domingo, 4 de diciembre de 2011

MILAGRO SIN CONTRAINDICACIONES



En el barrio todos decían que Josefa estaba loca, y tenían algo de razón. Había ido perdiendo poco a poco el juicio desde el día en que su hija murió, atropellada violentamente mientras ella escogía las papas en la feria, cuando se le cruzó por sorpresa al conductor de una camioneta, hace unas décadas atrás.

Decían también que ella había matado a su marido. Pero lo cierto era que él mismo se había colgado, agobiado por las deudas del juego en que se había sumido intentando olvidar el accidente. En todo caso, quienes la pensaban homicida lo hacían con razón. Ya había en ese entonces adquirido el gusto de insultar a la gente en la calle sin motivo alguno y de lanzar furiosas miradas de odio a quien osara dirigirle la palabra. Su temperamento irascible la caracterizó desde el accidente y la sumió en una eterna pelea con su esposo, que la creía responsable de la tragedia. Las discusiones diarias y los golpes, que nunca faltaban, se hicieron escenas cotidianas para las miradas siempre curiosas de los vecinos ociosos.

Cuando se quedó sola, como buscando inconscientemente el estereotipo, tomó la costumbre de criar gatos. Uno tras otro se iban multiplicando con una rapidez sorprendente, y llenando los espacios vacíos de la casa, que tanto le dolían. Ellos –y ella- eran los responsables del espantoso hedor que expelía su refugio solitario.

Nadie la respetaba. Era el hazmerreir del barrio. Los niños traviesos le lanzaban piedras cuando salía a comprar, y ella los perseguía furiosa en una frenética carrera que nunca ganaba, pues siempre se tropezaba en alguna vereda maltrecha, y al levantarse sacudiendo sus harapos y arreglando su cabello canoso, los pequeños demonios, como ella los llamaba, ya se le habían adelantado tanto que no le era posible alcanzarlos.

Fue en una de esas ocasiones, en medio del alboroto, que Natalia se encontró con ella por primera vez. Era una joven muchacha recién llegada al barrio, de corazón dulce y ajeno a los prejuicios locales, se compadeció de ella y corrió a ayudarla, desconociendo la fama que ostentaba su pintoresca vecina.

Josefa la había mirado sorprendida, quizás porque se había desacostumbrado ya al contacto tan cercano con las personas. La había empujado violentamente y luego, sintiéndose extrañamente conmovida, le había explicado nerviosa, y sin saber que otra cosa decir, que no podía dormir. Natalia se conmovió. Ese día surgió su tormentosa relación de amistad, que fluctuaría entre momentos de cariño sobrecogedor e insultos ditirámbicos.

La triste verdad era que Natalia era la única persona que la soportaba. Había hecho caso omiso de las advertencias de sus vecinos, que temían saberla muerta algún día cercano. La visitaba diariamente y se había dado el trabajo de tratar de arreglar su casa, descuidada por años de soledad y locura. A veces Josefa le agradecía con una sonrisa, otras la echaba de su casa gritándole ladrona y lanzándole escobazos. Pero luego, vergonzosa, la invitaba nuevamente, le servía un té sobrecargado y sin azúcar, y con voz temblorosa volvía a explicarle que no podía dormir.

Josefa sabía que Natalia era la única que no la pensaba loca. Había hecho un esfuerzo por comprenderla. Se había convencido de que su insoportable carácter no era más que una forma de alejar a la gente, que evitaba encariñarse por miedo a sufrir cuando murieran, y se había planteado como desafío convertir a su vecina en una nueva persona. Poco a poco su casa se había vuelto más amable, y Josefa ya no la miraba con desconfianza, le había llevado jabón y ropa, para mejorar su aspecto, y ella había accedido agradecida y menos odiosa, quizás porque había vuelto a conciliar el sueño gracias a las píldoras que ella le regaló.

En el barrio se habían sorprendido gratamente del bien que le hacía Natalia a su extraña vecina. La habían visto más limpia, más tranquila e incluso más simpática. De hecho algunos se quedaron boquiabiertos al escuchar el amable saludo de Josefa cuando se la cruzaron en la calle. Los traviesos niños que antes la atormentaban, le habían tomado cierto respeto al verla transformada, y ya no la molestaban. Incluso, en una ocasión uno de ellos, ante la sorpresa de Josefa, se ofreció a ayudarla con las bolsas cuando la vio salir del almacén de la esquina.

Natalia agradecía a Dios todas las tardes y le pedía también fuerzas para no claudicar.  Profesaba con fervor la fe evangélica y deseaba llevar a Josefa por el camino de la religión. Una tarde, cuando la visitó, le llevó como regalo una Biblia. Lo hizo bienintencionadamente y con esperanzas de evangelizarla, no pudo prever que entre sus páginas Josefa encontraría algo que la intrigó. Leyó en alguna parte que después de la muerte había otra vida, donde se reencontraban todos quienes ya habían partido, releyó ese pasaje varias veces y reflexionó largamente, y las imágenes de su hija y su marido volvieron a rondar en su cabeza perturbada.

Esa noche su insomnio volvió.

Por eso acudió nuevamente a las píldoras de Natalia, y cuando tuvo entre sus manos el frasco su mente enfermiza recobró el desequilibrio. Reunió a todos sus gatos sobre una alfombra, se recostó con ellos y los acarició, agradeciéndoles quizás por tantos años de fiel compañía. Le mostró a los felinos antiguas fotografías de un tiempo feliz, con su pequeña y su marido. Les relató hermosas historias de hace muchos años atrás, cuando todo valía la pena. Y una tras otra, entre llanto y nostalgia, fue tragando sus píldoras hasta caer vencida por el sopor, en un sueño profundo del que sabía no despertaría jamás.

A la mañana siguiente la encontró Natalia, tirada sobre la vieja alfombra, rodeada de fotos amarillentas ya por el paso del tiempo, con el frasco de píldoras vacío en su mano. Nunca había sentido tanta pena. No se explicaba qué había hecho mal, por qué justo cuando empezaba a mejorar había tomado tan drástica decisión.

La tomó en sus brazos y la recostó sobre la cama, tomó la Biblia y comenzó a buscar. En horas de la tarde, cuando ya comenzaba a oscurecer, Josefa abrió nuevamente sus ojos. Lo primero que vio fue a Natalia sentada a los pies de su cama.

-¿Estoy muerta?- le preguntó.

-No, Josefa, Dios cree que todavía no es tu hora.

Ese despertar fue para Josefa como un renacer, Natalia le mostró en la Biblia la historia de Lázaro, y la convenció de ser objeto de un milagro. Semanas después se bautizó en la iglesia de Natalia y recorrió la ciudad predicando su historia, gritando a los cuatro vientos que Jesucristo le había dado otra oportunidad.

La inexplicable metamorfosis de Josefa fue durante semanas el comentario obligado de sus vecinos. Natalia había logrado lo imposible, devolverle la cordura a la loca del barrio era una quimera a la que nadie se había arriesgado. Pero ante sus ojos estaba lo impensable, Josefa era ahora una vecina ejemplar, una mujer amable, religiosa y más cuerda que nunca. Era una mujer nueva.

Natalia, por su parte, guardaría celosa un inconfesable secreto que sólo compartría con Dios. Ese Dios que, estaba segura, era el que la había guiado hasta la tienda de homeopatía en que compró esas píldoras. Las mismas que antes de dárselas a Josefa, en un arrebato de impaciencia, había desechado en el cajón de su velador, por inservibles.

lunes, 7 de noviembre de 2011

DOS GOTAS DE AGUA


Físicamente, Víctor y Javier eran dos gotas de agua. Gemelos idénticos hasta en la voz, a veces ni su propia madre podía identificar cual era cual. Incluso a ellos mismos, cuando se miraban de frente, les desconcertaba la sensación de ser el  reflejo del otro.

Uniformados y confundidos desde niños, el afán común de encontrar una identidad propia cobró en ellos el carácter de imperioso.  La necesidad enérgica de ser uno en su individualidad y no dos en lo compuesto se tornó el sentido de sus vidas.

Siempre fue Javier el más centrado, el más racional, el de mejores notas. Víctor por su parte era más risueño, más activo y más sociable. Esas características de infancia fueron las que los definirían para siempre. Se fueron vigorizando en ellos con el pasar de los años, y terminaron convirtiéndolos en polos opuestos.

En la adultez, consecuencia de una vida de conflictos de temperamento, el carácter moldeado a conveniencia había convertido a Javier en un ejecutivo, estresado y amargado, y a Víctor, en un DJ irresponsable  y vividor.

Ambos, en todo caso, quisieron alguna vez ser como el otro. Pero, como si fuera un acuerdo nunca firmado, jamás ninguno hizo algo  que pudiese atribuirse como propio del  hermano. Aunque muchas veces Javier quiso enfiestarse como Víctor, se quedó en casa, porque él era Javier, no Víctor. Y, aunque Víctor quiso en ocasiones destacar en algo, prefirió seguir siendo el simpático, porque la gravedad era dominio de Javier, y él, era Víctor.

Tantas veces se dijo de ellos que uno era el circunspecto y el otro el atolondrado, que ambos creyeron, efectivamente, serlo. Y, aunque nunca ninguno se lo confesó al otro, tanto el éxito como la sociabilidad del contrario eran motivos de admiración entre ellos.

Tal vez envidia, se hubiese dicho de ser aquella situación conocida por alguien. Cierto era, de todas formas, que lucharon desde siempre por acaparar la atención. Mientras uno destacaba por un diploma, el otro hacía lo propio con una borrachera. Mientras uno conseguía la preocupación de todos por estar al borde de reprobar, el otro conseguía la admiración, esforzándose en sacar la mejor nota de la clase.

Pero eran hermanos y algo debían tener en común. El destino se encargó de enamorarlos de una pareja de hermanas, mellizas estas, y tan distintas una de la otra como lo eran ellos mismos.

Antonia y Nicole, las dos hermosas, eran derechamente rivales. Se odiaban en el fondo precisamente por eso. Ambas pensaban que la otra destacaba por ser más hermosa que ella.

Pero, a diferencia de Víctor y Javier, las mellizas no lo demostraban. Aparentaban ante el mundo y ante ellas mismas ser todo un ejemplo de amor fraternal. Nunca supo Nicole que Antonia la detestaba. Nunca supo Antonia que era correspondida.

La única vez en que los cuatro compartieron un momento enteramente grato, fue cuando partieron a la playa con un grupo de amigos, días después de su graduación. Pasaron tres días en una cabaña solitaria, sin discusiones ni competencias absurdas.

Fue precisamente en esa ocasión, mientras disfrutaban de las olas, en que las hermanas notaron la única diferencia física entre los gemelos. Un pequeño lunar en el talón derecho de Javier, que los hermanos desconocían, y que les dio la certeza no ser idénticos. Consuelo aquel que les permitió disfrutar de esos  días como cualquier pareja de hermanos.

Sólo la última noche de ese paseo, mientras compartían una fogata en la arena,  una broma absurda y sin intenciones de ser tomada en serio hizo resurgir las rivalidades.

Se preguntaron unos amigos cuál de los hermanos sería el primero en casarse, e incentivaron a los demás a apostar. Las opiniones estaban divididas y todos tenían buenas razones en que fundar sus teorías. Los hermanos sólo rieron, esperando ser consultados.

-Creo que el primero será Víctor- dijo entonces  Javier –con lo enamorado que siempre ha sido.

-No –replicó Víctor –Javier será el primero. Yo soy amante de la libertad. Es él el que se toma las cosas a pecho.

-Mis prioridades son profesionales, Víctor –aseguró Javier –Las tuyas, hasta donde sé,  siempre han sido pasionales.

-Mi prioridad soy yo mismo –contestó Víctor –yo me proyecto en singular. Y con lo que te gusta a ti andar firmando papeles.

Y así siguieron gran parte de la noche, haciendo reír a todos, salvo a las mellizas, a quienes no les hacía gracia el debate, porque ambas querían casarse, y ambas, antes que la otra.

Pasaron los años y los gemelos comenzaron a distanciarse. Ninguno se separó de su pareja, pero ninguno, tampoco, se casó con ella. Las hermanas, por su parte, que maldijeron por años aquel paseo, se resignaron a no llegar al altar y, ávidas por seguir justificando su envida recíproca, comenzaron a ver en la contraria lo que querían ver en ellas mismas.

Se dio así una curiosa paradoja. Los gemelos, que se evitaban mutuamente, estaban obligados a compartir de vez en cuando porque las mellizas, que seguían fingiéndose el paradigma de la unidad, se encargaban constantemente de inventar encuentros.

Y, sin saberlo, eran ellas mismas las que acentuaban en los gemelos su mutua repelencia, porque después de esos encuentros, ya en la intimidad, verdes de resentimiento, se desquitaban con ellos refregándole en la cara que el otro había conseguido una vida más digna de vivirse.

Y así Antonia increpaba a Javier por pasarse los días trabajando, encerrado, privándose de la vida delirante de Víctor, de sus viajes exóticos, de sus fiestas excéntricas. Y así Nicole regañaba constantemente a Víctor por su falta de proyección y su desidia hippienta, nada comparable, decía, al éxito profesional de Javier, a sus rentas de empresario, a su visión de mundo. 

En uno de aquellos encuentros, mientras Nicole hablaba de fiestas de espuma y  Antonia de autos de lujo, los gemelos, que fumaban en la terraza ajenos a la discusión, recibieron un mensaje fatal en sus móviles.  La enfermera que cuidaba a su madre les informaba compungida sobre su fallecimiento.

Aquella fue la primera vez que se abrazaron, después de muchos años.  Ella era la única familia que les iba quedando. Ahora no tenían a nadie más que el uno al otro.

Sorpresivamente, después de eso, comenzaron a llamarse más seguido. Su madre siempre les reprochó su distancia, y había dejado constancia en su testamento del  deseo de que esa situación cambiara.

Una mañana de sábado, para extrañeza de todos, Javier y Víctor se reunieron temprano y salieron de la ciudad. Habían acordado salir a pescar al mismo lugar al que los llevaba su padre cuando niños. Era un gesto de acercamiento largamente postergado.

Nadie sabría jamás lo que se dijeron esos dos días que pasaron juntos. Víctor, el único que volvió, no se lo confesaría a nadie. Llegó a su casa la noche del domingo, cojeando y con un par de rasguños en la cara. Nicole se quedó muda cuando lo vio.

-Tuvimos un accidente –le dijo. –Tienes que llamar a Antonia. Hay que avisarle que Javier acaba de morir.

Nicole jamás lo había visto tan triste como esa noche. Le ayudó a sentarse en el sofá sin pedirle detalles e hizo la llamada requerida.  Preparó té y se sentó junto a él. Víctor quiso hablarle pero ella lo detuvo, le dijo que descansara. Víctor insistió.

-Me pasé la vida repudiando a mi único hermano. Y cuando quiero cambiar eso la muerte me lo quita. Nunca más postergaré algo, Nicole. Quiero que te cases conmigo.

El funeral de Javier fue íntimo y sencillo, como lo pidió en su testamento. Un testamento conciso y sin declaraciones emotivas, tal como fue su autor en vida. Testamento en el que sólo había un nombre, el de Víctor.

Antonia protestó y cuestionó la autenticidad del documento. El abogado fue claro en su respuesta. Si no hubo matrimonio, no había derechos que reclamar. Con o sin testamento, Víctor era el único heredero.

Esa fue la última vez que Víctor y Nicole vieron a Antonia. Apenas enterró a Javier, tomó sus cosas y se fue de la ciudad. Le enviaron, en todo caso, la invitación a su boda, que acordaron juntos celebrar en la misma playa en que pasaron, hace años, un instante feliz. Pero Antonia no llegó.

Fue de todas formas una ceremonia hermosa, tal vez la más bella que jamás vio aquel lugar perdido frente al mar. Y fue, también, el comienzo de un matrimonio feliz, fructífero y duradero.

Durante años se comentaría el júbilo que irradiaban los novios esa mañana soleada. Nadie imaginó siquiera la escena perturbadora que horas antes, en la cabaña, protagonizó la pareja. Un par de segundos fugaces que pusieron todo al borde del abismo.

Sucedió mientras Nicole se peinaba sentada al espejo, habiéndose recién puesto el blanco y costoso vestido de revista, diseño exclusivo, tejido en hilo y finamente bordado, que una vez su hermana le confesara adorar.

Entonces vio salir de la ducha a Víctor, todavía en bata, atrasado como siempre, le lanzó un beso y le dijo que estaba más hermosa que nunca. Nicole le recordó que había puesto su ropa en el armario, presintiendo que se lo preguntaría, y vio en su cara una sonrisa de alivio cuando se dirigió al mueble, que abrió de par en par y del que cayó una peineta, que fue a dar justo al lado de su talón derecho.

-¿Qué tienes en el pie?- Preguntó Nicole.

-Nada- contestó su novio, apresurándose a voltear para quedar frente a ella.

-Sí. Tienes una manchita. Como si hubieses pisado algo.- Nicole se le acercó para indicar el lugar exacto de aquel detalle. Pero el hombre dio un paso atrás, incómodo, volvió a afirmar que no tenía nada. Nicole rió. 

–Es curioso. Se parece al lunar que…

Ambos enmudecieron.

-No puede ser…

Lo primero que cruzó por la cabeza de Nicole fue la escena del paseo, hace tantos años. La imagen precisa de aquel baño grupal en la playa, cuando notaron el detalle diferenciador. Recordó la fogata, el fuerte sentimiento de vergüenza  al ver a Víctor descartando toda posibilidad de casarse con ella.

-No. No puede ser…

Recordó luego la noche del accidente, el alivio de saber que el que había muerto era su cuñado. El grito de dolor de su hermana cuando le dio al teléfono la noticia. Recordó el testamento, el dinero, los autos, la casa, el vestido. Y volvió a recordar a su hermana.

Su compañero se sentó en la cama visiblemente nervioso. Se tapó su rostro con las manos como si deseara desaparecer.

-Nicole…yo…

-No puede ser, mi amor, que nos casemos en media hora y tú estés ahí sentado como si esperaras que yo te vistiera. Vamos, apresúrate, que tienes que llegar a la playa antes que yo para esperarme.

Nicole sacó del armario el traje de su novio y aprovechó de quitar un par de pelusas de la solapa. Lo puso junto a él, en la cama, y volvió a dejar la peineta en el lugar del que cayó.

-Pero cambia esa cara, hombre. ¡Nos vamos a casar! Voy al baño a maquillarme y cuando salga, quiero que ya estés en la playa, junto a los invitados- le dijo sonriendo, y besó su frente.

Jamás comentarían ese momento. Ni entre ellos ni con nadie. Esa mañana ambos comenzarían una nueva vida, en la que lo antes vivido no tenía importancia. Aunque los dos supieran que la construían sobre una verdad reprimida, lo asumieron sin mediar palabras, y lo acordaron tácitamente cuando tuvieron la oportunidad de hacerlo, la misma noche de bodas, en que después de tanta fiesta y risas, se sentaron en la cama derrotados por el cansancio, y un silencio incómodo los turbó.   

-No importa el calor que haga- Dijo entonces Nicole. –No olvides que odio que te metas a la cama sin calcetines.


viernes, 28 de octubre de 2011

EL ORIGEN DEL CONFLICTO


Un silencio sepulcral recibió a la comisión luego de la pausa del almuerzo, a la hora acordada. Los ojos asustados de quienes la esperaban se resistían a tomar el gesto tranquilo de los resignados. No quedaban muchos. La mayoría ya había tenido sus diez minutos en el banquillo, y sólo unos pocos deambulaban todavía por los pasillos de la universidad, fumando sin ganas de hacerlo, pero haciéndolo con semblante triunfal, alardeando todavía que Encina no les había ganado. Los otros, los más, los que no pudieron, ya habían partido intentando asimilar el amargo sabor del fracaso en la boca.

Los tres llegaron riendo. Comentaban todavía la amena plática de la sobremesa, cargada del añejo sarcasmo catedrático y mucho menos elevada de lo que sus alumnos imaginaron que había sido. Se veía que ni súplicas ni llantos, ni siquiera los rostros de indemne dignidad de los que habían sufrido sólo un par de horas antes la intransigencia de su cuestionario les habían conmovido. Eran sólo números errantes para el prestigio de su severidad.

Avanzaron con paso ágil y se sentaron sin demasiada ceremonia. La solemnidad de las circunstancias nunca les importó mucho. Sólo minutos más tarde, luego de intercambiar un par de palabras en voz baja, el profesor Encina, titular de la cátedra y presidente de la comisión, se dio unos segundos para mirar a la audiencia y pronunciar un seco “buenas tardes”. El saludo no obtuvo muchas respuestas y tampoco lo pretendía. Los profesores conocían bien la paradoja del silencio de los exámenes. El hondo silencio de los distraídos, de aquellos concentrados en eternos apuntes imposibles de memorizar o en una ilusa oración esperanzada en un milagro, de aquellos que se lamentan por haberse presentado, de aquellos que se sorprenden de los pensamientos macabros que se cruzan por su mente en esos momentos de tensión. Pensamientos como no haber tenido la valentía para deslizar sutilmente algún polvo mortal en el jarro de agua fresca puesto en la mesa de la comisión por un ameno empleado de aseo, que les deseó suerte sinceramente pero sin disimular una mirada de lástima.  

Encina, con su característica y pseudo-divina indiferencia, se sirvió un poco de agua, se cruzó de piernas y comenzó a hojear la carpeta bibliográfica. Así, como acostumbraba, sin despegar de ella la vista ni por respeto a sus receptores, rompió definitivamente la mudez general.

-Bien, señores, damos por finalizado el receso y retomamos el examen. Espero que superemos el nivel de la mañana, vergonzoso por no decir otra cosa, porque el calificativo más preciso, ese que tengo en mente, ni siquiera es reproducible dado el contexto.

Durante la mañana Encina había reprobado a tantos que incluso varios de quienes quedaron para la tarde decidieron marcharse, no tanto por falta de estudio como por evitar la pública humillación. A por lo menos cinco comparó con Einstein, a otras tres muchachas envió a estudiar modelaje y a uno ordenó un movimiento brusco de cabeza, diría después, para que el par de neuronas que revoloteaba en el vacío pudiera hacer contacto. Las referencias a defectos físicos eran incontables, y un comentario sobre el color de su corbata, de evidente contenido racista, desencadenó el llanto acumulado de una extranjera con necesidades de afecto. Con todos había preparado el terreno diciéndoles que no reconocía sus rostros.

Ni Magnet ni Catalán, los otros miembros de la comisión, puestos ahí precisamente para evitar abusos y parcialidades, intervinieron mínimamente en los exámenes de la mañana. Ambos se mantuvieron en silencio. El primero se limitaba a controlar el reloj y transcribir las preguntas, y el segundo a llamar a los estudiantes y anotar junto a sus nombres la calificación obtenida. Encina se encargaba de la interrogación.

Los alumnos tampoco alzaron la voz. Todos temían a la fama de Encina. Ellos, decía el estatuto, eran los testigos de la legitimidad de la evaluación. La indiferencia aparente –complicidad involuntaria- tanto de profesores como de alumnos le daba al titular una impunidad casi monárquica.

-El reglamento me obliga a repetir las reglas pero asumo que las conocemos, así que sólo las enuncio. Tres llamados, dos preguntas, diez minutos. No hay segundas oportunidades ni décimas por simpatía. No escuchamos dramas familiares ni creemos en mentes en blanco. Y eso es todo. Comenzamos. Profesor Catalán, si es tan amable por favor llame al primero.

-Sagredo...

Encina dejó la carpeta y dio una visión general al auditorio. Una sonrisa burlona acompañaba su mirada de apetencia. Vio levantarse en la última fila a un joven alto y delgado, que avanzó con paso vacilante hacia el banquillo de interrogación.  

-¡Ah, Sagredo!, por fin una cara conocida. Y bastante conocida, debo decir.

-Buenas tardes profesor.

-Caballeros- dijo el profesor tocando los hombros de sus colegas- tenemos sentado al frente a toda una autoridad en nuestra ciencia. Este señor sabe tanto o más que la comisión aquí sentada. ¿No es así, Sagredo?

-Yo no diría eso, profesor…

-¿Cómo no, Sagredo? ¡No se nos haga el humilde! Usted es todo un apasionado de mi asignatura, es más, tanto le gusta, que ya la ha rendido tres veces.

Un par de carcajadas tímidas se oyeron entre la audiencia, más por agradar al bromista que por lo gracioso de la broma. Catalán, con la misma fama de intransigente de Encina a cuestas, se cruzó de brazos y se echó sobre el respaldar de su silla, esbozando la sonrisa de quien espera ver un espectáculo patético. Magnet, con más años de docencia sobre los hombros y un par de infartos en su ficha médica, se sintió por un segundo en los zapatos de Sagredo y le regaló una mirada de compasión. Sólo por un segundo. Y añadió: “dicen que la tercera es la vencida”.

-Lo dice un hombre que se ha casado cuatro veces- Contestó Encina, desdibujando la mirada compasiva de Magnet, divorciado de la mujer que le obligaron a desposar, y luego, viudo dos veces. Sagredo, sin embargo, sonrió. Pensó inocentemente que el humor de Encina podía ser una buena señal.

-Imagino que es consciente de la situación en que se encuentra, Sagredo. En esta universidad no existen las cuartas oportunidades. Si reprueba, se va. Espero que haya estudiado.

-Bastante, profesor.

-Creo haber escuchado eso antes…- le dijo, mirándolo directo a los ojos, como intentando ver en ellos el reflejo de la pregunta precisa. La que no pudiera contestar. –Háblenos de la teoría del conflicto de Smith.

Sagredo se sintió seguro. Conocía bien los postulados de Smith. Mejoró su postura para sentirse más cómodo, respiró tranquilo y ordenó rápidamente las ideas en su cabeza. –Charles Smith, autor inglés, en su obra “Cúpulas y cimientos”, señala que en toda comunidad humana existen ciertas…

-¡No tan rápido, Sagredo!, no sea ansioso. Relaciónela con la tesis de Sánchez Toledo en “El factor histórico cultural”. Quiero un cuadro comparativo. Coincidencias, semejanzas, diferencias. Esboce las conclusiones de cada autor, y en base a ellas exponga las suyas. Esa es su primera pregunta. Éxito.  

Sagredo sintió que todo estaba perdido, y le pareció por un momento ver a Encina tal como lo veía en sus pesadillas, vestido de César, riéndose, extendiendo lentamente su brazo, con el pulgar hacia abajo. Y esa perturbación lo mantuvo inmóvil, silente, como todos en la sala, más tiempo del que pensó.

-Profesor…pensé que Sánchez Toledo no entraba…

-Es un examen, Sagredo. Todos los contenidos del curso son evaluables.

-Pero en la última clase…usted dijo que pusiéramos énfasis en los autores clásicos…

-Poner énfasis en algo no significa dejar de lado lo otro.

Sagredo bajó la mirada, como si buscara la respuesta en sus zapatos. Había leído alguna vez a Sánchez Toledo, debía decir algo, lo que fuera, desviar la pregunta hacia algo que conociera bien, podía hacerlo. No debía sumirse en el silencio, tenía que decir algo.

-Smith dice que en toda comunidad humana el conflicto surge por naturaleza, que es una característica común a todo grupo. Sánchez Toledo dice que se debe analizar en cada caso, que varía según la persona y la cultura, y que la historia demuestra que incluso en base a conflictos individuales han surgido grupos de personas con fines altruistas.

El rostro de Encina permanecía incólume. No había ningún gesto que reflejara conformidad. Era todo lo que recordaba Sagredo de Sánchez Toledo, y no estaba muy seguro de que estuviera bien. Por eso esperaba la reacción de Encina, algo que le indicara si seguir por aquel camino o intentar otra respuesta. Pero la reacción no llegaba, estaba perdida en el silencio general, en el que sólo el tic tac constante del reloj de Magnet tenía cabida.

-Reconozco que se esforzó en leer las contraportadas, Sagredo. Pero la comisión no se conforma con eso.

Sagredo no pudo decir nada más. Pensó suplicar por un cambio de pregunta, pero podría ser peor. Esperó que algún profesor le diera la oportunidad de centrarse en Smith, pero nadie abrió la boca. Se sentía atrapado en arenas movedizas, hundiéndose lentamente sin oportunidad de escapar.

-Nos aburre, Sagredo. Ha gastado más de la mitad de su tiempo y aún no responde la primera pregunta.

Era imposible, Encina había ganado. Aunque se esforzara, no podría convencer a la comisión. Se resignó. Después de todo no se había presentado con muchas esperanzas. Al menos sería la última vez que le vería la cara a Encina. Los últimos minutos en que debería fingir un respeto que no sentía. –Los últimos minutos- pensó de pronto –No los puedo desperdiciar.

-¿Va a decir algo más, Sagredo, o espera que la comisión lo homenajee por su aporte al humanismo?

-¿Por qué haces esto, Encina?

-¿Cómo dijo?

-Pregunté por qué te desquitas con nosotros. ¿Qué te hemos hecho?

La mudez se trasladó de pronto a la comisión. Una mezcla entre sorpresa y confusión se apoderó del ambiente. La sonrisa mordaz estaba ahora en el rostro del alumno, él había tomado las riendas de la situación, algo andaba mal. Catalán intervino. Le hizo un llamado a la cordura y aseguró que atribuirían su exabrupto al nerviosismo. –Haremos como si no hubiésemos escuchado nada, pero concéntrese en su examen- le dijo. Encina sin embargo hizo un gesto con la mano indicando que se callara, sin dejar de mirar a Sagredo.

-Explíquese.

-Debes haber sufrido mucho, Encina. Seguro todavía oyes en tu cabeza las burlas. Es curioso, superaste la tartamudez pero no el odio. Ves en nuestros rostros a los que te humillaron. Eres patético. Un cincuentón amargado cuya terapia es ser un hijo de puta. No toleras que disfrutemos de los años que tú no pudiste disfrutar. Me das lástima Encina. Hoy produces más risas y burlas entre nosotros que las que producías entre tus compañeros cuando eras tartamudo. Porque nadie te respeta. Porque aunque te sientas eminencia no eres más que un pobre tipo.

Magnet golpeó la mesa. Alguien debía imponer autoridad, restablecer el orden. -¡Está sobrepasando los límites!- gritó, pero Encina, aparentando una tranquilidad que no sentía, le aseguró poder manejar la situación.

-¿Quién le dijo eso, Sagredo?

-¿Qué importa? Todos lo saben. Los fonoaudiólogos curan trastornos del habla pero no borran los recuerdos, menos cuando causan gracia. La historia del tartamudo Encina se trasmite de generación en generación, y va a seguir siendo así, aunque seas el peor verdugo de la universidad, siempre serás el eterno hazmerreír. El bufón más patético de las aulas.

Encina rió. Estaba bañado en odio pero no lo demostró. Las palabras de Sagredo, llenas del mismo resentimiento que lo embargaba, le parecían bajas y vergonzosas. Él no caería en lo mismo.

-Se equivoca. Y se equivoca dos veces. La historia es falsa y su respuesta es incorrecta. Acaba de reprobar su examen.

-Ganaste Encina. Debe ser gratificante. Pero no me importa ¿sabes? Porque soy joven y tengo la vida por delante, a diferencia de ti. Me inscribiré en otra universidad, estudiaré otra carrera, formaré una familia, seré exitoso. Feliz. ¿Conoces esa palabra? Y tú ¿Qué ganaste en realidad? Te agradezco el reprobarme, Encina, porque cada vez que triunfe, cada momento que disfrute, me voy a acordar de ti, y de tu historia, que sabes que es real. Y lo voy a disfrutar más. Porque sabré que tú vas a estar encerrado en tu biblioteca, solo, esperando la época de exámenes para hacer lo que más te gusta, el sentido de tu vida vacía, lo que acabas de hacer conmigo.

Sagredo se puso de pie sintiéndose más liviano que nunca. Se había liberado. Las cosas ahora eran menos graves que en la mañana. De hecho, le parecía no tener importancia lo que antes le parecía terrible. Y cruzó entonces de la sala irradiando dignidad, en medio de las miradas de admiración de sus compañeros, salió triunfal. Nadie se atrevió a aplaudir aunque todos quisieron hacerlo. Sagredo se había convertido en mártir.

Encina se levantó de su silla apenas Sagredo abandonó la sala. Su rostro reflejaba indignación. Salió también, con paso presuroso, como intentando alcanzarlo. Todos imaginaron la escena que se daría afuera, pero nadie osó salir a mirar. Encina debía estar regañándolo como nunca a nadie, llevándolo a la oficina del rector, jurando encargarse personalmente de que no fuera aceptado en ninguna otra universidad, amenazándolo con querellas por calumnias y exigiéndole disculpas públicas.

Pero nada de eso pasó. Encina alcanzó a ver hacia donde Sagredo caminaba, y avanzó en la dirección contraria. Su mirada altiva dio paso a la vista gacha de los rendidos. No respondió a los saludos de quienes se lo cruzaron en el pasillo y se encerró en el primer baño que encontró. Allí se lavó la cara varias veces y se miró luego al espejo. Se abofeteó. Quiso insultarse a sí mismo como lo hacía en aquel tiempo, cuando se envalentonaba a enfrentarse a quienes se reían de él y sólo conseguía terminar más humillado. Pero no pudo. Como en aquel tiempo, repitió tres veces la misma sílaba y no consiguió pronunciar la siguiente.

Y entonces, como no lo hacía en muchos años, y rompiendo su vieja promesa de no volver a hacerlo, el profesor Encina estalló en llanto.

martes, 18 de octubre de 2011

LA MANZANA



-Dime, oh, mágico espejo de la sabiduría, ¿quién es la más hermosa del reino?

Lucía recitaba sus líneas intentando memorizarlas. Hace ya algún tiempo que tenía problemas con su memoria, pero no se lo había confesado a nadie. Las repetía una y otra vez, a veces toda la noche, pero al día siguiente las soltaba sin miedo, por inercia.

Esa noche sus párpados le pesaban tanto como sus años, pero tomaba, uno tras otro, sorbos de café para no caer vencida.

-Dime, oh, mágico espejo…

Su reflejo ya no era el mismo de sus años de oro. El tiempo había comenzado a revelar en su rostro su paso indolente. Y la franqueza del espejo calaba hondo en su sensible alma de artista, que veía estupefacta cómo las arrugas hacían estragos con su belleza de antaño.

    Se paseaba una y otra vez por los largos pasillos de su enorme casa, aunque no podía con su dolor de rodillas, no estaba dispuesta a dormir. Nunca había hecho detener una escena por olvido de texto, y no deseaba que nadie la pensara poco profesional. Los únicos testigos de su incansable estudio eran los galardones que reposaban en sus repisas: galvanos, estatuillas, reconocimientos, mudos recordatorios de una época de gloria. De vez en cuando fijaba su mirada en las fotos que la mostraban cargando un ramo de flores en medio de un escenario, en las portadas de revistas que resaltaban su sonrisa perfecta, en los pósteres de antiguas producciones que tenían su rostro en primer plano. Blanquinegras memorias de una brillante carrera, que colgaban de sus murallas, forradas en fino papel mural.

-¿Quién es la más hermosa del reino?

La habían llamado hace algunos meses para ofrecerle ese papel. La historia era conocida y el público asegurado. El texto era espantoso, según le reveló a su mayordomo, pero ya no estaba en condiciones de rechazar propuestas. El elenco estaba compuesto por actores jóvenes, sin experiencia en cine, medianamente conocidos gracias a teleseries sin contenido. La presencia de Lucía en la película tenía como objetivo darle cierto plus a la producción, y amortiguar de alguna forma la intransigencia de la crítica.

La despertó la bocina del auto que el director había puesto a su disposición. El chofer la esperaba afuera de su casa con la puerta del vehículo abierta. Se había quedado dormida sobre el sofá, con el guión todavía abierto entre sus manos. Se hizo esperar, como acostumbraba, para aparecer medianamente aceptable ante sus colegas. En el set los actores comentaron molestos cuando la vieron entrar, con sus aires de diva, hora y media sobre lo acordado.

-¡Acción!

-Dime, oh, mágico espejo de la sabiduría ¿quién es la más hermosa del reino?

-Es la princesa, Majestad, ella es la más hermosa.

-¿Qué dices, espejo del demonio? ¡La princesa está muerta! ayer mandé a que le arrancaran el corazón y la dejaran en el bosque.

-Es la princesa. Ella es la más hermosa. Rebosa juventud de sus ojos claros, su dulce voz opaca al más tierno ruiseñor, sus cabellos de seda encandilan a la luz de la primavera, y su piel, tersa y suave, es todo un placer hasta para el cálido viento de noviembre.

Estefanía, la joven actriz que daba vida al personaje de la princesa, era tan hermosa como Lucía en su juventud, pero no tenía ni una pizca de su talento. Tenía colgado al cuello un título de artes escénicas, de una universidad mediocre pero universidad al fin. Y los periodistas que la seguían acostumbraban  subrayarlo en sus columnas: “es hermosa, e inteligente también”.

Lucía no ostentaba título alguno. Tenía, sí, un largo currículum de éxitos, de giras en Europa, de clásicos inolvidables. Había compartido escenario con actores de fama mundial, se había codeado con lo más granado de la alta sociedad de su época y le llovían alabanzas de los más eruditos críticos. Pero nadie se acordaba de eso. Ahora todos caían rendidos ante la belleza e “inteligencia” de Estefanía.

-¡Corte!

Estefanía saludaba radiante a sus admiradores fuera del estudio, les regalaba sonriente alguna foto, algún autógrafo. Las niñas le llevaban flores y le confesaban entusiasmadas que aspiraban ser como ella. Los reporteros se peleaban por una entrevista, los lentes de los fotógrafos buscaban delirantes el mejor perfil de la protagonista, y sus guardaespaldas, de semblante serio e intimidante, repartían codazos entre quienes osaban acercársele a su protegida.

Lucía esquivaba irritada el alboroto, resignada en su papel secundario, dirigía sus raudos pasos al camerino de “Primera Actriz”. Era allí donde se encerraba a maldecir al medio, a lamentarse por cuán bajo había llegado, a desahogarse del olvidadizo cariño de la gente. Mientras se desmaquillaba, sentada en su cómodo sillón de cuero, pensaba en la forma de opacar a su más fuerte competencia. Pero nada se le ocurría. Había pensado en todo para desacreditarla, pero descartaba de inmediato sus ideas, demasiado bajas, muy vergonzosas. No le fotografiaría sin maquillaje, no inventaría alguna infidencia, no le enrostraría su falta de talento. Nada servía. Todo la haría parecer a ella una vieja y patética actriz de nostalgias trasnochadas.

Eso hasta que un día, revisando su texto, una idea excelente se le cruzó por la mente.

-Atención equipo, mañana los quiero temprano para filmar la escena de la manzana.

Sumergida en la soledad de su camerino, con el rostro a medio desmaquillar, una sonrisa levemente macabra se dibujó en el rostro de Lucía.

-¡Manzanas, manzanas, frescas dulces y sabrosas, vendo manzanas!

-¡Eh usted! tierna abuelita, ¿cuánto cuestan sus manzanas?

-¿Cómo cree, oh princesa, que podría cobrarle a una joven de hermosura tan encantadora?

-Es usted una viejita muy amable, señora, una abuelita de corazón bello y puro.

-Come, princesa, come, verás cuán deliciosas son las manzanas de ésta vieja.

-Gracias, encantadora abuelita, pero en ésta casa somos ocho ¿podría usted obsequiarme siete manzanas más?

-Os daré cuanto quieras, hermosa princesa, pero come, come…

Estefanía mordió excitada la manzana, sabía que esa era la escena clave de la película, y que todos los ojos estarían sobre ella. La dejó caer sobre el suelo con la mirada perdida, se apoyó mareada sobre la mesa de la pequeña casa, se llevó una mano al cuello y detuvo su respiración. Su rostro comenzaba a perder color y sus ojos a desorbitarse. En el set reinaba un silencio general, una nerviosa tensión embargaba a todos los presentes. Y de pronto cayó, como un hilo de plomo sobre el piso de madera, con las tétricas carcajadas de Lucía como fondo, rebotando en todos los rincones del estudio.

 El director observaba emocionado la conmovedora escena. Había pensado repetirla varias veces para buscar la mayor naturalidad en Estefanía, pero mejorar aquella escena era imposible, estaba perfectamente lograda, mejor incluso que como lo había imaginado.

-¡Perfecto!, ¡sublime!, ¡queda, queda!, maravilloso Estefanía, Lucía, qué gran trabajo muchachos, esto es increíble, ¡corte, edítenla, corte!

Pero nada. Lucía no dejaba de reír y Estefanía no se levantaba del suelo. Algo andaba mal.

Los paramédicos entraron rápidamente a darle los primeros auxilios, la producción se paralizó, acordonaron el estudio y sacaron a los periodistas. Los fanáticos lloraron al ver pasar la ambulancia, los reporteros daban informes en vivo relatando la noticia, y Lucía, no paraba de reír.

Horas más tarde los policías golpearon la puerta del camerino de Lucía. Ella los esperaba con el mejor vestido que encontró en su amplio guardarropa, maquillada y peinada especialmente para la ocasión, se cuidaba de que el caviar y la champaña  no le corrieran el labial. No opuso resistencia, pero se negó a usar las esposas y a que le cubrieran el rostro.  Exigió después que en su celda le tuvieran frutos secos y agua mineral sin gas. – De lo contrario, no salgo- amenazó.

Caminó rodeada de policías entre la multitud, sonriendo y saludando con elegancia. Las cámaras la seguían, los flashes la encandilaban, los micrófonos la envolvían.

Nuevamente las portadas eran para Lucía, nuevamente los críticos de antaño aparecieron en televisión hablando maravillas de su talento, otra vez las escenas polvorientas de producciones añejas colmaron las pantallas, con su rostro en primer plano.

La película se estrenó meses después, con un final distinto.

Y afuera de su celda, los reporteros hacían fila para conversar con ella. Lucía los recibía con entusiasmo, y posaba sonriente para sus fotos. No le importaba que fueran para la crónica roja. De todas formas, ella volvía a ser la diva.

sábado, 8 de octubre de 2011

EL CERDO


Como todos los días desde hace meses, Rodrigo no conseguía desayunar. Por más que lo intentara, no había caso. Trataba de mantener la calma, respiraba hondo y miraba fijamente su café, pero no podía, era imposible, sabía que allí estaba, sentado frente a él, apuntándolo con su pata… el cerdo.

Había intentado ignorarlo desde que se resignó a tenerlo sentado a su mesa, después de aquél día en que se levantó de su cama, con la conciencia aún intranquila, y se lo encontró en el comedor, sentado y con sus piernas cruzadas. Paralizado por el miedo, no había alcanzado aún de salir de su sorpresa, cuando vio luego estupefacto cómo con toda naturalidad, su indeseable visita lo apuntaba con su pata.

Al principio quiso no darle importancia, sabía que era fruto de su imaginación y que algún día desaparecería, pero lo cierto era que por más que  quisiera, la incómoda presencia del cerdo no podía pasar inadvertida.

Su compañera de trabajo, Camila, lo había notado extraño. Llegaba muy temprano a la oficina y organizaba constantemente salidas y fiestas –Pero en mi casa no- decía. Había llegado a la conclusión de que intentaba pasar la menor cantidad de tiempo en casa, después de notar que ingeniaba creativas excusas para evadir sus visitas. Pensó que algún problema lo turbaba y llegó de sorpresa una noche a conversar con él, le llevó pizzas y cervezas y se sentó a la mesa, pero Rodrigo permaneció de pie.

-¿No lo ves?- le dijo –está ahí, sentado junto a ti, apuntándome con su pata.

Lo consideró una broma cotidiana y lo dejó pasar, aunque sin dejar de lado su preocupación. Tiempo después caería en cuenta de que realmente había un problema. Una mañana pasó por él después de enterarse que su auto estaba averiado, y lo que vio terminó por convencerla de que su amigo necesitaba ayuda. Cuando llegó, se detuvo frente a su puerta sorprendida. Rodrigo insultaba ferozmente a alguien. Camila no pudo con la curiosidad y se acercó a su ventana, y entonces lo vio, solo frente a su mesa, vociferando enajenado obscenidades a nadie.

-Te noto estresado, Rodrigo- le dijo ya en la oficina –aquí tengo la tarjeta de una amiga psiquiatra que quizás pueda ayudarte.

Pasó mucho tiempo antes de que Rodrigo se decidiera a buscar ayuda profesional, y sólo lo hizo porque no tenía más opciones. Lo había intentado todo, ignorarlo, familiarizarse con él, insultarlo, expulsarlo. Incluso un día se había sentado a su lado y había intentado entablar una conversación con él. Pero nada funcionaba, el cerdo lo miraba a los ojos, serio, intimidante, y lo apuntaba con su pata.

-Me estoy volviendo loco- se dijo, el día en que decidió pedir una consulta.

Pasó por varios especialistas y tratamientos prolongados, pero ni las píldoras, ni los ejercicios de relajación, ni las extenuantes sesiones de conversación daban resultado. Siempre estaba ahí, atormentándolo… el cerdo.

-Es un caso difícil, Rodrigo, dices que sólo quiere jugar ajedrez contigo, eso debe tener alguna explicación, debe representar algo, pero no logro encontrar respuesta. Definitivamente no es un trauma de infancia ni alguna clase de complejo, es una alucinación que realmente no tiene ningún sentido…

Rodrigo se había insertado tempranamente en el mundo de los negocios, se había graduado con honores y era un hombre exitoso, sus colegas envidiaban su reconocimiento, muchos incluso lo tenían como referente, tenía una vida estable en lo económico y lo personal, era lo que siempre había deseado ser. Sólo el cerdo hacía que su vida no fuera perfecta.

-Pensé al principio que era una manifestación de tu subconsciente en orden a evitar la soledad, pero vivir solo ha sido siempre tu proyecto de vida, y además si así fuera las píldoras habrían hecho desaparecer al cerdo, y no hay caso…

Estaba trabajando en esa oficina hacía algún tiempo, era el primero entre sus pares, el consentido del jefe. Su meta era conseguir ser socio de la compañía, y estaba más cerca que nunca de eso cuando el cerdo apareció en su vida, y se convirtió en un obstáculo para su asenso profesional.

-Clínicamente hablando estás completamente sano, todos tus exámenes están perfectos, incluso tu coeficiente es superior al promedio, por eso descarté la internación, el problema es más simple de solucionar, pero requiere tu compromiso…

Todo había empezado cuando su jefe lo invitó a pasar un fin de semana junto a su familia en su fundo, le había revelado que tenía grandes expectativas con él, que lo necesitaba a su lado para emprender ambiciosos proyectos. Era una forma de decirle entre líneas que pronto sería socio, que su objetivo estaba a un paso.

-Convoqué a varios colegas a una junta médica para analizar tu caso, no hay ningún precedente que nos permita guiarnos, pero llegamos a una conclusión que estamos seguros acabará con tu problema…


La oferta de hacerlo socio nunca llegó. Camila le había comentado que quizás era porque el jefe lo había visto alejarse de sus compromisos. Y algo de razón tenía. En su afán por desviar su atención y apartarse de su casa, Rodrigo se había hecho asiduo a las salidas nocturnas y al trago, y poco a poco había ido dejando de lado sus responsabilidades.

Pero Rodrigo deseaba más que nada conseguir su objetivo, y estaba dispuesto a hacerlo todo, fuera lo que fuera, para sacar al cerdo de su mente.

-Lo que tienes que hacer es simple, Rodrigo, básicamente lo que quiere el cerdo es jugar ajedrez contigo, eso es lo que crees ¿no?, pues bien, la solución a tu problema es sentarte junto al cerdo y jugar ajedrez con él, dale lo que quiere, Rodrigo, y te aseguro que el cerdo se irá.

Camino a su casa Rodrigo sudaba como nunca antes lo había hecho, respiraba exaltado y su presión aumentaba, estaba nervioso, muy nervioso, pero nada lo haría cambiar de opinión. Estaba decidido a darle al cerdo lo que quería… que no era precisamente jugar ajedrez con él.

Había algo que Rodrigo no le había confesado a su psiquiatra, era judío. En sus primeros años ejerciendo la profesión había sufrido en carne propia la discriminación más descarada. En las altas esferas empresariales nadie quería a los judíos, les irritaba su influencia, su poder, sus abultadas cuentas corrientes. Había decidido que el antisemitismo no opacaría sus capacidades profesionales, y su origen lo había guardado receloso como un secreto inconfesable.

Ese día, cabalgando con su jefe en el fundo, llegaron de pronto a un corral de cerdos.

-Te aseguro, amigo mío, que no hay mayor exquisitez que las criadillas de cerdo.


Rodrigo se sintió realmente incómodo. Tenía frente a él a ese grupo de animales repugnantes, asquerosos, gimiendo espantosamente mientras se revolcaban en el lodo.

-Escoge el tuyo, Rodrigo, hoy probarás un manjar del Olimpo.

Respiró profundo. No podía revelar su religión, ni rechazar la oferta de su jefe. No quería ofender ni incomodarlo. Sabía que sería una experiencia desagradable pero debía hacerlo, no podía perder la oportunidad de ascender en su carrera.

Entonces fijó la mirada en uno de los animales, y lo señaló con su mano.

Cuando Rodrigo llegó a su casa la decisión estaba tomada, cerró su puerta y lo vio, esperándolo, sentado a su mesa, con las piernas cruzadas, lo miró a los ojos y lo apuntó con su pata.

-Hoy te vas para siempre cerdo de mierda.

Se dirigió a la cocina y tomó un cuchillo, su mano temblaba, pero estaba decidido, tomó un plato y bajó sus pantalones, detuvo su respiración y miró hacia otra parte. Fue un corte rápido, certero, con sólo un segundo su angustia terminó. Sintió una mezcla indescriptible entre alivio y dolor. Caminó con dificultad, sintiendo caliente la sangre que chorreaba entre sus piernas, llegó al comedor y lanzó el plato sobre la mesa.

-¡Ahí tienes cerdo hijo de puta, ¿eso querías…ahora estamos a mano?!.

Lo dieron de alta semanas después de despertar de su desmayo. Camila se comprometió a cuidarlo y condujo su silla de ruedas hasta su casa. Rodrigo estaba nervioso, pero convencido de haber hecho lo correcto.

Camila lo tranquilizó antes de abrir la puerta, le acarició el cabello y le recordó que todo estaba en su cabeza. Minutos después ambos comían sentados a la mesa. Rodrigo por fin respiraba tranquilo. El cerdo no estaba, se había ido.

viernes, 16 de septiembre de 2011

EN EL PUENTE, A LAS CINCO


El senador hizo todo lo que le pidieron, empezando por no llamar a la policía. Hizo su día como si fuera cualquier otro cotidiano, atendió gente importante en su oficina e incluso dio una entrevista para la televisión, en la que se le vio seguro y convencido de la necesidad del proyecto que se le consultaba.

Durante la tarde, después del almuerzo, pasó por el banco a retirar el dinero solicitado. Lo introdujo en un maletín recién comprado especialmente para la ocasión, y lo guardó en el portamaletas de su auto. Ni a su chofer ni a su guardaespaldas, que lo acompañaban esa tarde, les llamó la atención esa visita financiera. El senador era íntimo amigo del gerente del establecimiento y agendaban encuentros cada semana. La compra del maletín tampoco era extraña, pues el senador tenía tanto dinero que acostumbraba gastarlo en baratijas que no necesitaba y que guardaba siempre en el portamaletas.

Nadie sospechó nada.

A su mujer tampoco le comentó lo que pasaba, por temor a que se descompensara. Le dijo que Tamara tendría una fiesta en casa de una amiga y que él pasaría por ella, y aunque ni Tamara acostumbraba salir de fiesta ni él pasar por ella, su mujer le creyó, un poco por evitar discutir con él y un poco por somnolienta, gracias a los sedantes que tomaba para evitar intimar.

El último llamado lo recibió a las diez, y en él confirmó haber reunido el dinero y aprovechó de anotar en una libreta los pormenores del encuentro acordado. “En el puente, a las cinco”, escribió.

Sus asesores estaban con él, discutiendo sobre la inconveniencia de incluir la palabra “obreros” en el discurso que daría el lunes siguiente, cuando el senador recibió ese llamado, y lo atendió en su presencia. Pero ellos tampoco notaron nada raro en esa conversación. El senador acostumbraba cerrar transacciones –algunas más lícitas que otras- por teléfono, y “el puente” podía ser perfectamente  algún café o restaurant de los que el senador era asiduo. Además, apenas colgó, siguió hablando con ellos sin dar demasiada importancia a la interrupción, y sin disculparse tampoco por ella, como era su estilo.

Antes de que se fueran, el senador pidió que analizaran unos documentos y se confundió de maletín. Lo puso sobre la mesa, pensando que era el suyo, y lo abrió completamente revelando su curioso contenido. Estaba repleto de dinero, con los fardos de billetes cuidadosamente ordenados como si fuera  el de un narcotraficante. Lo cerró de inmediato, lo guardó y sacó los documentos de su otro maletín. Les explicó sin vacilaciones sobre qué trataban y los despidió con un apretón de manos.

Los asesores no le dieron importancia a lo que presenciaron, de hecho, ni siquiera lo comentaron al salir de la casa del senador. Estaban acostumbrados a sus excentricidades, dentro de las cuales se contaba la manía de guardar las cosas donde nadie esperaba encontrarlas. Como esa vez que, en medio de un desayuno oficial, se quitó el sombrero antes de sentarse a la mesa y sacó dentro de él una manzana, argumentando que su diabetes no le permitía comer pasteles.

Cuando se fueron, el senador volvió a abrir el maletín y contó el dinero tres veces, para estar seguro de que no había errores que pudiesen motivar una venganza. Eran cincuenta millones de pesos, en billetes de veinte mil. Antes de cerrarlo, cambió uno de los billetes que tenía una punta doblada, por uno que sacó de su billetera, perfectamente estirado. Cuando estuvo seguro lo volvió a cerrar y sacó un puro de un cajón de su escritorio, encendió su equipo de música y puso un disco de Sinatra. Eran la una y media de la madrugada.

El senador aprovechó de organizar las cosas para su jornada, y cuando terminó se dispuso a acostarse, pero pensó que era ya muy tarde para alcanzar a dormir, y se volvió a sentar. Justo en ese momento alcanzó a ver a su empleada pasar frente a la puerta de su escritorio, toda despeinada y en camisa de dormir, y le pidió que le preparara un café. La mujer, todavía media dormida, se sobresaltó tanto al escuchar la voz de su patrón que por un instante vio todo negro. Le preguntó, sorprendida, que hacía despierto a esas horas. “Estoy trabajando”, contestó el senador, y ella tuvo que apresurarse para que él no viera su sonrisa.

A ella sí que le extrañó la situación. La casa en que trabajaba era gobernada por la rutina, y a esas horas ya todos debían haber estado durmiendo. Tanto el desvelo del senador como la ausencia de Tamara no eran comunes, y el insomnio propio, del que ella nunca era víctima, podría haberla angustiado si no hubiera luna llena esa noche, a la que atribuyó las circunstancias. La misma Tamara habría de contarle la verdad de lo que realmente  pasaba, pero mucho tiempo después, cuando el senador ya no estaba en este mundo.

Con el café en la mano, el senador se puso a reflexionar.  Pensó que la hubiera dejado morir si ella no tuviese recién veintiún años y una inteligencia sobre el promedio. Pensó también que esas cosas no pasaban cuando su tío el general  estaba en la presidencia, y que si hubiese pasado, con lo mucho que lo quería, le habría puesto él mismo un balazo en la frente a los atrevidos y nadie hubiese osado a hacerle nada. -Para esto querían democracia los hijos de puta-, dijo en voz alta después de tomar el último trago de su café. Pensó, por último, cuánto habrían cobrado por el rescate si hubiese sido él el secuestrado, pero toda cifra le pareció poco. Y, entre todo esto que pensaba, pensó también que su empleada era una descuidada, porque alcanzó a ver cuando le llevó el café que no se había depilado las piernas, y súbitamente, también, recordó la palabra que se le había escapado de la mente hace una semana y que le impedía presentar su moción en el congreso. La palabra era “parámico”, y la anoto en la misma libreta en que había anotado los detalles del encuentro. “En el puente, a las cinco”. Entonces miró el reloj y vio que eran las tres y media, se puso un abrigo y salió de la casa en su auto particular.

En el camino siguió escuchando el disco de Sinatra, y pensó que a esas horas la ciudad tenía un leve aire a Nueva York. Se detuvo en el puente a las cuatro y treinta y seis minutos, y puso el maletín sobre sus piernas. Así esperó hasta las cinco en punto, cuando vio detenerse frente al suyo, al auto descrito por el teléfono durante la tarde.

El senador bajó y puso el maletín en el suelo. La puerta del otro auto se abrió y vio bajar de él a Tamara, mucho más compuesta de lo que él pensó que estaría. Tamara lo abrazó y le besó la mano, y en ese momento, por primera vez en el día, el senador sintió que algo andaba mal, porque ese no era un abrazo de agradecimiento.

-Perdóname, papá, pero me enamoré de un comunista- le dijo Tamara mientras recogía el maletín y volvía a subir al auto.

“¡Puta!”, escuchó ella que su padre le gritaba mientras se perdía en la ciudad con su amor imposible, cuando abrió la ventana del auto para lanzar al rio el maletín recién hurtado, y en el que no había encontrado más que documentos, uno de los cuales, alcanzó a ver, tenía un espacio vacío en medio de un párrafo, encerrado con pluma en un círculo y rellenado en manuscrita con la frase: “SE ME OLVIDÓ”.

*Puedes oir y descargar el podcast de este cuento en MP3 en http://www.ivoox.com/en-puente-a-cinco-audios-mp3_rf_808048_1.html