba llamando a su lado.

-No tengo nada, se los juro, son los primeros que recojo-.

-Siiii mierda, siempre la misma hueá, voh creí que somos hueónes-.

-No tengo nada caballero, de verdad-.

    Pensó en Soledad, sin Antonio y ahora sin él, pensó en el destino, salir vivo de la represión y muerto de un asalto, pensó en la vida, injusta y sin sentido, pensó salir corriendo, en dejar que una bala le cruzara la cabeza, pensó en la noche fría de hace veintiún años.

-Paray el auto y te bajáy viejo culiao-.

    Gerardo lo hizo, resignado a lo que fuera, sólo sacó la foto de Antonio de su bolsillo, para que Soledad supiera que, si moría, era lo último que había visto.

    El hombre maduro bajó con él, y le ordenó arrodillarse, indicó al más joven que revisara el auto y luego siguió insultándolo, pero ya no importaba, porque ya no escuchaba, sólo miraba los ojos en la foto, sólo pensaba en Antonio.

-No hay nada papá-.

-Pásame las llaves conchetumare-.

-No puedo, el auto no es mío-.

-¿Me estay hueando maricón?...¡pásame las llaves mierda!-.

Gerardo presintió que no saldría vivo, pero ya no le importaba.

-No puedo-.

Cayó al suelo, había recibido un culetazo que lo dejó mareado, como esa noche.

-¡Pásamelo mierda!-.

    El grito sonó como un macabro eco en su cabeza, era el mismo que había escuchado hace veintiún años, cuando se negaba a entregar a Antonio. Levantó la mirada y ahí estaban, dos encapuchados, la historia se repetía, la voz era la misma, no podía ser una coincidencia…

-¡No me mirí viejo culiao, no me mirí!-

    Gerardo se levantó, poseído por un coraje inexplicable, esta vez no perdería.

-¡Arrodíllate mierda, arrodíllate o te mato conchetumare!-.

-Hágalo caballero-

    La voz del joven era distinta, dulce, buena, algo raro había en él, esa noche no era común, ese asalto no era común, algo pasaba. Lo miró sin miedo, y su corazón se hinchó como queriendo reventar, tras el pasamontañas estaba esa mirada, la misma, aquellos ojos asustados no podían ser de otro, estaba seguro, no había duda.

-Antonio…-

-¿Me conoce?-

-No, lo estay confundiendo- se apresuró a aclarar el hombre maduro.

    Todos parecían nerviosos, y el revólver, siempre apuntándolo, también temblaba. Los tres sabían que las cosas pasaban por algo, que esa noche, algo los hizo encontrarse.

-Antonio…hijo-.

    El joven se quitó el pasamontañas. No había cambiado, era él, tal como se lo imaginaba, y ahí estaba, frente a él. Gerardo sonrió y no pudo evitar sentir un nudo en su garganta, no podía respirar y sus brazos lo obligaban a abalanzarse a él para envolverlo en ese cariño que no le dejaron darle.

-¿Le parece que me parezco a su hijo, caballero?-.

    Gerardo sonrió. -Pobre Antonio- pensó, ¿cómo le explicaría ahora la historia aquella, cómo lo haría entender, cómo se ganaría su cariño? No importaba, se dijo, quedaba tiempo, no era tarde aún, la vida le estaba dando la oportunidad, por fin, de borrar esa noche de su memoria.

-¿Qué hiciste tonto hueón?, éste viejo culiao está loco Manuel, y ahora te vio la cara, toma mierda, mátalo, mátalo voh mismo por hueón, o si no estamos los dos cocíos, ahueonao, ¡mátalo rápido!.

-¿Manuel?-. Gerardo notó que el joven había recibido el revólver y tenía que tomar una decisión. El tampoco sabía porque lo había hecho, nunca antes se había sacado su pasamontañas en un asalto, pero algo lo movió, algo inexplicable, él también sabía que esa noche era única, que esa noche pasaba algo.

-¡Mátalo conchetumare!-.

    El sonido del balazo resonó en medio del silencio del campo, la cabeza se azotó contra el pavimento, y los insultos se acallaron. La imagen del cuerpo inerte del hombre maduro, se quedaría para siempre grabada en la mente de Gerardo, tal como la imagen de su hijo hace veintiún años atrás.

-Gracias Antonio…hijo-.

-Nada de hijo caballero, yo soy hijo de ese desgraciado, pero ahora nada importa, ya no, nunca más. Váyase para la casa y no cuente nada, o si no lo busco y lo mato también-.

    Gerardo lo vio voltear y partir, de nuevo. Sintió una pena tan grande que no tuvo fuerzas para seguirlo, sólo observó su silueta perderse en la inmensidad de la neblina nocturna.

    Sintió que perderlo otra vez no le importaba, la vida había sido tan injusta con él que el sólo hecho de verlo de nuevo y saber que estaba vivo era un regalo. Manuel nunca habría de explicarse porqué lo hizo, pero ya no le importaba, se había acostumbrado a no explicarse las cosas. Nunca supo porqué jamás sintió amor por su padre, porqué nunca se interesó por la vida castrense y porqué siempre, extrañamente, quiso llamarse Antonio.

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