miércoles, 11 de septiembre de 2013

Décimas al compañero.


Con motivo de la conmemoración de los 40 años del golpe de Estado que terminó con el régimen democrático chileno el 11 de Septiembre de 1973, el autor de este espacio hace una excepción, a modo de homenaje a la figura del Presidente Salvador Alende Gossens, y publica por primera vez poesía. 


DÉCIMAS AL COMPAÑERO.

Cuánto tiempo, compañero
Tanta agua bajo el puente
Y la voz de los valientes
Sigue estando primero
Sobre el fusil traicionero
Del impúdico tirano
Que aquel septiembre lejano
Triste, oscuro, infeliz
Tiñó de rojo el país
Con sangre de sus hermanos.

Tantos los ecos de llanto
Las lágrimas vagabundas
Una herida muy profunda
La que nos dejó el espanto
Triste herencia de quebranto
Nos legaron los cobardes
Una incendio que aún hoy arde
Una espina en la memoria
Una mancha en nuestra historia
Y un perdón que llega tarde.

Dizque por la libertad
Se alzaron los uniformes
La mentira más enorme
Nunca opaca a la verdad
Un pueblo con dignidad
Abraza la consecuencia
A pesar de la violencia
De la muerte, la tortura
De la larga dictadura
Que no mató la conciencia. 

Cargando el repudio eterno
Se marchan los represores
Cada día más traidores
Reciben en el infierno
El castigo sempiterno
De este país herido
Que los pierde en el olvido
Pues las balas, la metralla
No ganaron la batalla
¡Les pasa por mal paridos!

Iluso intento terrible
Quería  acallar tu voz
No puede el tormento atroz
Silenciar al hombre libre
Hoy son de mayor calibre
Los ideales que quedan
Aunque ya no en la moneda
Sí en el grito de tu gente
Compañero presidente
Por las grandes alamedas.

Así Chile te dispensa
Ejemplo de valentía
Mucho después de tus días
La póstuma recompensa
Sobre el manto de vergüenza
En que dejamos sumidas
Las cenizas ya podridas
Del general traidor
Compañero Salvador
Tú sigues teniendo vida.
 

*Cabe señalar que este blog es de cuentos urbanos y que su creador no es poeta, no obstante profesa una sensible admiración por el Presidente Allende y pretende, con estos versos, tributar su lucha, sus ideas y su sacrificio republicano.



lunes, 5 de noviembre de 2012

EL CANIBALISMO DE LAS JAIBAS




La amé, como ningún hombre en el mundo, en la historia del mundo, como ningún hombre jamás volverá a amar a una mujer. Así la amé. Me enamoré de ella a tal punto de no pensar en nada más que en ella el día entero, en ella pensaba al levantarme y al partir a mi trabajo, en ella, al acostarme, con ella soñaba e incluso en las tardes de domingo, cuando me sentaba en el sofá de siempre a leer un buen libro, la imaginaba en cada personaje femenino, en cada página la pensaba, me distraía fantaseando, imaginándonos paseando de la mano en las ciudades en que se desarrollaba la historia, y debía retroceder páginas y páginas para volver a concentrarme en el relato y volver a fantasear, a perder el hilo, a pensarla, porque la amaba y no podía sacármela de la cabeza, porque la amé como nunca volveré a amar a nadie, porque se convirtió en mi vida de tanto que la amaba y porque ya ni mi vida me importaba cuando pensaba en ella.

Así la amé. Por eso la odiaba. Y la amé y la odié más cuando la tuve, cuando se hizo alcanzable, cuando me ofreció la oportunidad de ser feliz. Porque sólo con ella podría haber sido feliz, sólo esa oportunidad tendría en la vida de serlo, lo sabía. Lo supe entonces, cuando me dijo que ella también me amaba, lo supe porque jamás me había sentido tan feliz, lo supe y lo sabré por siempre, porque nunca volveré a ser feliz, nunca tendré otra oportunidad, nunca amaré a alguien tanto como a ella la amé.

Yo también podría haberla hecho feliz. Nunca se lo dije, porque la odiaba. Pero lo sé. Podría haberla hecho feliz, inmensamente, como me dijo un día que lo era cuando estaba conmigo. Así de feliz podría haberla hecho todos los días del resto de nuestras vidas. Pero no nací para eso. No nací para amar, menos para ser feliz. Definitivamente no para hacer feliz a alguien más. Y por eso la odiaba.

Nunca pude decírselo, que la odiaba, jamás. No me atreví. Que la amaba, sí, se lo dije muchas veces, cada vez que lo sentí, que me nació, y fueron muchas, cada vez que pude se lo dije. Creo, de hecho, que fue lo que más le dije. Y era cierto, tan cierto como que la odiaba, precisamente por amarla, pero no se lo dije. Ni siquiera se lo demostré. Sólo le demostré mi amor, con besos, con abrazos, con regalos, con paseos eternos en el parque, en la playa, con noches intensas de amor y de promesas, así se lo demostré, con la intensidad con que la odiaba la amé tantas veces que la convencí de que la amaba y la hice amarme tanto como la odiaba yo.

Fueron los días más felices de mi vida. ¡Oh, cuánto la odié!, la odiaba cuando se iba, cuando me dejaba solo, pensando en ella, la odiaba en cada llamada que no contestaba, en cada llamada de ella que no llegaba, la odiaba en sus fotos, en esas fotos en que se veía feliz sola, feliz conmigo, cuando me acompañaba, en cada llamada mía que contestaba, en cada llamada de ella, la odiaba. La odiaba cada vez que le decía que la amaba y cada vez que ella me lo decía. La odiaba, como nunca he odiado a nadie ni volveré a odiar, porque nos amamos, la odié.

Era un ángel. Hermosa, la mujer más hermosa que he visto en mi vida, la más simpática, la más graciosa, la más amable, la más inteligente, la más apasionada. Su piel, ¡ah!, su piel era la más tersa que nunca he visto, la más suave, su aroma era una delicia, como su boca, como sus besos, como sus ojos era perfecta. Perfectamente odiable.

Nunca debió amarme. Ese fue su peor error. Nadie se lo advirtió, tampoco yo. No tenía por qué, después de todo la odiaba. No tanto por amarla como por amarme ella. La amé y la odié conjuntamente y sin confundir jamás el amor y el odio, dos sentimientos que nacieron juntos y avanzaron sin toparse como las líneas de los rieles, así crecieron ambos y murieron ambos, cada uno por su lado, como debía ser con nosotros, porque ella me amaba y yo la odiaba, la odiaba y la amaba a la vez, por eso no podía ser, y porque no podía ser la odiaba, la odiaba por amarme y porque me amaba y por odiarla también la odiaba y tal vez por lo mismo la amaba.

Lo nuestro nunca debió ser. Jamás, porque siempre debió terminar así, como terminó. Estábamos destinados ambos a amarnos y yo, además, a odiarla y hacer terminar esto así, como terminó, porque lo nuestro estaba destinado a terminar así, no podía ser y a la vez debía ser para que terminara así, como terminó. Fue un error que nunca debió cometer pero que cometió porque debía ser así, amarme, odiarla, amarla, todo fue un cruel error del destino cruel que quiso que erráramos porque así debía ser, para que terminara así.

Así, como terminó, esa noche calurosa de principios de Enero, de una luna llena tan bella que podría haber hecho arrepentirme de odiarla, una noche tan estrellada que podía haberme hecho claudicar, como casi lo hizo cuando nos besamos en la cubierta, en medio de la inmensidad del mar, el mar inmenso que no es un lugar porque es infinito, de ese mar profundo cuyas profundidades jamás conoceremos. Ahí, perdidos en la nada, pensé por un instante en desertar, cuando acariciaba su cabello, cuando me sonreía, allí, acostados sobre la cubierta, cuando la miré a los ojos y vi en ellos el reflejo del cielo estrellado, ahí, en ese instante, pensé amarla para siempre, odiarla para siempre, hacerla feliz y ser feliz a la vez con ella para siempre en nuestro amor y mi odio infinitos.

Pero no lo hice, no renuncié, porque así debía ser, porque así debía terminar. Esa noche calurosa de principios de Enero debía terminar y terminó de hecho porque así debía ser. Esa noche feliz y terrible, terriblemente feliz y felizmente terrible, en que la llevé al mar para amarla como un loco y como un loco odiarla y hacer terminar esta locura de amores y odio como debía terminar esa noche calurosa de Enero en que nos perdimos en la inmensidad del mar, en medio de una noche de luna llena y cielo estrellado.

Esa noche terminó. Linda noche esa. Una linda noche con un final horrible porque así debía ser, un horrible final debía tener esa linda noche, tan linda noche esa que sólo la belleza de ella podía opacar esa belleza nocturna que debía ser escenario de un horrible final, porque así debía ser, así debía terminar esa linda noche en que nos perdimos para embriagarnos, para amarnos, para embriagarnos de amor y perdernos en la noche. Allí la llevé, al mar, la subí al yate más lindo que encontré en el muelle, uno de esos motorizados que hasta velas tenía, un yate grande y elegante con pretensiones de velero, pretensiones de refugio romántico en una noche horriblemente hermosa con pretensiones de ser perfecta.

Pretensiones era todo lo que teníamos, sólo eso y nada más. Siempre fue así. Ella pretendió hacerme feliz y enamorarme perdidamente y para siempre y hacerme feliz para siempre y para siempre amarme perdidamente. Y casi lo logró. Casi, porque nunca supo que la odiaba, la odiaba por amarme y por amarla la odiaba y por pretender enamorarme y por lograr enamorarme y por enamorarse de mí y pretender enamorarla y por hacerme pretender enamorarme la odiaba y la amaba y porque esto debía terminar así, como terminó, la odiaba también.

Y la amé y la odié esa noche como nunca antes había amado y odiado. Esa noche, cuando pasé por ella, cuando toqué a su puerta y ella la abrió y me sonrió, cuando la vi más hermosa que nunca, más feliz que nunca, cuando se abalanzó sobre mí y me besó el cuello la amé, y la odié.

Le había dicho que esa noche sería perfecta, le había pedido que se pusiera ese perfecto y largo vestido negro ajustado que la hacía ver perfecta de tan perfecto que le quedaba. Le había dicho que tenía algo que decirle, que tenía una propuesta que hacerle. Le había regalado ese collar de perlas que ella adoró, y que junto a ese vestido negro la hacía ver perfecta, perfectamente hermosa, la mujer más hermosa en la noche más hermosa camino al destino más horrible que un hombre que odia puede planear, que un hombre que ama puede jamás imaginar sin desgarrarse el alma de dolor, de un dolor infinito como infinito era mi amor y mi odio, como infinito es el mar y el cielo estrellado que se reflejaba en él esa noche en que todo terminó, como debía terminar.

Me pidió pastel de jaibas. ¡Pastel de jaibas!, le ofrecí lo que quisiera y ella eligió pastel de jaibas. Reí. Siempre reía con sus respuestas, tan inesperadas, tan ingeniosas, llenas de ternura llegaban a ser sus respuestas de niña, dulces, rayando en lo inocente, tan linda era, tan linda, cuánto la amé, ¡cuánto!, cuánto la odié.

Creo que ese día fue el día en que más la pensé. Casi no pude dormir la noche anterior de tanto pensarla. Me levanté feliz. Felizmente enamorado. Enamoradamente lleno de odio me levanté ese día, el último, el día final, el día del final, del final horrible que tuvo la noche de ese día porque así debía ser.

Salí temprano a recoger mi traje a la tintorería, sonriendo, tan feliz estaba que la chica que me atendió sospechó de inmediato que esa noche andaría en plan de romanticismo. Hubiera sabido ella la causa verdadera de mi felicidad. Hubiera sabido ella, ellas, la causa. No lo sabían, no podían saberlo, no debía ser así porque así debía ser, así de ese otro modo, debía ser, es el destino, porque debía terminar así, como terminó.

Retiré también la sortija en la joyería. Una sortija bella y elegante que otra chica, la de la joyería, me ayudó a escoger luego de haberle descrito cómo era ella, mi amada, mi odiada. La mandé a grabar con nuestras iniciales. Con la fecha, bajo nuestras iniciales. Con dos corazones a cada costado de nuestras iniciales, sobre la fecha. Dos corazones, uno lleno de amor y otro lleno de odio. Eso, claro, no lo sabía la chica de la joyería. No podía saberlo, porque así debía ser.

Así debía ser y así fue. Con sortija y todo. Efímera sortija que haría feliz a su dueña un instante efímero. Unos segundos fugaces. Así debía ser. Porque si sólo la amara no hubiera sido así, hubiera sido una sortija eterna que hubiera hecho feliz eternamente a la enamoradiza descendencia de nuestro eterno y feliz amor. Si sólo la odiara no habría existido siquiera una sortija. Pero la amaba y la odiaba y por eso hubo sortija, aunque fuera fugaz. Así debía ser.

Así debía ser, y así fue. Pasé por el restaurant antes de pasar por ella. Retiré los platos de pastel de jaibas en sus envoltorios herméticos y pedí unos pares de pinzas, pinzas de jaibas para adornar los platos, para poner tal vez la sortija en una de ellas, “esta sortija” le dije a la chica del restaurant, que me felicitó y me regaló una botella más de vino, tres botellas me llevé ese día, “si no le cabe en la pinza la puede poner en el corcho” me dijo, “o en la copa” le dije, “eso es muy peligroso” me dijo, “puede ponerla en una vela, mire esta vela, se la regalo, enciéndala cuando llegue el momento, haga como que se le olvidó encenderla antes, sorpréndala, tal vez no se dé cuenta de inmediato, actúe naturalmente, no le diga, para que sea sorpresa, porque en la copa es peligroso, no queremos que la noche termine mal” me dijo, “que algo salga mal” me dijo, “no querrá enviudar antes de casarse” me dijo. Supiera ella.

Y pasé también a revisar el yate antes de pasar por ella. Allí el dueño me esperaba, con la llave en las manos. Acababa de limpiarlo y estaba perfecto, me hizo unas indicaciones y me ayudó a preparar la cubierta para que todo estuviera listo. A él también le mostré la sortija, y también me felicitó. Me mostró un tabique que sobresalía en el tallado del timón y me aconsejó dejarla ahí, dijo que era romántico, que ya otros lo habían hecho, llevarla al timón, decirle que condijera un rato, tomar sus manos, llevarlas al tabique. Se lo agradecí.

Antes de pasar por ella guardé la sortija en mi bolsillo. Ya todo estaba planeado como debía ser. Eran casi las nueve. Puse un disco de Julio Iglesias en el auto, porque sabía que le gustaba. ¡Julio Iglesias!, me lo dijo una noche en que le pregunté cuál era su cantante favorito, y reí. Esas respuestas suyas, tan linda que era.

Ella no sabía dónde íbamos, era sorpresa, y se sorprendió, gratamente, cuando llegamos al muelle. Me dijo que era la embarcación más linda que había visto en su vida y probablemente así fuera, porque era perfecta. Todo era perfecto en esa noche perfecta, todo. Ni en mis mejores fantasías, ni en las mejores, y vaya que fantaseé desde que supe cómo debía terminar lo nuestro, ni en las horas eternas en que planeé los detalles, y vaya que pasé horas planeándolos, ni en mis tantos sueños impacientes por esa noche, nunca, había imaginado tanta perfección.  

Todo era perfecto esa noche, la misma noche, era perfecta. Ella era perfecta, vestía perfectamente, olía perfectamente, caminaba y sonreía perfectamente. Perfectamente caía su cabello sobre sus hombros perfectos. Perfecta. Perfectamente odiable era ella esa noche y por eso la amé en cada instante, en cada momento la amé, en cada segundo de esa noche terrible. 

La llevé al timón, tomé sus manos y le besé el cuello y le enseñé lo que hace minutos había aprendido, como si fuera un experto le enseñé, así, como debía ser, mientras reíamos y nos perdíamos en la inmensidad de la noche, en la inmensidad del mar, en la inmensidad de nuestro amor y mi odio en esa noche inmensamente feliz, perfectamente infeliz, terriblemente inmensa en el odio y en el amor.

Allí, lejos de todo, en medio de la nada, allí como debía ser nos detuvimos para comer, para acostarnos en la cubierta a comer pastel de jaibas y beber vino, para acariciarnos mientras veíamos el cielo estrellado, en el vaivén constante del alta mar, allí como flotando en las nubes derrochamos amor esa noche, esa noche perfecta, allí la amé, allí nos amamos y la odié, por última vez.

Me dijo que era la luna más bella que había visto jamás. La más bella, sin duda. Me lo dijo mirando al cielo mientras yo la miraba a los ojos, me lo dijo mientras le acariciaba el cabello, me lo dijo sonriendo mientras yo observaba el reflejo de la luna en sus ojos, el reflejo del perfecto cielo estrellado reflejado en sus ojos, mejor reflejado en ellos que en el mar inmenso, tan inmenso y tan profundo que ni siquiera es un lugar, un lugar como sí lo eran sus ojos, inmensos y profundos cuando reflejaban la luna, el cielo estrellado de esa noche perfecta.

Eso me dijo, eso y no alcanzó casi a terminar de decirlo cuando me abalancé a ella para darle el beso más tierno que he dado, que daré en lo que me resta de vida, el beso más lindo, el más dulce y más lleno de amor que nunca una pareja de enamorados habrá dado jamás. ¡Oh, qué beso!, el beso más sincero que he dado, el más sincero que he recibido en mi vida, el más hermoso beso de la mujer más hermosa. Un beso perfecto, tan perfecto que me hizo dudar. Dudé de todo en ese instante mágico en que mis labios sintieron los suyos, como tantas otras veces los sintieron pero nunca como en ese beso, en ese beso maravilloso que me hizo dudar de todo, de todo menos de amarla dudé en ese instante sublime y embriagante en que la besé.

Pero fue sólo un instante, sólo un momento, lo que duró el beso y nada más dudé, porque así debía ser, así debía terminar y no podía dudar, por eso la tomé de la mano y la llevé a la proa, todo debía salir perfecto y ese era el momento, el momento perfecto. Me arrodillé ante ella y saqué la sortija. Se llevó las manos a la boca sorprendida, emocionada, rió mientras se secaba un par de lágrimas, ¡oh, hubiera sabido ella cuán extasiado estaba yo en ese momento, cuánto latía mi corazón al sentir cercano el final, el final que debía ser!

Ella no dudó. Ni un instante dudó ella, me dio el sí de inmediato y de inmediato me levanté yo para poner la sortija en su dedo, en su dedo perfecto de su mano perfecta, perfectamente suave era su mano perfecta que tomé con fuerza en ese momento, antes de abalanzarme sobre ella nuevamente para besarla, besarla otra vez apasionadamente, besarla con furia, lleno de odio la besé por última vez mientras sostenía con fuerza su brazo, con fuerza la sostuve y la solté con fuerza cuando la empujé al agua, cuando la dejé caer a su suerte en medio de la inmensidad del océano, lejos de la ciudad, iluminados sólo por la luna y el cielo estrellado de esa noche perfecta en que nos amamos y la odié, en esa noche terrible en que todo terminó como debía terminar.

Así como terminó, así debía terminar. Así debía ser. Ella debía caer al mar, sumergirse unos segundos y salir a la superficie confundida, pensar que había sido un accidente, reír, imaginar que saltaría también, imaginar que era todo un juego, debía ser así, debía costarle mantenerse a flote, moverse dentro de ese largo y ajustado vestido negro que le quedaba perfecto, debía sentir frio, llamarme,  gritar que no era gracioso, así fue, como debía ser, perfectamente debía salir todo como era el plan, el cruel plan del destino. Debía ser así, debía gritar mi nombre, suplicar que la ayudara mientras yo la miraba indiferente desde el yate, así debía terminar, desesperarse poco a poco, tragar agua, mover sus brazos cada vez más torpemente, gritar, gritar inútilmente pidiendo auxilio mientras se hundía y salía a flote cada vez con más dificultad, gritar inútilmente en medio de la nada, en medio de la inmensidad del océano en que se perdían sus gritos, confundidos con el sonido del motor del yate que encendí cuando vi que todo salía como debía salir, como debía ser, que esa noche terminaba como debía terminar, con esa seguridad la dejé atrás, gritando mi nombre la dejé cuando avancé a toda velocidad hacia las luces lejanas de la ciudad, porque así debía ser.

Así debía terminar. Porque nunca debió comenzar, debía terminar así. Porque no se puede amar tanto a una mujer, porque no se puede odiar tanto, porque odiar y amar tanto no se puede, lo nuestro nunca debió ser. Porque no se puede pensar en alguien el día entero incluso cuando se lee un libro, porque no nací para amar ni para ser feliz y menos para hacer feliz a alguien más debía terminar así, como terminó.

Y terminó. Al fin terminó. Ya no está y por eso no puedo amarla ya, ni odiarla ya. Se fue para siempre y nunca volverá. No tengo siquiera un lugar para llorarla y por eso no la lloro. Ha pasado un año en el que no he derramado una sola lágrima por ella, un año en el que nadie ha derramado una lágrima por ella, porque no la han encontrado, y nunca la han buscado tampoco hasta donde he sabido y he querido saber. Tal vez algún día lo hagan. Siempre fue volátil y creo que no tenía quién la extrañara, nadie más que yo, y yo no la extraño, no tengo siquiera un lugar para extrañarla. No he vuelto a navegar y aunque lo hiciera, nunca podré encontrar el lugar exacto en que se perdió. El mar es inmenso y por lo mismo no es un lugar. No para mí, que siempre me ha gustado la precisión, la perfección, la exactitud, y un lugar es un punto exacto, determinable en coordenadas, ubicable entre paralelos y meridianos, relacionable con algo, un punto único y reconocible como no existen en la inmensidad del océano.

Y ya no la pienso. Al menos no como antes. La última vez que soñé con ella la soñé siendo devorada por jaibas. Un sueño perturbador que no me perturbó. Me dejó pensando, debo reconocerlo, desde hace meses me dejó pensando ese sueño, pero no pensándola sino pensando en el sueño y no por ella ni por perturbador sino por curioso. Es curioso el hecho de que fueran jaibas las que se la comieran, curioso básicamente porque esa noche comimos jaibas, lo único, de hecho, que comimos esa noche, que comió ella, fueron jaibas. Y si las jaibas se la comen, comen finalmente jaibas. El canibalismo de las jaibas, eso me dejó pensando.

Y tanto he pensado en eso que hasta se lo comenté a un amigo, uno que sabe de estas cosas, no de sueños sino de jaibas, de mar y de sus criaturas sabe mucho y por eso le consulté si existían jaibas caníbales, y me respondió que era absurdo pensarlo siquiera. Y muy absurdo será pero sólo en eso pienso, es eso lo que ocupa ahora mi mente, eso desde que ella dejó de ocuparla. Sólo pienso en jaibas y tanto pienso en ellas que me han dado unas ganas locas de comerlas. Así que voy al mercado a comerlas y como jaibas mirando el mar. Es como cerrar un círculo perfecto. Si las jaibas se la comieron y cometieron canibalismo, cometo yo canibalismo comiéndome las jaibas. Y aunque sé que ese círculo es absurdo y es absurdo mi canibalismo y el canibalismo de las jaibas, no es menos absurdo que amar. No es menos absurdo que odiar. No es menos absurdo que amar y que odiar, a la vez.


miércoles, 15 de agosto de 2012

Gracias


Estimados lectores.

Cuando creé este espacio, hace poco más de un año, tomé la decisión de no publicar aquí nada que no fuese literatura. La única entrada que escaparía a esta norma sería la primera, cuyo título estaría en minúsculas y en la que decidí presentarme en dos párrafos, de tres líneas.

Es que siempre he sido amigo de las letras, pero nunca de las autorreferencias. Bueno, tal vez un poco. Curiosamente lo que acabo de escribir es una autorreferencia evidente. La vida está llena de contradicciones. Y de sorpresas.

Por eso no me sorprendo al contradecirme hoy, escribiendo esta carta, la segunda excepción a una regla que tal vez no siga cumpliendo. Después de todo, la rebeldía es mucho más literaria que la obediencia.

Y hoy, más que nunca, tengo algo que decir.

El Eterno Antagonista me ha dado en el curso de este año de existencia un cúmulo de bonitas sorpresas. Me reconcilió definitivamente con las letras, especialmente con los cuentos, muchos de los cuales me abandonaron para siempre en un dispositivo de archivos que un día desapareció. Me hizo desempolvar papeles añejos y sonreír con la ingenuidad de la adolescencia, en la que los errores ortográficos y de redacción me acompañaban constantemente. Es curioso lo que hacen los años, lo que se lleva la madurez. Hoy no dudaría en permutar mis avances en gramática por la creatividad de aquellos días.

El Eterno Antagonista me mostró, además, un mundo más amplio del que conocía, en que otros, como yo, desenvainan su pluma por el sólo placer de escribir, sin más ambiciones que la de convertir un papel vacío en una historia. Y en un ambiente lleno de pretenciosos en busca de adulaciones, eso es una gran sorpresa.

Sinceramente, las letras nunca han sido mi carta de presentación. Más de alguna vez alguien me ha reprendido por eso, por no tomarme más en serio algo que al fin y al cabo es un arte. Arte, una palabra tan pequeña y que sin embargo abarca tanto. La vida me llevó por caminos distintos, hacia ambientes más fríos, en que el arte es fortuito. Una botella de vino que se descorcha a veces, siempre en un contexto determinado, para amenizar una conversación, demostrar “cultura” en una cultura que paradójicamente ve al artista como un bicho raro, un excéntrico que crea, que cree, que despega sus pies del suelo para volar en lo ficticio, en la magia que no existe, nada más que una ilusión creada por siete diosas griegas perdidas en la decadencia de la bohemia.

Yo no lo creo. Soy de los que respetan tanto al arte y al artista,  que tal vez precisamente por eso sienta cierto pudor al definirme como tal, y sin embargo no al mostrar lo propio, no al liberar las historias que de mi imaginación saltaron al papel y que jamás dejarán su inercia si es que otros ojos no se nutren de ellas. Y para eso, precisamente, creé al Eterno Antagonista. Como un acto de humildad y, aunque parezca contradictorio –la vida, llena de contradicciones- también de generosidad. Así, sin pretensiones de aplausos ni de lucro, sin grandes miedos y por sobre todo, sin grandes esperanzas ante la crítica, me lancé a la aventura de compartir. “Compartir”, es tal vez la única palabra en que se funde la humildad y la generosidad.

Tengo la suerte, y la necesidad, de escaparme a veces de esos círculos en que decidí desenvolverme, y sumergirme en aquellos otros en que crecí. Es que entre bichos raros, definitivamente, me siento más cómodo. Ese mundo en que mi padre, para quien la música es como el aire, decidió que tenía que vivir mi niñez. Una niñez en que el teatro y las baquetas eran tan importantes como las ciencias y las humanidades, una niñez que me dejó amigos para quienes el talento sí importa. Músicos, dibujantes, actores, pintores, poetas, fotógrafos, escritores, como yo, que no soy uno más, sino uno más de ellos.

Y aquí, en la web, gracias al Eterno Antagonista, he conocido a muchos más de nosotros. Es que este mundo –el de la red- es quizás lo más cercano a la magia, esa que tanto nos gusta a los escritores. Tal vez, lo único capaz de derribar fronteras, superar lo superficial y lo inmediato para mostrarnos un camino gigante y repleto, en que podemos caminar sin miedos, en que podemos encontrar a esos pares que en otras partes de este mundo –el real- tan grande en apariencia, hacen lo mismo que nosotros, buscan lo mismo que nosotros, nos buscan, los encontramos, nos encuentran, nos encontramos.

Aquí he encontrado a Luis, talentoso y entusiasta, al otro lado del continente, mirando un océano distinto. Y como él a muchos otros, humildes y generosos, que navegan en este universo virtual que parece infinito, y en el que deciden, humilde y generosamente, detenerse a leer lo que nombres desconocidos, anónimos, sin garantía alguna de calidad, han decidido compartir. En este universo infinito en que -¿hay algo más mágico?- conviven grandes y pequeños, y en el que -¿hay algo más humilde y generoso?- deciden visitar a los pequeños.

Cuando me informaron que había recibido el honor de ser nominado al premio B de Letra Digital Uruguay, que Luis creó en su afán constante por hacer de su espacio un lugar de encuentro de las letras noveles hispanoamericanas, tomé la noticia con gran alegría y muy orgulloso. Al leer a los demás nominados, y ver en ellos mucho talento, decidí también aceptar el honor de competir, con responsabilidad. Nunca me interesó demasiado participar en concursos, pero este era distinto. Lo era porque no había un gran premio económico involucrado, porque no habría espacios en los diarios, ni autoridades sonriendo junto a uno en la fotografía, ni un jurado de renombre, ni promesas de ser publicado. Y eso lo hacía un premio inmensamente valioso. Un reconocimiento de mis pares, aquellos que comparten su talento en espacios como el mío –tal vez mejores, debo reconocer- de aquellos que se dieron el tiempo para entrar a mi blog, para leerme, para comentar, para seguirme –sin esperar la reciprocidad de este ingrato y perezoso personaje perdido en una ciudad imaginaria-, de aquellos que no me conocían, que conocían a Luis, y que se dieron el tiempo de pasar y leerme antes de votar. De mis compañeros nominados que pasaron por cada uno de los blogs para elaborar su voto exclusivo. Un concurso internacional que no se convertiría en una guerra de embajadores. En que el voto sería sincero y no un acto de patriotismo. Un concurso de verdad.

Por eso no hice campaña, más allá de informar en mi blog que estaba nominado e insertar un banner. No lo publiqué en facebook solicitando apoyo a mi familia ni a mis amigos. Un par de veces, creo, twittié que participaba y solicité que me leyeran y que me votaran, sólo si creían que lo merecía. A un par de amigos, que me visitan cuando pueden, y a quienes pensé que querrían saberlo, les conté de la nominación y sé que me votaron. Y eso fue todo. Decidí no actualizar mi blog hasta saber los resultados, nada de sacar mis mejores ideas, publicar nuevamente cuentos exitosos ni encerrarme a desplegar todo mis esfuerzos en una nueva historia.

Quería ganar, no lo niego. Pero quería ganar limpio, por respeto a mí, a mi espacio, a Luis, a mis compañeros nominados y especialmente, a aquellos que me votaron porque creían sinceramente que lo merecía. Y gané. Lo digo inmensamente orgulloso, francamente emocionado y honrado, sinceramente agradecido.

Gracias, por demostrarme con este premio que lo que hago no es en vano. Gracias, por recibir y valorar lo que comparto. Gracias por compartir conmigo su trabajo. Gracias por su tiempo, sus comentarios, sus recomendaciones. Gracias por sus críticas, sus aportes y sus felicitaciones. Gracias por su voto, y aunque parezca contradictorio, gracias también a aquellos que no me votaron, por su sinceridad. Gracias por la sorpresa, gracias por la humildad, gracias por la generosidad.

Hoy, que recibo este reconocimiento, y que valoro inmensamente por las razones confidenciadas, agradezco a la vida que me regaló un entorno de talento, para desarrollar –hoy lo digo convencido- mi propio talento. Agradezco a la vida por darme la oportunidad de conocer y valorar el talento de otros. Agradezco al mañana por la oportunidad imperativa –que bonita contradicción- de mejorar cada día como escritor. Agradezco a las letras por hacer la vida más llevadera.

Gracias, especialmente, a Luis. Gracias por tu linda iniciativa. Haz hecho algo grande, no sabes cuánta alegría eres capaz de regalar. Gracias por tu espacio, por tu constancia, por tus esfuerzos por unir a los amantes de la literatura.

Gracias a todos, por este premio que recibo contento y que exhibiré orgulloso en un lugar especial, de aquellos destinados para los recuerdos felices, para los regalos de los seres más queridos. Sepan, amigos míos, que cada vez que lo mire no podré pensar en otra cosa que no sea la palabra que titula esta entrada: Gracias.

El Eterno Antagonista.

miércoles, 20 de junio de 2012

DE UNA Y MEDIA A DOS Y UN CUARTO.


El profesor Leopoldo Figueroa es un buen tipo, me cae bien. Se nota que nos quiere, especialmente a mí, y que se esfuerza en hacernos aprender. Tiene vocación, se le nota, lo que es una lástima considerando que todos en el curso somos unos casos perdidos, especialmente yo. Yo, especialmente. Y no debería ser así, no sólo porque el Profesor Figueroa hace un excelente trabajo, sino además porque me encanta su asignatura, comprensión lectora. De hecho, creo que leer es lo único que realmente me gusta hacer, y no sé por qué, pero en su clase nunca leo lo que nos da. Debe ser por el horario, la última hora del viernes estoy ya muy cansado, o tal vez simplemente porque soy un caso perdido.

De todas formas mi actitud con él no se justifica. No se justifica mi actitud con él, por un lado, porque me gusta leer y por otro, porque el viernes es el único día en que salimos temprano de clases, a la una y treinta –precisamente porque estamos muy cansados- y como no hago nada, termino saliendo a las dos y un cuarto, como todos los días, lo que tampoco se justifica porque en esos cuarenta y cinco minutos que paso solo con él en la sala, tampoco hago nada. Y no es que el profesor nos pida estudios como los de la Universidad de Staffordshire, que deben ser muy buenos, creo, en realidad no la conozco, parece que no existe, tal vez la inventé. El punto es que lo único que nos pide es que sinteticemos artículos de revistas y ni eso soy capaz de hacer.

Así que creo que el Señor Figueroa no se merece esa actitud de mi parte. No se la merece. Además porque es el único profesor al que admiro, creo. No sé por qué. Debe ser porque se preocupa por nosotros, o tal vez por lo inteligente que es. Sí, debe ser por eso, porque es inteligente, mucho más que yo, por lo menos. Eso creo. No sé por qué. Tal vez por ese artículo que leí en alguna parte y que decía que estadísticamente los calvos son más inteligentes que los que no lo son. Recuerdo que era muy interesante, recuerdo, pero no sé donde lo leí. Quizás lo vi en un documental, o lo soñé. Sí, lo soñé. Eso creo.

El asunto es que Don Leopoldo me da un poco de pena. Está solo. La vieja de química estaba casada con él, pero lo dejó. Odio a esa vieja, no sé por qué. Tal vez porque estaba casada con Figueroa y como lo dejó, ahora está solo. Pobre viejo, lo único que hace es inspirar pena, al menos es lo único que me inspira a mí. Especialmente por su voz, la voz de un anciano bienintencionado a quien la vida ha tratado mal. Me da pena cuando habla, como hoy, cuando me dijo “Salazar, parece que tendrás que quedarte después de la hora de salida, hasta que termines, lo lamento” y yo le respondí “Así parece profesor, pero no importa, no lo lamente”.

Y no sé por qué le dije que no lo lamentara, porque ya son la una y treinta y ocho y no he hecho nada. Nada. Y nada voy a hacer hasta las dos y un cuarto, así que debería lamentarlo. Eso creo. Eso creo que le dije, “no lo lamente”, pero no estoy seguro. Seguro, no estoy.

Sucede que las cosas que nos da para leer son muy aburridas. Por eso peleo con él. O al menos peleamos el viernes pasado, o yo peleé con él, no sé, no me acuerdo. Me acuerdo que me dio pena esa discusión, eso creo. Siempre me dan pena. No sé por qué discuto con él todos los viernes, tal vez porque las cosas que nos da para leer son muy aburridas. Hoy por ejemplo, ni siquiera he leído el título del artículo que nos pasó. Debe ser aburrido. “Estadísticamente, los calvos son más inteligentes que los que no lo son”. Bah, tenía razón. Es aburrido. Así que no lo voy a leer. No leeré nada. No he leído ni una sola línea y no la leeré. Debe ser muy aburrido. Excepto el tercer párrafo, que habla de un estudio de la Universidad de Staffordshire, que nunca había escuchado pero que imaginé con una fachada tricentenaria de ladrillos envuelta completamente en una enredadera. Como una fotografía. Me encanta la fotografía. De hecho, creo que ver fotografías es lo único que realmente me gusta hacer, y no sé por qué, pero no hacen clases de fotografía.

Si el Leopoldo, como lo llamamos, fuera profesor de fotografía, no le tendría tanto asco a su clase. Terminaría los análisis que nos hace hacer a la hora que corresponde, tal vez más temprano incluso, no sé. Por lo menos más temprano, eso sí. No me quedaría como hoy, después de la clase, pensando estupideces a esta hora, la una y cincuenta minutos. Mis compañeros ya deben estar llegando a sus casas. Eso creo. Por lo menos camino a sus casas. Pero no sentados en el salón vacío, como yo, por culpa del pelao Figueroa que como igual debe salir a las dos y un cuarto me obliga a acompañarlo para no cagarse de aburrimiento solo.

Lo odio. Creo que él también nos odia. No sé, eso creo. Debe ser frustrante tener una vida tan patética como la suya. Nadie lo soporta, es un viejo amargado. Se nota que no le gusta su trabajo, seguro quería ser algo más que profesor, no tiene vocación para esto. Pasa que seguramente no le alcanzó el mate para nada más. Es un poco tarado, al menos más tarado que yo. Nadie lo soporta. Ni la Señora Calderón, la profesora de química, que fue su pareja un tiempo, o eso dicen, creo. Da lo mismo, la cosa es que este viejo de mierda la dejó. Y bien por ella. Es una señora encantadora, no la merecía. La admiro, aunque odio química, a ella la admiro. Es la única profesora a la que admiro, creo. Y la admiro no sólo porque es una excelente profesora, sino además porque fue capaz de aguantar a este muy hijo de puta. Porque estuvieron casados, estoy seguro de eso, y quien se casa con un anciano asqueroso con voz de perro tuberculoso es digna de admiración.

Que rabia. Eso es lo único que me inspira este viejo maricón. Rabia. Lo único que me inspira. Me levantaría de mi asiento para molerle la jeta a patadas ahora mismo pero me expulsarían del colegio. Además recién son las dos y me tengo que quedar hasta las dos y un cuarto. Que rabia. Siempre la agarra conmigo. “¡No hiciste nada, Salazar, te quedas después de clase!”. “¡Me quedo, no me importa, tampoco voy a hacer nada!”. Es así todos los viernes. No me da ni pena pelear con él, es un pelotudo con todas sus letras. Lo único que hace es pasarnos artículos de revistas baratas y pasadas de moda y sentarse a esperar síntesis que ni revisa, creo. A eso se dedica, nunca ha sido ningún aporte a la sociedad y ya no lo será, es un caso perdido, a diferencia de nosotros que tenemos todo un futuro por delante, por eso nos odia, nos aborrece, especialmente a mí, y por eso todos los viernes me restriega en la cara que supuestamente soy un caso perdido con esa vocecita insoportable y me obliga a quedarme hasta las dos y un cuarto haciendo un trabajo que me esforcé toda la clase en hacer y que si no lo terminé es porque ni para síntesis dan esos artículos ordinarios que nos entrega. Aunque a veces alguno que otro es interesante, eso creo, no sé, nunca los leo, detesto leer, no sé por qué, pero no hay nada que deteste más que leer, tal vez la fotografía, quizás.

Las dos y diez. Que lata. Quedan cinco minutos, eso es bueno, aunque ni tanto porque son los más largos de todos, son eternos, pareciera que nunca se acaban. No he hecho nada, ni lo haré. No lo haré, aunque lo haría, algo, no sé, sólo para dejar de pensar en la Universidad de Staffordshire, que es en lo que vengo pensando desde la una y treinta y que no sé por qué se me vino de repente a la cabeza, tal vez la escuché en una película, no me acuerdo, pero quiero dejar de pensar en eso, porque me la imagino como un edificio más viejo que este huevón de Figueroa, cayéndose a pedazos, y me da pena. Debe ser una universidad muy ordinaria. Además pobre. Pobre debe ser, porque los estudiantes que salían en la foto se vestían peor que este viejo desgraciado. Era todo muy oscuro, daba miedo, la foto era en blanco y negro, como las películas mudas, que me encantan, no sé por qué, creo que ver películas es lo único que realmente me gusta hacer. Debería haber una asignatura de cine, sería un alumno aventajado, y sin necesidad de ser calvo, porque supuestamente los calvos son más inteligentes que los que no lo son, según me comentó hoy mi madre en el desayuno, pero no es cierto, porque este infeliz del Leopelotudo es más idiota que la vieja de química y no tiene un solo pelo en la cabeza, tal como el viejo de la foto de la Universidad de Staffordshire, que era como el rector, algo así, no sé, pero que recuerdo perfectamente que también era calvo y llevaba una chaqueta amarilla muy graciosa, como todo lo que había en la foto, gracioso, los colores que eran como coléricos y me hacían reír, creo, no me acuerdo, pero seguramente sí, porque mis sueños siempre me dan risa.

Por suerte quedan sólo cinco minutos, los últimos, se pasan volando. Uno no se da ni cuenta. Cuando pasan los cuarenta y cinco minutos, no se da ni cuenta uno. Cuarenta y cinco minutos desperdiciados. Una completa pérdida de tiempo. Podría haberlos aprovechado para estudiar química, que es lo único que realmente me gusta hacer. Después de todo no estoy cansado. Cansado hubiera estado si me hubiese dado el trabajo de sintetizar esta mierda de artículo que no sirve para nada, o que pienso que no sirve para nada, porque la verdad no leí ni el título. Ni eso se merece este muy hijo de perra que se complace en cagarme la vida haciéndome permanecer en la sala mientras todos se van a sus casas, sólo porque me odia, me odia tanto como lo odio yo, lo aborrezco y me aborrece, nos aborrecemos mutuamente y jamás dejaremos de hacerlo, cada viernes a la una y media, nunca acabará esta guerra que finalmente yo he ganado, porque aunque este viejo decrépito tenga el poder de hacerme perder cuarenta y cinco minutos, no consigue nada más que fastidiarme, tanto como lo fastidio yo que me paso por el culo sus cuarenta y cinco minutos de castigo y no hago nada, nada hago ni haré jamás en su asquerosa clase de comprensión lectora.

-Ya, Salazar, se le acabó el tiempo, ¿terminó su síntesis?

-¡No, viejo concha de tu madre, ahí tienes tu mierda de artículo, no hice nada!

-Bueno, entonces puede retirarse. Hasta el próximo viernes.

-Adiós.

Pobre Figueroa, es un buen tipo. Me cae bien. Eso creo.

miércoles, 30 de mayo de 2012

YA SE LE VA A PASAR.

Como todos los días, Alejandra despertó nueve minutos antes de que sonara el despertador. Saludó a su marido sin salir del todo del letargo, pero no obtuvo respuesta. Se incorporó de inmediato y comprobó que estaba sola. No se preocupó. Volvió a poner su cabeza en la almohada y se quedó mirando los tenues rayos de sol que asomaban a esa hora entre los pliegues de su cortina, acostumbrando sus ojos  a la luz de la mañana, hasta que sintió la alarma. La apagó y se puso su bata, se lavó la cara y limpió los restos de barba que había dejado su esposo en el  lavamanos.

Mientras bajaba la escalera pudo verlo, sentado a la mesa de la cocina, leyendo el diario.

-Buenos días.

-Buenos.

-¿Ya desayunaste?

-Sí, más o menos a las cinco. No pude dormir.

-Te he dicho que no debes tomar café después de la cena.

Sacó una manzana y un yogur del refrigerador, y se sentó frente a él.

-Las malas costumbres a estas alturas de la vida son irremediables- Contestó su esposo. - Tú sigues tomando un desayuno frío como si tuvieras que mantener una figura. Le has quitado a tu marido hasta el placer de llevarte el desayuno a la cama.

Ella sonrió. –De todas formas no lo hubieras hecho- le dijo. Puso cereal en su yogur y le preguntó qué había en la portada del diario, pero él no respondió. Alzó la vista y se vio sola en la mesa. El diario estaba junto a ella, todavía sin abrir. Miró entonces a su costado y vio a Daniela, su hija, apoyada en el marco de la puerta, mirándola con lástima.

-¿Con quién hablabas?

Ella volvió a concentrarse en su desayuno. -Con tu padre- le dijo.

-Mi padre… -contestó Daniela, con el tono de voz de quien le habla a un niño. -¿Y dónde está?

Alejandra no volvió a mirarla. -Ya se fue. Lo has espantado, como siempre.

La joven lanzó un suspiro y miró a un costado, como si quisiera que la voz de Alejandra pasara por su lado sin tocarla. Comprendió que debía repetir otra vez las palabras dolorosas a las que su madre la tenía condenada, en la diaria rutina de recuerdos en que había convertido su vida.

-Madre. Papá tuvo un…

-¡Un accidente!- La interrumpió Alejandra golpeando la mesa. - Hace tres años, lo sé. Estaré loca pero tengo la memoria intacta. Sé mejor que nadie que tu padre está bajo tierra, y aunque quisiera no podría olvidarlo. Como si hubiese sido ayer, tengo presente ese día en cada minuto, no necesitas recordármelo siempre que te apareces a molestarme.

Daniela cerró los ojos unos segundos, como si en tan corto lapso pudiese olvidar las dolorosas palabras de Alejandra. Estaba agotada. Su madre siempre había sido una cruz difícil de cargar y lo era más ahora, que estaba vieja y alguien tenía que cuidarla. -Tú no estás loca, mamá, sólo tienes que asumir lo que pasó. Ver fantasmas por la casa no te hace bien y…

-¿Por qué no me dejas tranquila? Yo sé lo que me hace bien y lo que no. Ver a tu padre es una bendición. Verte a ti, más a estas horas de la mañana, una indigestión. Así que vete y déjame sola, quiero desayunar en paz.

La joven tomó aire para darse fuerzas, y alzó la voz. -No, mamá. No te dejaré sola. Porque soy lo único de carne y hueso que te va quedando en la vida. Papá está muerto y tienes que superarlo. Yo estoy viva y estoy aquí, precisamente para ayudarte a…

-No, Daniela, tú tampoco estás. –Contestó Alejandra mirándola nuevamente. - Tú estás tan muerta como tu padre. Yo misma los reconocí en la morgue el día del accidente. A ambos. Porque tú conducías ese auto, Daniela, con tu padre al lado. Él, por fortuna, murió infartado segundos antes del impacto, con el cinturón puesto. Tú no. Tú saliste volando por el parabrisas y te estrellaste de cabeza en el pavimento. Por eso prefiero desayunar con tu padre, porque está muerto, pero intacto. Tú, en cambio, sigues chorreando sangre de tu cráneo partido.

Daniela palideció. -¡¿Qué dices, madre?!- gritó con la voz quebrada. Alejandra siguió mirándola sin mover un solo músculo de su rostro. -¡¿Qué dices?!- repitió mientras abría sus ojos con espanto, como si una imagen perturbadora la llevara nuevamente a aquella tarde.  Se llevó su mano temblorosa a la cabeza y la encontró húmeda y caliente. Quiso desvanecerse pero el marco de la puerta la sostuvo. Alzó lentamente su mano, sospechando con horror lo que vería, y en sus ojos se reflejó la sangre fresca y espesa que manchaba sus dedos completamente. Con el rostro desencajado de pánico, Daniela abrió la boca para lanzar el grito más aterrador que jamás hubiese lanzado, y que tal vez hubiese logrado erizar a su madre si antes de hacerlo no se hubiese desintegrado, espontáneamente.

-El desempleo.

Alejandra giró su cabeza instintivamente, y volvió a ver a su marido sentado frente a ella.

-Si llegó a la portada la situación es crítica. Con lo fascistas que son los medios de este país, poner cifras rojas en primera página es señal de que la cosa no da para más. No hay caso con este gobierno.

Alejandra sonrió. –No hay caso.- le dijo.

Él dejó el diario en la mesa y se sacó los anteojos. La miró con desaprobación.

-No era necesario ser tan dura con Daniela. Ella no tuvo la culpa de nada.

Alejandra le hizo con la mano un gesto de indiferencia, y volvió a su yogur.

-Ya se le va a pasar…-contestó.

viernes, 9 de marzo de 2012

AMANTES CLANDESTINOS


Jorge repetía varias veces su nombre de fantasía mientras conducía hacia la avenida. No quería que se le olvidara ni que, por un descuido tonto de esos que le caracterizaban, se le escapara de pronto su nombre verdadero y rompiera sin querer la sabrosa magia de lo prohibido.

-Richard Johnson, Richard Johnson, Richard Johnson …

Se detuvo en el lugar indicado y subió el volumen de “extrangers in the night”, la canción previamente convenida. Una mujer esbelta, de pelo negro y vestido ajustado se le acercó. Jorge había decidido no imaginar cómo sería, prefería la sorpresa. Pero quería en el fondo que fuese distinta a su mujer, que tuviese el pelo distinto, que se vistiera distinto, que se moviera distinto. Y la mujer que se le acercaba, era perfecta. Perfectamente distinta.

 -¿Richard Jonson?- preguntó.

 -Sube, Isabela.

Los primeros minutos en el auto fueron silenciosos, tensos, tal vez incómodos. Aunque ambos sabían donde iban y para qué, ninguno se atrevía a romper el hielo. La ciudad parecía moverse al ritmo elegante y melancólico de Sinatra, y parecía también estar sumiendo a los amantes clandestinos en una traviesa aventura que olvidaba la culpa para aferrarse al deseo.

 -¿Te molesta que roce tu pierna cuando cambio velocidades?- Preguntó Jorge, nervioso.

 -No- Contestó ella indiferente –Me gusta.

Ella parecía más atrevida que él. Parecía incluso estar disfrutando más aquel momento. Y a Jorge le gustaba esa personalidad enigmática de mujer experimentada, que le daba a su compañera desconocida cierto aire a dominatriz.

 -Tienes un bonito auto, Richard, debes ganar mucho.

 -Tal vez…

La  verdad era que había recorrido la tarde entera los rent-a-car de la ciudad buscando el auto perfecto. Y lo había encontrado. Era un deportivo rojo con asientos de cuero, el sueño de su vida, aplazado injustamente por los niños, las cuentas, y el horario desgastante de la oficina de seguros.

 -¿Y en qué trabajas, Richard?

 -No rompas las reglas, Isabella. Cuando acordamos el encuentro dijimos que no hablaríamos de nuestras vidas.

 -¿Puedo preguntarte al menos si fumas?

 -Prefiero morir de viejo.

Javiera, la mujer real tras la ficción de Isabella, sonrió. Richard debía ser un médico o un ejecutivo liberal. Muy alejado del prototipo común al que pertenecía su esposo, siempre malhumorado y sin ganas de nada más que no fuese hacer justamente lo que ella más odiaba, fumar.

 -¿Y dónde me vas a llevar, Richard?

 -Donde quieras, Isabela.

Javiera se puso a pensar. Debía ser un lugar nuevo, un ambiente interesante como a Isabela le gustaría, un lugar al que nunca antes hubiera ido, que le hiciera olvidarse de su vida real y que no le recordara a su esposo.

 -Me gusta mucho el Hotel Copenhague, un lugar sofisticado y discreto.

Jorge pensó por un momento que tal vez no le alcanzaría. Pero qué más daba, tenía la chequera y no era el momento de pensar en dinero.

 -Sí, también me gusta. Entonces, al Copenhague.

La pareja de amantes clandestinos llegó a la recepción con paso seguro, simulando ambos conocer el lugar y conteniendo sus miradas de curiosidad. Fueron recibidos como corresponde a personas como Isabella y Richard, y como no estaban acostumbrados Jorge y Javiera a ser recibidos. Recogieron las llaves y fueron conducidos a su habitación, ardiendo en deseo uno por el otro y apoderados por la adrenalina de lo prohibido, Isabella se atrevió a tomar la mano de su compañero y se sintió un poco más segura, el temblor de Richard demostraba que ambos estaban nerviosos.

La habitación era amplia y elegante, el refugio perfecto para dos amantes clandestinos queriendo ocultarse del mundo. Parecía un rincón prohibido de algún palacio pagano. Todo estaba dispuesto para una noche inolvidable. La cama, perfectamente ordenada, como esperando que el desenfreno que desata la pasión profanara su almidonado perfecto. Las ventanas altas, con vista a las luces de la noche urbana, llamaban a reírse del mundo y a sumergirse en la secreta aventura.

 -Prepara unos tragos, Richard. Yo vuelvo enseguida.

Mientras Javiera entraba al baño, siempre con su lento y seductor vaivén que lo volvía loco, Jorge caminó hasta el bar y sirvió dos copas de champaña. Se sacó la chaqueta y la corbata, puso la música adecuada, y se paró frente a la ventana a observar la ciudad. Pensó que los momentos buenos de la vida eran tan fugaces como las burbujas que se escapaban de las copas, que esta noche estaría en mejor hotel de la ciudad con la mujer más hermosa del mundo, y que a la mañana siguiente volvería a despedirse de su mujer con un beso, que subiría a su verdadero auto, iría a dejar a sus hijos al colegio y partiría a su trabajo. Y así, como las burbujas, su noche de amorío clandestino daría paso a su vida real.

 -¿Y porqué vamos a brindar, Richard?

Jorge volteó y estuvo inmóvil por unos segundos. Isabela lucía un sexy baby doll rojo, hermoso per se, pero más hermoso en ella. Isabela sonrió.

 -Brindemos por nosotros ¿te parece?

Jorge no consiguió beber más que un trago, embriagado en la locura de la seducción, tomó de pronto a Javiera de la cintura y la arrojó a la cama. Javiera reía, como si el arrebato de pasión de su compañero fuera justamente lo que buscaba. Las copas rodaron entonces por el piso alfombrado, y fueron cubiertas, poco después, con las ropas de los amantes clandestinos.

Se besaron apasionadamente, despojándose mutuamente de las ropas, que en ese momento no hacían más que estorbar. Javiera hundía de vez en cuando sus uñas en la espalda de Jorge, que sumido en el más sublime de los éxtasis gritaba su nombre sin pudor alguno, como queriéndose convencer de que no estaba soñando.

 -¡Isabela, Isabela!

Así estuvieron durante horas, sólo amándose, sin culpas ni vergüenzas. Hasta que el cansancio los venció.

Los amantes clandestinos se dieron unos minutos. Cada cual en su rincón de la cama, intentaban recuperar el ritmo normal de su respiración. Habiendo sido un solo cuerpo, ahora Richard e Isabela sólo continuaban unidos por sus manos. De pronto, Richard abrió el cajón del velador y sacó algo, Isabela pensó por un momento que podía ser un regalo, pero se decepcionó.

 -¿Vas a fumar?

 -Si, discúlpame pero sabes que después de hacerlo no puedo evitarlo.

Javiera se puso de pie.

 -¿A dónde vas?

 -A vestirme, ya es tarde y mañana tengo que preparar el desayuno temprano, además tengo que hacer  dormir a los niños.

-Pero si los niños están con la María. Además acabamos de llegar.

-Ya rompiste la magia con ese cigarro, Jorge. Además mañana tienes que devolver ese auto temprano. Y yo tengo que lavar este baby doll antes de devolvérselo a la Cony.

-¿Es de la Cony? Menos mal que no me lo dijiste antes.

-Ya te he dicho que no me gusta que critiques a mis amigas. Vístete luego y nos vamos.

Jorge se levantó y se puso su ropa. Richard e Isabella, los amantes clandestinos, se habían ido.

Minutos después la pareja abordaría el auto y partiría a su casa, sin pronunciar palabra. Y así, sin más, volverían a la eterna rutina de sus veinte años de matrimonio.



jueves, 5 de enero de 2012

COMO CRISTO



Nevaba, y en la soledad de la iglesia, arrodillado frente a la enorme cruz que colgaba sobre el altar, Fernando volvía a lamentarse.

No se cansaba de pedir perdón, de buscar un consuelo en su fe, no se cansaba de rezar un rosario tras otro sumergido en su mundo privado, en las herméticas cuatro paredes del frío templo de madera.

Había sido trasladado a esa lejana ciudad, de tan difícil acceso, perdida y olvidada en lo más recóndito del sur, después de que sus superiores tuvieron conocimiento de sus reprochables y vergonzosos actos. Todos creían que llegaría a ser cardenal, incluso algunos de sus más apasionados seguidores soñaban con verlo algún día sentado en el trono papal. Pocos se enteraron, después de su desaparición, que el Padre Fernando predicaba el evangelio en el más inhóspito rincón del mundo.

Fueron varios millones los que la diócesis tuvo que desembolsar para que el escándalo no estallara, el silencio de las familias de las anónimas víctimas, acólitos y pequeños alumnos de catequesis, les había costado caro, según le dijo el Arzobispo a Fernando:

-Arrepiéntase padre, porque esconder ésta vergüenza no es gratis, pero a nosotros nos basta con depositar, y ya está, en cambio a usted, padre, le van a cobrar en el cielo-

Hace ya años que había aceptado su destinación como un humilde siervo de Dios. Ya se había cansado de enviar cartas al Vaticano solicitando un nuevo traslado.

“Estimado Padre Fernando:
Es evidente que para Su Santidad, casos como el suyo le complican sobremanera. Él ha decidido tener misericordia con usted y permitirle continuar su apostolado, tomando en cuenta, considérelo, las recomendaciones de sus superiores en Chile.

No creo que sea necesario, padre, recordarle que en el mundo existen millones de fieles, que le han costado a la iglesia miles de años, esfuerzos y mártires. Comprenderá usted entonces que el Papa, Vicario de Dios en la tierra, tiene asuntos más importantes por tratar, que la situación de un padre de sus características, evangelizando en tierras australes.

Honestamente, padre Fernando, ya deje al Santo Padre en paz, pues como bien sabe, basta  que sus santas manos firmen un simple papel, para expulsarlo de inmediato de la familia del señor.

 Recuerde orar por Su Santidad
Que Dios lo bendiga.”

Había terminado resignándose, y tratando de acostumbrarse al paisaje, a la gente, al clima, y a la soledad.

No le costó mucho ganarse el respeto de la gente en su nuevo hogar. Acostumbraba dar lecciones de moralidad sobre el púlpito, invocar la cordura en sus sermones, y no le temblaba la mano para apuntar a los transgresores de la ley del Señor, en público.

Pero cuando todos habían salido ya de la iglesia, cuando sentía su presencia insignificante en medio de la enorme capilla, volvía a caer en cuenta de la magnificencia de Cristo, y volvía a lamentarse.

-Callar no es mentir, callar no es mentir- se repetía una y otra vez, como queriéndose convencer, encajarse a la fuerza en la cabeza la idea de que no estaba pecando.

 Más que acostumbrarse, más que resignarse, quizás por el frío, quizás por la culpa, al padre Fernando le costaba dormir. Había pensado que podía estar evitándolo involuntariamente, puesto que cada vez que lo conseguía, después de grandes esfuerzos, despertaba agitado, bañado en sudor, escapando desesperado de sus horribles pesadillas.

Soñaba que lo notificaban de su excomunión en medio de la misa, que las dolidas madres que había dejado en la capital atentaban contra él, que los periodistas lo incriminaban en público, y que lo iban a buscar los policías para encerrarlo de por vida. Muy de vez en cuando, en todo caso, tenía sueños hermosos. Soñaba que el pequeño Valentín lo iba a buscar, que se abalanzaba a sus brazos, gritándole con su vocecita de ángel que lo había perdonado, y que le besaba la frente…como Cristo.

Esa era su obsesión, más incluso que su vocación sacerdotal, amaba como nada en el mundo al pequeño Valentín.

Cuando partió de la ciudad, contra su voluntad, hacia ese lugar desconocido del que ni siquiera había escuchado hablar, tuvo que aceptar que no volvería a saber de él, que ya nunca más lo vería, que nunca más volvería a acariciar su piel suave ni a besar sus pequeños labios de infante.                                                                               
   
Valentín era el más pequeño de los niños que había pasado por sus manos, y el más hermoso también. Su piel canela, sus ojos verdes, su cabello rizado. Era igual a Cristo, exactamente igual, le fascinaba como nunca antes otro niño, y con él, como tantas otras veces, había vuelto a quebrantar su voto de castidad.

No era difícil darse cuenta cuando había extraños en la ciudad, el lugar era tan chico que finalmente todos se conocían. De vez en cuando llegaban turistas, o algún grupo de campistas perdidos, a veces llegaban candidatos en campaña cazando votos, a veces sólo expedicionarios curiosos o familias nostálgicas que habían salido de la zona buscando nuevos horizontes. A todos ellos examinaba Fernando con la mirada, para salir rápido si reconocía a algún personaje de su oscuro pasado, e intentando reconocer esperanzado, sin darse cuenta, en los rostros de los niños a su amado Valentín.

Cierto día llegó a la ciudad un barco repleto de gente, según se comentaba, familias enteras que trabajaban para una empresa pesquera, venían con la idea de radicarse para asentar una nueva industria salmonera en la zona, rica en recursos y poco explotada por su déficit poblacional. Entre los recién llegados había varios niños, todos con las facciones poco agraciadas propias de los herederos de una raza precolombina del sector, repudiados por el resto de la sociedad pero célebres por su disposición para el trabajo.

Entre todos había sólo uno que destacaba por su figura atlética y su sonrisa perfecta, un adolescente de no más de diecisiete años, joven, jovial y viril. Era sin duda demasiado mayor para el gusto de Fernando, pero su atractivo no pasaba desapercibido por el religioso, especialmente porque notaba con gusto sus inclinaciones catecistas. Asistía sagradamente a misa, rezaba con fervor cristiano, se ofrecía voluntariamente a leer el evangelio y pasar por la limosna, era todo un ejemplo de creyente compromiso. 

En una ocasión, después de despedir a los fieles, se percató de su presencia orando en medio del santuario. No pudo dejar de llamarle la atención. Era la primera vez que alguien se quedaba después de la misa a hacerle compañía, quizás involuntariamente, en su triste soledad.

-¿Cómo te llamas?

-Jesús, Padre…

Desde ese día Fernando comenzó a pensar en él, a sentir nuevamente atracción hacia alguien, después de Valentín, jamás había latido su corazón con tanta fuerza. Jesús, el joven desconocido, tenía un innegable parecido a Cristo.

Una vez, en medio de la confesión, Jesús le reveló a Fernando que deseaba convertirse en cura. Su relación ya se había estrechado y acostumbraba visitarlo con frecuencia, pasaban días enteros conversando, leyendo la Biblia, orando. Jesús fue convirtiéndose así, tal vez sin darse cuenta, en su fiel discípulo.

-Tendrás que hacer penitencia si realmente deseas ser un pastor, hijo mío, deberás renunciar a ti y aprender el valor de la obediencia para entregar tu vida a nuestro Señor Jesucristo.

-Estoy dispuesto a todo, padre, lo que usted me diga, yo lo haré.

    Una tarde de lluvia le pidió que lo acompañara al bosque, Fernando accedió nervioso, sabiendo que tantos años de abstinencia impuesta, de tanto tiempo sin Valentín, sabiendo que las circunstancias y sus más bajos apetitos lo podían traicionar. Jesús Lo guió entusiasmado entre los altos árboles milenarios, y cuando la vegetación se hizo más densa, más impenetrable, lo tomó de la mano para no perderlo, Fernando lo seguía intrigado, inspirado tal vez con la ilusión del hombre enamorado.

De pronto se encontraron frente a un árbol tirado en el suelo, enorme y hermoso, de fina madera, perfecta para el tallado.

-Lo encontré hoy mientras buscaba un lugar para orar, padre, creo que es una señal. Había pensado en hacer algo para la iglesia, pero no se me ocurría qué, y entonces apareció el árbol. Es Dios padre, me ha iluminado, quiere que haga una cruz para el altar.

El alma de Fernando pareció volver a su cuerpo, rió a carcajadas y alabó la majestuosidad de Dios, se comprometió a ayudarle en el trabajo y juró no revelar el secreto.
   
Así pasaron los días, juntos, solos, trabajando. Sacaron la corteza, dividieron la madera, cortaron, lijaron, pulieron. Fernando se deleitaba al ver a Jesús de torso desnudo, al ver las gotas de sudor recorriéndole el pecho. Verlo cargando los enormes maderos con sus brazos fuertes, le provocaba un placer incomparable, era como ver a Cristo, trabajando en su taller de carpintería…

Cuando la cruz estuvo lista Jesús la cargó por la ciudad armando un alboroto nunca visto, todos quienes lo vieron pasar se sorprendieron por la belleza del trabajo. No fueron pocos los que al principio se escandalizaron al ver el espectáculo, pero cuando Jesús aclaró que era para la iglesia, la gente comenzó a seguirlo en una improvisada procesión.

Intrigado por la algarabía, Fernando salió a observar, y su corazón se encogió como nunca antes cuando lo vio. Cerró sus ojos con fuerza y los abrió luego para convencerse de que no era una visión. Ahí estaba, dirigiéndose hacia él, cargando la cruz, rodeado de fieles, Jesús, igual que Cristo…como Cristo…

Después de ubicar la cruz sobre el altar, Fernando celebró una misa de agradecimiento ante la emocionada audiencia. Cuando todos se fueron, nuevamente quedó solo, con Jesús, contemplando su obra.

-¿No es hermosa, padre?

-Para ser sincero, hijo- le dijo mirándolo a los ojos –Es lo más hermoso que he visto en mi vida.

Fernando no se refería a la cruz, se refería a Jesús, y Jesús lo sabía. Se miraron unos segundos, sin atreverse ninguno a tomar la iniciativa, pero luego, sin poder contenerse, se fundieron en un largo y apasionado beso que sólo tuvo como testigo a la soledad del recinto. Fernando lo tocó sin pudor, poseído por una fiebre irracional que lo liberaba por fin de su largo celibato. De pronto lo soltó, lo contempló excitado y le pidió que lo esperara, Jesús se desnudó mientras él corría a su habitación, allí tomó una sábana blanca para saciar por fin su más secreta fantasía. Cuando volvió pudo verlo, esperándolo, indefenso en su desnudez, bebiendo a grandes sorbos el vino de misa en el cáliz. Entonces lo cubrió, cuidadoso, con un respeto entre grosero y reverencial, y lo volvió a contemplar.

-Así me gusta…como Cristo- le dijo.

Jesús le sonrió, lo acarició con actitud paternal y le pidió que se recostara sobre el altar, Fernando accedió entregado al placer, y en la confianza del amante no pudo prever que apenas acomodado en la fría placa de mármol, recibiría de pronto un fuerte golpe del cáliz en su cabeza.

Años antes había hecho lo mismo, pero en otra ciudad, y con otra persona. Había tomado al pequeño Valentín, prometiéndole que sería como Cristo, cuando apenas contaba éste seis años. Lo había desnudado y puesto sobre la cama de paja del pesebre que adornaba la iglesia. Había contemplado su inocencia unos segundos, mientras el pequeño reía, y luego, poseído por sus irracionales instintos carnales, lo había hecho suyo.

Cuando despertó del golpe distinguió con dificultad la figura de Jesús mirándolo desde arriba, ya vestido, serio, fastidiado tal vez por la espera, pero con una extraña mirada de satisfacción. Intentó levantarse, no tuvo éxito, entonces trató con dificultad pedirle ayuda a su compañero, pero sólo escuchó sus carcajadas.

-Así te quería ver pervertido de mierda, ¿Por qué así te gusta, o no?... “Como Cristo”…

Sólo entonces Fernando se percató con horror de la situación en la que se encontraba. No podía ponerse de pie, no por que le faltaran las fuerzas ni porque el dolor lo inmovilizara, aunque algo de eso había, la espantosa verdad era otra. No conseguía levantarse porque estaba desnudo, en el suelo, clavado a los maderos de la misma cruz que ayudó a fabricar. Entonces miró a su victimario con una extraña mezcla entre arrepentimiento y amor….Era su pequeño Valentín, había crecido, y lo había buscado…para vengarse.

No le fue difícil convencer a sus fieles, en misa, que las heridas en sus manos y pies eran estigmas. Ya no callaba, ahora mentía. Por eso lloraba a mares esa tarde, después de la misa, cuando nevaba, y   arrodillado frente a la enorme cruz que colgaba sobre el altar, Fernando volvía a lamentarse.