viernes, 16 de septiembre de 2011

EN EL PUENTE, A LAS CINCO


El senador hizo todo lo que le pidieron, empezando por no llamar a la policía. Hizo su día como si fuera cualquier otro cotidiano, atendió gente importante en su oficina e incluso dio una entrevista para la televisión, en la que se le vio seguro y convencido de la necesidad del proyecto que se le consultaba.

Durante la tarde, después del almuerzo, pasó por el banco a retirar el dinero solicitado. Lo introdujo en un maletín recién comprado especialmente para la ocasión, y lo guardó en el portamaletas de su auto. Ni a su chofer ni a su guardaespaldas, que lo acompañaban esa tarde, les llamó la atención esa visita financiera. El senador era íntimo amigo del gerente del establecimiento y agendaban encuentros cada semana. La compra del maletín tampoco era extraña, pues el senador tenía tanto dinero que acostumbraba gastarlo en baratijas que no necesitaba y que guardaba siempre en el portamaletas.

Nadie sospechó nada.

A su mujer tampoco le comentó lo que pasaba, por temor a que se descompensara. Le dijo que Tamara tendría una fiesta en casa de una amiga y que él pasaría por ella, y aunque ni Tamara acostumbraba salir de fiesta ni él pasar por ella, su mujer le creyó, un poco por evitar discutir con él y un poco por somnolienta, gracias a los sedantes que tomaba para evitar intimar.

El último llamado lo recibió a las diez, y en él confirmó haber reunido el dinero y aprovechó de anotar en una libreta los pormenores del encuentro acordado. “En el puente, a las cinco”, escribió.

Sus asesores estaban con él, discutiendo sobre la inconveniencia de incluir la palabra “obreros” en el discurso que daría el lunes siguiente, cuando el senador recibió ese llamado, y lo atendió en su presencia. Pero ellos tampoco notaron nada raro en esa conversación. El senador acostumbraba cerrar transacciones –algunas más lícitas que otras- por teléfono, y “el puente” podía ser perfectamente  algún café o restaurant de los que el senador era asiduo. Además, apenas colgó, siguió hablando con ellos sin dar demasiada importancia a la interrupción, y sin disculparse tampoco por ella, como era su estilo.

Antes de que se fueran, el senador pidió que analizaran unos documentos y se confundió de maletín. Lo puso sobre la mesa, pensando que era el suyo, y lo abrió completamente revelando su curioso contenido. Estaba repleto de dinero, con los fardos de billetes cuidadosamente ordenados como si fuera  el de un narcotraficante. Lo cerró de inmediato, lo guardó y sacó los documentos de su otro maletín. Les explicó sin vacilaciones sobre qué trataban y los despidió con un apretón de manos.

Los asesores no le dieron importancia a lo que presenciaron, de hecho, ni siquiera lo comentaron al salir de la casa del senador. Estaban acostumbrados a sus excentricidades, dentro de las cuales se contaba la manía de guardar las cosas donde nadie esperaba encontrarlas. Como esa vez que, en medio de un desayuno oficial, se quitó el sombrero antes de sentarse a la mesa y sacó dentro de él una manzana, argumentando que su diabetes no le permitía comer pasteles.

Cuando se fueron, el senador volvió a abrir el maletín y contó el dinero tres veces, para estar seguro de que no había errores que pudiesen motivar una venganza. Eran cincuenta millones de pesos, en billetes de veinte mil. Antes de cerrarlo, cambió uno de los billetes que tenía una punta doblada, por uno que sacó de su billetera, perfectamente estirado. Cuando estuvo seguro lo volvió a cerrar y sacó un puro de un cajón de su escritorio, encendió su equipo de música y puso un disco de Sinatra. Eran la una y media de la madrugada.

El senador aprovechó de organizar las cosas para su jornada, y cuando terminó se dispuso a acostarse, pero pensó que era ya muy tarde para alcanzar a dormir, y se volvió a sentar. Justo en ese momento alcanzó a ver a su empleada pasar frente a la puerta de su escritorio, toda despeinada y en camisa de dormir, y le pidió que le preparara un café. La mujer, todavía media dormida, se sobresaltó tanto al escuchar la voz de su patrón que por un instante vio todo negro. Le preguntó, sorprendida, que hacía despierto a esas horas. “Estoy trabajando”, contestó el senador, y ella tuvo que apresurarse para que él no viera su sonrisa.

A ella sí que le extrañó la situación. La casa en que trabajaba era gobernada por la rutina, y a esas horas ya todos debían haber estado durmiendo. Tanto el desvelo del senador como la ausencia de Tamara no eran comunes, y el insomnio propio, del que ella nunca era víctima, podría haberla angustiado si no hubiera luna llena esa noche, a la que atribuyó las circunstancias. La misma Tamara habría de contarle la verdad de lo que realmente  pasaba, pero mucho tiempo después, cuando el senador ya no estaba en este mundo.

Con el café en la mano, el senador se puso a reflexionar.  Pensó que la hubiera dejado morir si ella no tuviese recién veintiún años y una inteligencia sobre el promedio. Pensó también que esas cosas no pasaban cuando su tío el general  estaba en la presidencia, y que si hubiese pasado, con lo mucho que lo quería, le habría puesto él mismo un balazo en la frente a los atrevidos y nadie hubiese osado a hacerle nada. -Para esto querían democracia los hijos de puta-, dijo en voz alta después de tomar el último trago de su café. Pensó, por último, cuánto habrían cobrado por el rescate si hubiese sido él el secuestrado, pero toda cifra le pareció poco. Y, entre todo esto que pensaba, pensó también que su empleada era una descuidada, porque alcanzó a ver cuando le llevó el café que no se había depilado las piernas, y súbitamente, también, recordó la palabra que se le había escapado de la mente hace una semana y que le impedía presentar su moción en el congreso. La palabra era “parámico”, y la anoto en la misma libreta en que había anotado los detalles del encuentro. “En el puente, a las cinco”. Entonces miró el reloj y vio que eran las tres y media, se puso un abrigo y salió de la casa en su auto particular.

En el camino siguió escuchando el disco de Sinatra, y pensó que a esas horas la ciudad tenía un leve aire a Nueva York. Se detuvo en el puente a las cuatro y treinta y seis minutos, y puso el maletín sobre sus piernas. Así esperó hasta las cinco en punto, cuando vio detenerse frente al suyo, al auto descrito por el teléfono durante la tarde.

El senador bajó y puso el maletín en el suelo. La puerta del otro auto se abrió y vio bajar de él a Tamara, mucho más compuesta de lo que él pensó que estaría. Tamara lo abrazó y le besó la mano, y en ese momento, por primera vez en el día, el senador sintió que algo andaba mal, porque ese no era un abrazo de agradecimiento.

-Perdóname, papá, pero me enamoré de un comunista- le dijo Tamara mientras recogía el maletín y volvía a subir al auto.

“¡Puta!”, escuchó ella que su padre le gritaba mientras se perdía en la ciudad con su amor imposible, cuando abrió la ventana del auto para lanzar al rio el maletín recién hurtado, y en el que no había encontrado más que documentos, uno de los cuales, alcanzó a ver, tenía un espacio vacío en medio de un párrafo, encerrado con pluma en un círculo y rellenado en manuscrita con la frase: “SE ME OLVIDÓ”.

*Puedes oir y descargar el podcast de este cuento en MP3 en http://www.ivoox.com/en-puente-a-cinco-audios-mp3_rf_808048_1.html