miércoles, 31 de agosto de 2011

LA DECISIÓN



Desconecté el teléfono porque no quería más llamadas. Quería pensar. Creo que es lo que mejor hago y paradójicamente, lo que menos he hecho este último tiempo. Desde aquel día en que le dije que sí, que he vivido encerrada en una burbuja, un sueño, un mundo ficticio del que recién ahora estoy saliendo.  Ahora… justo ahora.

Lo noté cuando abrí el clóset para sacar los zapatos, los zapatos reina -porque otros dan mala suerte- que me regaló mi madre hace unos días, adelantándose a mi mal gusto. –Por dios, llegó la hora- me dije, viéndome en el espejo de cuerpo completo de la puerta del clóset, en medio de ese enorme vestido de novia. Y entonces la pregunta vino a mi mente… ¿Qué estás haciendo, María José?

El teléfono sonó nuevamente, como no ha dejado de hacerlo todo el día, y fue ahí cuando lo desconecté. Los distractores como el teléfono me impedían analizar la realidad. Esa que ahora, indolente, se me vino encima como una avalancha.

¿Será posible? Yo, la Coté Betancourt, metida en un vestido blanco, a minutos de entrar en una iglesia enorme repleta de nardos, a casarme con Patricio. -Esto es surrealismo puro- me dije. Ahora sé que en el fondo siempre supe que esto pasaría, que a último minuto, cuando todo estuviera listo, tendría que tomar la decisión.

 ¿En qué cresta estaba pensando? Siempre supe que no sería capaz. No sé en qué minuto perdí la noción de lo debido, qué pájaro descarriado se vino a posar en mi mente para alborotar mis pensamientos. Pésimo momento escogí para pensar con la cabeza fría.

Tal vez fuera la presión, el momento, la forma. Tal vez esas mala costumbre mía de pensar como adolescente cuando debo tomar decisiones importantes. Quien sabe, el asunto es que cuando debía decir que no, dije que sí.

-¡Estamos al aire!

-Bien, continuamos, nuestro corresponsal en Londres tiene una noticia de último minuto. Adelante Javier, ¿qué novedades nos tienen los juegos olímpicos?

-Los juegos olímpicos ninguna, María José, pero este joven que tengo a mi lado nos tiene una novedad interesante.

-Coté, mi amor, espero que no te enojes por esta sorpresa, pero quiero que todo el país sepa que te amo, que eres la mujer de mi vida, que no puedo vivir sin ti, que la distancia me está matando y que sería el hombre más feliz del mundo… si me dijeras que sí.

-Es un hermosa sortija, ¿no, María José?

Definitivamente no tenía otra opción, no había otra. El error ya lo había cometido, en su última visita a Chile, en la embajada, cuando me notó nerviosa y me tomó la mano, me miró a los ojos y me dijo: “tranquila, Coté, no hay razón para el nerviosismo, ya todos saben lo nuestro…o es que acaso…. María José, ¿es que acaso todavía no lo dejas?”.

 Fue el mirar sus ojos de niño, sentir la presión de su mano en la mía, fue el entender que las promesas se cumplen y que no se juega con los sentimientos cuando son auténticos. Y le dije que sí, que lo había dejado. Aunque la verdad fuera otra.
   
 Siempre supe que me hacía daño, que estar con él, con el otro, era matarme por dentro. Siempre supe, de verdad, que debía dejarlo, olvidarme de él para siempre. Pero no podía. Hay cosas más fuertes que las convicciones morales, los instintos. Y encerrarme con él en el baño del estudio, tenerlo entre mis manos, ofrecerle mis labios, era una experiencia sublime. Cuando estaba con él me enceguecía, me trasladaba al paraíso, me olvidaba de Patricio, por completo.

Algún día debía terminar, lo sabía. Pero era tan irresistible que me hacía incapaz de ponerle atajo. No era una cuestión de costumbre, como Patricio me aseguró cuando me pidió que lo dejara. No, era una cuestión irracional, visceral. Era una cuestión de placer. Y es que nunca estuve segura de si amaba o no a Patricio, pero siempre estuve segura de que a él lo odiaba, lo odiaba con todas mis fuerzas, pero no podía dejarlo. Por mucho que quisiera a Patricio como nunca antes había querido a nadie, sabía que no podía darme el placer que él sí podía darme.

Ya era tarde, muy tarde. Esa loca idea nuestra –como todas nuestras ideas- de romper el hielo y llegar a la hora ya no había funcionado. Sabía que Patricio estaría preocupado, que los invitados y la prensa comenzarían a especular. Sabía que el país entero comenzaría a hacer sus apuestas. Pero ahí estaba yo, vestida de novia, sentada en mi cama, esperando tomar la decisión.

-¿Qué hago?

El plan era simple. Habíamos resuelto que después de la ceremonia no habría fiesta. Pasaríamos la noche juntos en mi departamento, bebiendo la champaña que especialmente trajo de París, y temprano en la mañana tomaríamos el vuelo a Londres. Ahí viviríamos hasta que lo trasladaran o se retirara, en el primer mundo, como siempre soñé. La vida diplomática sería fácil, yo domino el inglés y me agrada la vida social. El protocolo, las recepciones, los viajes, no serían problema. Iba a ser la esposa perfecta del hombre perfecto.

Era sólo un trámite. Ir, decir acepto y punto. Nada más. Con eso mi vida perfecta habría comenzado. Pero no podía, ahora lo sabía bien, porque ahí estaba su imagen, su olor, perturbándome. Pensé que lo había olvidado. Después de meses sin él, sería demasiado estúpida al renunciar al hombre de mi vida por una obsesión sin importancia. Sabía que sería un escándalo, que me marcaría para toda la vida, pero me estaba dando cuenta que aunque quisiera, sin él, no podía vivir.

El citófono sonó.

-Señorita Coté, el chofer la está esperando, dice que ya es tarde.

Era el minuto de decidir. ¿Con quién me quedo? No puedo ser racional en estas circunstancias. Es obvio que lo correcto es Patricio, nuestro proyecto de vida, nuestros planes. Pero tengo que dejarlo para escoger a Patricio, y ahí está el problema.

-Señorita Coté… ¿está ahí?...

Saqué las botellas de champaña del congelador y las puse en la maleta. Salí. Mi corazón latía con fuerza, estaba echando todo por la borda, sabía que en cierto sentido estaba destruyendo mi vida. Cuando estuve abajo las puertas del ascensor se abrieron y el conserje me deseó felicidad. Avancé segura, decidida. El chofer me saludó cortés y abrió la puerta del auto. Me detuve. Vacilé por un momento, ya no había tiempo, lo que hiciera en ese segundo determinaría el resto de mi vida. Cerré los ojos y me armé de valor.

Volteé y cambié de rumbo, con los ojos cerrados, podía sentir las luces de las cámaras dándome en el rostro. Apresuré el paso, poco a poco, no me di cuenta cuando comencé a correr. De pronto me vi frente a mi camioneta, lancé la maleta a la parte trasera y me subí rápidamente, encendí el motor, puse la radio a todo volumen, y aceleré, desesperada, como huyendo del mundo, sólo aceleré.

No sé como llegué aquí, no sé siquiera donde estoy, pero hasta aquí duró mi gasolina y mi frenética carrera terminó de improviso. En todo lo que abarca mi mirada no hay absolutamente nada, sólo arena, mar y montañas.

Comenzaba a obscurecer cuando me recuperé de la adrenalina y me decidí a bajar a la playa. El viento marino desordenó mi peinado perfecto. No podía imaginar una escena más grotesca que esa. Vestida de novia, sola en medio de la nada, caminando por la arena con una botella de champaña en la mano.

No sé cuántas horas han pasado, lo que sí se es que ya es tarde para cambiar mi decisión. Que la iglesia debe estar vacía y que Chile entero debe estar comentando mi acto de valentía…o cobardía, quién sabe. Lo cierto es que aquí, por fin, he podido pensar tranquila.

La marea subió y manchó de chocolate mi larga cola… ¿Qué hace la Coté Betancourt con un vestido de novia blanco? quizás debería meterme al agua para mancharlo todo. No, ahora es absurdo, ya no me casé.

A lo lejos una gaviota canta, a lo lejos. ¡Bah, me salió como Neruda!, Neruda y la gran puta que te parió… ¡mira lo que ese mismo amor con el que te llenaste la jeta hizo conmigo!

¿Qué estará pensando Patricio? Cualquier cosa, seguramente, menos que estoy arruinando el vestido por el que pagó miles de dólares. Tal vez le esté dando explicaciones a ese afeminado hediondo a poodle con acento franchute que me enrostró tantas veces la calidad de su vestido y sus noches de vigilia. Tal vez esté auxiliando a mi madre, infartada quizás por el bochorno.  

En fin, sé que volver al mundo real no será fácil. Pero nada es fácil en esta vida. Dejarlo no hubiera sido fácil. Lo sé. Lo sé porque lo intenté varias veces y no pude. Y aquí estoy, gracias a él. Estoy conciente que mi vida de aquí en adelante será difícil, estoy conciente, y es justamente por eso que no puedo entender porqué río tanto. Quizás me esté volviendo loca, quizás sea la champaña, quizás sólo una reacción mecánica del cuerpo para contraer los músculos y evitar el frío. Ese frío quemante que cala los huesos, a esta hora, en la playa.

Hace frío, mucho frío. Pero yo no tengo frío, porque no lo dejé. Ni con sus abrazos ni con sus caricias habría podido Patricio quitarme el frío. El único que puede hacerlo es el cigarro, ese cigarro que fumo ahora y que he estado fumando hace horas, uno tras otro, consumiendo lentamente su exquisito tabaco, llenando mis pulmones con su suave caricia.

Había dejado la cajetilla sobre el refrigerador cuando Patricio me pidió que lo dejara, quizás porque sabía que en algún minuto lo iba a necesitar. Le quedaba un poco más de la mitad, y estaba intacta cuando la puse en la maleta. Cuando ya había tomado la decisión.
   
Y es que aunque quisiera a Patricio como nunca a nadie, y aunque amara de él sus principios naturistas  y su causa antitabaco, lo cierto es que en el fondo éramos tan incompatibles como el agua y el aceite. Porque él no podía estar con una fumadora. Y yo, definitivamente, no podía dejar el cigarrillo.

martes, 23 de agosto de 2011

ENTRE LÚCUMA Y PASAS AL RON



Me la encontré en el supermercado, veintitrés años después. La reconocí por su voz, esa que, hace veintitrés años, quise que saliera de sus labios para decir sólo dos palabras, tan simples y a la vez tan llenas de algo, en ese contexto, tal vez sentimiento. –Yo también-. Pensé que lo diría, lo sentí, lo esperé. Pero no dijo nada, hizo un gesto, como si me fuera a besar en la mejilla, pero pareció arrepentirse y sólo se fue, se alejó sin voltear, sin dar al menos esa última mirada que ingenuamente imaginé que me daría, parado junto a la fuente del parque, hasta que su silueta desapareció entre los árboles y la gente, esa tarde de otoño en que le dije lo que por años había guardado sólo para mí: -Te amo.

La vi hablando por teléfono mientras hurgueteaba las cajas de helados, y en tan cotidiana escena me pareció sin embargo hermosa, tan hermosa que me quedé pasmado como quien ve una aparición angelical. La aparición angelical que era ella hace veintitrés años atrás y que nunca pude sacar de mi memoria.

Cargaba con el tiempo mucho mejor que yo. Conservaba aún ese cabello cobrizo que le daba aires de mundo, y ese perfil soberbio de las mujeres míticas que encajaba tan bien con su carácter decidido, y que combinado con la sutil dulzura de sus ojos, siempre le dio un aura de enigma tan atractivo que la hacía irresistible para mi entusiasta corazón adolescente.

-¿Irene?-  Le dije cuando la vi guardar el teléfono. -¿Te acuerdas de mí?

Ella no se había percatado de mi presencia, a su lado. Su atención la tenía en descifrar cuál de las dos cajas de helado que había encontrado, ambas de sabor pasas al ron, sabría mejor, y me miró con extrañeza unos segundos, como buscando en sus recuerdos este rostro de barba y anteojos, que comenzaba lenta y tempranamente a ser víctima de las arrugas, oportunistas en un cuerpo cansado ya de cargar con la nostalgia. Sonrió.

-¡Por Dios! ¿Rafael? ¿Rafael Moncayo?

-Sí. El mismo. ¿Cómo estás?                                                                           

-Hola. Bien, bien, valla, no te reconocí.

-Bueno, he cambiado un poco.

-Sí, claro, han pasado los años… uff, cuantos años ya…

-Veintitrés.

No pudo ocultar su sorpresa. Y no supo que decir. Dejó esa mirada general, esa que uno da cuando se encuentra con alguien de quien los años alejaron y cuya imagen no concuerda con aquella que se tiene enfrente, y me miró directo a los ojos, tal como lo hizo en aquella tarde otoñal.

-Veintitrés años.- Dijo.

-Tú estás igual.

-Ah, gracias, no te creo mucho pero acepto el cumplido.

-Tienes la misma voz.- La vi reír.

-Creo que es lo único que pude mantener intacto.

-Aunque veo que tus gustos han cambiado.

-¿Cómo dices?

-Pensé que te gustaba el helado de lúcuma.

Ella miró el helado en su mano y se quedó pensando un momento. Me miró luego con extrañeza.

-Es para mi marido.

Sus palabras me parecieron un cubo de hielo en los párpados del soñador que se resiste a despertar.  Tres palabras tan simples y a la vez llenas de algo, en ese contexto, tal vez  sentimiento.

-Entonces te casaste.

-Sí. Dos veces. El primero era un imbécil, el actual no lo es tanto. Aunque tiene pésimos gustos para el helado.

Reí sin ganas pero reí.

-Te imaginaba en Puerto Pacífico.

-De hecho, allá vivo. Soy profesora de la universidad, tengo una casa cerca de mi trabajo. Hice mi vida allá, junto a la playa.

Su vida allá, junto a la playa. Tal como me lo dijo esa tarde en el parque: “quiero hacer mi vida junto a la playa”. Yo no. Yo me quería quedar en la ciudad. No se lo dije esa vez, pero ella tampoco me lo peguntó. Tal vez si lo hubiera hecho, los deseos de partir junto a ella hubiesen sido más fuertes. Tal vez no, quién sabe. Éramos jóvenes y no teníamos nada, sólo nuestras almas románticas y un incierto futuro por moldear, yo una cabeza llena de sueños de cambiar el mundo y ella una matrícula en la universidad de Puerto Pacífico. Nada podíamos ofrecernos esa tarde, nada más que palabras, tan simples y a la vez llenas de algo, en ese contexto, tal vez sentimiento, como “te amo”, que yo le ofrecí, y como “yo también”, que ella no quiso ofrecerme.

-De vez en cuando, en todo caso, vuelvo. Esta ciudad me hace falta. La nieve, el barrio… el parque.

No sabía ella cuanto a mí me hacía falta el parque. No sabía que cada día fumaba un cigarro junto a la fuente. No sabía que lejos de ese lugar no podría vivir, sin su recuerdo, sin su silueta las tardes de otoño, entre los árboles y la gente.

-Yo tengo un departamento junto al parque. Vivo solo. No me casé, ni hijos, ni nada, con un trabajo de columnista en un periódico local no se puede hacer mucho.

-Lo sé, me lo dijo Francisco hace unos días. Me lo encontré en el cine, y le pregunté por ti.

-Hace mucho que no lo veo.

-Dijo que podríamos reunirnos un día.

-¿Cuándo te vas?

-Mañana. Todavía me quedan vacaciones pero mi marido trabaja el lunes. Si tuviera hijos, tal vez me hubiera quedado unos días más.

Su teléfono sonó nuevamente. Ella se apresuró a sacarlo de su cartera y yo a despedirme. Le dije que entonces sería para la próxima y tomé mi canasto para partir, pero ella cortó la llamada sin contestarla.

-Tal vez me hubiera quedado para siempre, si no tuviera marido.- Me dijo, y me pasó el teléfono. -Anota tu número, te llamaré la próxima vez que venga, a veces organizan congresos de profesores universitarios y tengo más tiempo, porque vengo sola.

-¿Hay alguno agendado?- Pregunté distraído mientras anotaba mi número, sin imaginar siquiera las palabras que tendría por respuesta, palabras tan simples pero tan hermosas, palabras tan llenas de algo, en ese contexto, tal vez  sentimiento.

-No lo sé. Quizás en otoño.-

Nos miramos a los ojos mientras le devolvía el teléfono, y por un segundo nuestras manos hicieron contacto, sólo leve y rápidamente, no como esa tarde en el parque, pero, como esa tarde, pude sentir en el corazón aquello que no sentía desde hace veintitrés años.

-No sabes las ganas que tengo de tomarme un helado de lúcuma- Me dijo de pronto mirando la caja que puse en mi canasto sólo segundos antes de verla aparecer. –Veo que tus gustos no han cambiado.

Sonreí. Y ésta vez sí tenía ganas de hacerlo.

-Llámame, en serio. Quiero verte otra vez.

Y en ese instante, como en el sueño de un soñador que se resiste a despertar, pareció que los años no habían pasado, que esa tarde en el parque no fue más que una pausa en una historia cuyo final no se había aún escrito, que volvíamos a tener un futuro por moldear, esta vez nuevo, y que teníamos, otra vez, nuevas palabras para ofrecernos.

-Yo también…- Me dijo, sonriendo, me besó en la mejilla y se fue. Caminó sin decir adiós, como aquella tarde en el parque, pero ahora no hacía falta, esta vez no era una despedida. Lo supe porque antes de ver desaparecer su silueta entre los pasillos y la gente, se detuvo un momento, y volteó. 

domingo, 14 de agosto de 2011

MENSAJE PARA FELIPE


Habían pasado seis años, pero Felipe aún no lo superaba. Asistía todas las semanas a terapia, para intentar erradicar de su cabeza las imágenes que volvían en sus sueños, cada noche. Esas imágenes que no dejaban de perturbarlo, que no le permitían vivir tranquilo. Las imágenes de esa noche. La noche en que la culpa iría a parar junto a él, para no dejarlo solo, nunca más.

Se habían conocido de pequeños, en el barrio. Vivían uno frente al otro, y sus familias atesoraban una amistad de años. Crecieron y se criaron juntos, como hermanos. Eran amigos, cómplices y confidentes, al punto de compartir todo, incluso la pasión por el tenis, que juntos practicaron desde adolescentes en el mismo club, con el mismo entrenador. Luego, claro, Felipe dejaría para siempre las raquetas, porque su compañero en la cancha y la vida ya no estaba. Y era por su culpa.

Fue una noche de Noviembre. Un sábado. La fecha exacta nunca habría de olvidársele a Felipe, y cada año, en esa fecha, se encerraba en su habitación el día entero, a llorar.

Ambos habían sido seleccionados para representar a su universidad en el extranjero. Estaban felices. Era su sueño, viajar y competir juntos. Se irían en Enero, los primeros días. Tendrían que entrenar a diario, incluso en la noche. La universidad suspendería sus exámenes hasta marzo así que tendrían luego tiempo para estudiar. Ahora debían enfocarse en el torneo, había que ganarlo, no habría otra oportunidad. Era ahora o nunca, ganarían. Luego aprovecharían de conocer el país anfitrión, sería un verano inolvidable. Se abrazaron varias veces el día en que lo supieron. Había que celebrar.

-No, Pipe, mejor acostémonos temprano, así empezamos a entrenar mañana, no podemos perder tiempo.

-¿Estás loco? Hoy es la última noche en que podré desvelarme, tomarme un trago. Vamos, Andrés, celebremos, lo merecemos.

Andrés tenía en el rostro esa expresión que Felipe conocía bien, y que acostumbraba tomar cuando quería rechazar algo sin ánimos de perder la amistad. Hace tiempo no salían juntos y siempre era por las evasivas de Andrés, que parecía estar más concentrado en sus estudios que en disfrutar su juventud, como siempre se lo reprochaba Felipe, que guardaba aun el entusiasmo que los caracterizó a ambos en su adolescencia. 

-Después, Pipe, con la copa en las manos, ahí nos damos la fiesta del siglo, nos emborrachamos hasta el coma si quieres, pero hay que ganárselo, Pipe, trabajar para eso.

-Pero es la última noche, la despedida, y de aquí al torneo nos portamos bien, celebremos, vamos, que después de todo estoy muy ansioso y no podré dormir, y mañana es domingo, siempre se empieza los lunes, vamos, acompáñame, ¿sí?, No me dejes solo.

Andrés sonrió. Claro que no lo dejaría solo, lo acompañaría, aunque no tuviese ganas, celebraría con él, alzarían sus copas, conocerían un par de chicas, las impresionarían contándole del viaje. Sólo eso quería Felipe y él podía darle en el gusto, así que lo haría.

Subieron al auto felices, con la música al máximo se fueron cantando a toda voz, como queriendo enrostrarle al mundo su alegría, que todos supieran que ellos estaban conociendo el éxito, merecido, ganado con tanto esfuerzo, y que pronto alcanzarían la gloria, juntos, como siempre.

Fueron al bar de costumbre. Andrés no quería beber, pero Felipe lo convenció. –Para brindar- le dijo extendiéndole una cerveza, pidiéndole con la mirada que no se la rechazara. Brindaron por la vida y recordaron viejas anécdotas, hicieron planes para el viaje, diseñaron un horario de entrenamiento. Y en eso se bebieron cinco latas, una para Andrés, cuatro para Felipe. –Ya, basta- le dijo Andrés cuando lo vio alzando la mano para pedir otra. Su amigo le guiñó el ojo.

-Ya es tarde.

-Andrés, mi idea de celebración no era precisamente tomarme un par de cervezas, sólo contigo, en el lugar de siempre. Vamos a bailar ¿te animas?

-No, Pipe, ya es tarde y estoy cansado. Quiero irme a la cama.

-Oye ¿sabes de qué me acabo de acordar? Hoy es el cumpleaños de Priscila, hay fiesta en su casa, ayer en la universidad me dijo que fuéramos, ¿vamos?

-No, es suficiente. En serio, anda a dejarme a la casa.

Felipe sonrió. –Contigo no se puede. ¡Eres un anciano! Un maldito anciano al que quiero demasiado. Pero está bien, tú ganas, nos vamos-. Le entregó las llaves y le pidió que esperara en el auto, él pasaría al baño, le dijo. Andrés sacó el auto del estacionamiento y lo puso frente a la puerta del bar, luego volvió al asiento del copiloto y sintonizó una buena radio. Ya estaba sintiendo ganas de bostezar. Minutos después, vio salir a Felipe, con una botella de vodka en la mano.

-Mira el regalo que le acabo de comprar a Priscila ¿crees que le guste?

-¿Vas a ir?

Felipe puso en marcha el auto. –Vamos a ir- aseguró.

Andrés le pidió que no insistiera, pero Felipe fingía no escucharlo, mientras acomodaba la botella entre sus piernas y la abría con una mano. Andrés no se percató, miraba por la ventana atento al camino, para que su amigo no se desviase hacia la casa de Priscila, y seguía intentando convencerlo, con que estaba cansado, con que tenía sueño. -Y no sólo me vas a acompañar a la fiesta, Andrés, también tomarás el volante y me llevarás tú a mi casa, porque no permitirías que tu amigo conduciera alcoholizado ¿cierto?-. Cuando Andrés lo vio, ya era tarde, Felipe había bebido buena parte de la botella, aunque se apresuró a arrebatársela, supo de inmediato que el plan de Felipe había funcionado.

-¡No es gracioso, detén el auto! Te voy a llevar a tu casa y mañana pasas por él a la mía.

-¡Vamos, Andrés, se supone que esta es nuestra noche!

-Dobla en la próxima calle, déjame en mi casa, si te quieres matar no es problema mío.

-Pero Andrés, la casa de Priscila queda a tres cuadras.

-Detente en la esquina, Felipe, voy a caminar.

Felipe vio la luz amarilla en el semáforo y supo que si se detenía Andrés bajaría. Hace tiempo no cometía una locura y estaba sintiendo ganas de hacerlo. Más esa noche en que el entusiasmo del triunfo le hacía sentirse dueño del mundo. -¿Sabes qué te hace falta para motivarte, Andrés? ¡Un poco de adrenalina!

 Se encontraron de frente con la roja, pero Felipe aceleró. Andrés tomó el freno de manos pero vio en el retrovisor a los autos que los seguían demasiado cerca, le gritó que parara, pero lo vio riendo, se acercaban a la esquina a una velocidad demasiado peligrosa, intentó calcular el movimiento del freno pero era tarde, si lo activaba se perdería el control del auto, le rogó que se detuviera. -¡Felipe, para, me vas a matar!- le gritó. Felipe no se detuvo, avanzó con la vista fija en la luz roja, hasta que otra luz, una amarilla, la opacó. Venía de su costado, alcanzó a girar la cabeza y vio la silueta de Andrés envuelta totalmente en aquella luz. Eso fue lo último que pudo ver con claridad. Y la bocina, una fuerte bocina de camión, lo último que escuchó, antes de un estruendo descomunal pero corto, que le pareció de una fracción de segundo.

Luego de eso, sólo líneas recuerda haber visto Felipe, y un silbido constante, haber escuchado. De distintos colores, blancas, grises, verdes, negras, todas revueltas como en un cuadro abstracto, parecía que esas líneas acaparaban todos sus sentidos, porque su sonido era ese silbido, su sabor, una mezcla rara de salado con un leve toque dulce, y su olor, como a humo de aceite de cocina y tierra mojada. Y sólo eso veía, líneas.

Despertó minutos después, policontuso, en la ambulancia. Las manos frías de unas siluetas blancas de voces lejanas le tomaban los brazos y el cuello. Las pudo ver con dificultad, en medio de una especie de niebla roja, y a medida que abría sus párpados lo iba inundando un dolor agudo y general, que le hizo difícil el respirar. Tenía la boca seca y amarga, y su lengua pareció palpar un par de orificios donde acostumbraba haber dientes. Intentó pronunciar la palabra “Andrés”, pero no pudo, estaba adormecido, y volvía a ver todo obscuro, poco a poco, hasta que sólo pudo ver un negro profundo, y sólo escuchar una cosa, la voz de su amigo, gritándole “me vas a matar”.

Volvió a despertar en el hospital. Era una amplia sala de un recinto público, repleto de camas en las que no vio a su amigo. Su madre estaba sentada junto a él, con un rosario en el cuello. se notaba que había llorado. Lo primero que hizo Felipe fue preguntarle dónde estaba Andrés. Sollozó. –Andrés…ya no está- le dijo. Felipe sintió que el corazón se le encogía y quiso pensar que estaba soñando, cerró los ojos con todas sus fuerzas intentando despertar, pero no consiguió más que llenar su mente con el eco de las últimas palabras de su amigo, prediciendo el final que llegó.

Andrés había muerto casi de inmediato, el impacto lo hizo contorsionarse de forma tal que se quebró una vértebra vital. El médico de turno le aseguró que no alcanzó siquiera a sufrir. Él estaba bien. Con muchos huesos fracturados pero nada grave, estaría sólo unos días internado. Estuvo muchas horas sumido en una mudez preocupante. –Es el shock- le dijo a su madre, intentando tranquilizarla, el doctor a cargo. Sólo unas palabras alcanzaba de vez en cuando a pronunciar Felipe: “él no quería”, y volvía a callar. Dentro de su cabeza, en todo caso, no había silencio, estaba la voz de Andrés, repitiendo, una y otra vez “me vas a matar”.

Días después lo visitaron los padres de su amigo, vestidos de luto y con anteojos obscuros, venían del funeral, sinceramente preocupados por la salud de Felipe. Lo abrazaron y lloraron juntos. Felipe había ya llorado tanto que ni fuerzas tenía, la enfermera que los condujo hasta la sala les había dicho que se negaba a comer y estaba pálido, temblaba. Ellos le dijeron que no guardaban resentimientos, ni ellos ni sus amigos. Aseguraron que lo enterraron con fotos de todos a quienes Andrés quería, como se los había pedido una tarde de paseo en que ellos lo regañaron por hablar estupideces. Y entre las fotos que pusieron estaba la suya. Andrés sólo pudo pronunciar una palabra durante todo ese encuentro, la palabra “perdón”. La repetía tanto que cada vez se le hacía más difícil, por el llanto. La madre de su amigo le acarició el rostro con ternura –Felipe, fue un accidente- le decía.

Sus amigos, aún impactados por lo sucedido, fueron al día siguiente, aconsejados por los padres de Andrés. Se hicieron el ánimo y partieron a darle apoyo a la que creían la segunda víctima de un destino cruel. Le dijeron que Andrés lo había querido mucho, que entendían su dolor y que no se sintiera culpable, que a todos les llega su hora en el momento en que tiene que llegar. Pero Felipe estaba deprimido, y lo seguiría estando los años siguientes. Detuvo sus estudios y dejó el deporte. Se convirtió en un hombre solo de sonrisa difícil, nada parecido a lo que era antes del accidente. Sus amigos y su familia intentaban sacarlo de su ostracismo con todo tipo de distracciones, intentaban convencerlo de que nadie lo creía un asesino.

La familia de Andrés, que lo había perdonado la misma noche del accidente, cuando sus padres –que vieron tan afectados como ellos- le dieron el pésame en el hospital, también intentó ayudar en la recuperación de Felipe. Le ofrecieron las raquetas y la ropa de Andrés, porque a él le habría gustado, le dijeron, pero Felipe las rechazó. Lo invitaban a los cumpleaños de su hijo, que celebraban sagradamente, advirtiendo antes a los invitados que no querían miradas incómodas -porque es como nuestro hijo- decían. Incluso el padre de Andrés, abogado, colaboró en su defensa y testificó a su favor en el proceso, finalmente favorable a pesar del alcohol en su sangre que los exámenes revelaron, y que ellos entendieron como normal en jóvenes que celebraban. Y su esposa, con una carrera reconocida en el ámbito psiquiátrico, lo llevó a la clínica en que trabajaba para ofrecerle terapia, que Felipe aceptó amablemente pero de mala gana, porque estaba seguro de que nada podría quitarle la culpa tan grande que llevaba sobre sus hombros, y menos hacer desaparecer la imagen de Andrés, que cada noche, en sus sueños, a veces en el auto, a veces parado en la puerta de su casa, a veces mezclado entre la gente en la calle, le decía mirándole a los ojos: “me vas a matar”.

En terapia relataba todas las semanas su experiencia. Lo acompañaban personas de tragedias similares. Eso le ayudó, al menos, a tener la fuerza para recordar esa noche cada vez con menos dificultad y dolor. Pero siempre terminaba llorando.

Allí conoció a Ana, joven como él, con una historia tan impactante que cuando le tocó escucharla, le dejó boquiabierto la serenidad de su voz. Ana había matado a su pequeña hija, también por una negligencia que no se perdonaría nunca.  

-Tenía cinco años. Nos bañábamos juntas, en la tina. Siempre lo hacíamos, porque le gustaba que jugáramos con sus patitos de plástico. Pero ese día quiso quedarse un rato más en el agua, quería que sus deditos quedaran como de viejita.- Felipe presentía que su historia tendría un final terrible, pero no le angustiaba. Podía ver que en ella el recordar ese momento no era una tortura, como lo era en él. Incluso, al repetir las palabras de su pequeña: “como de viejita”, Ana sonreía, como si la estuviera viendo. –yo salí de la tina antes que ella, ese día. Seguíamos jugando. Le aseguraba que cuando terminara de secarme con la toalla ya tendría sus dedos arrugados, y ella guardaba sus manitas bajo el agua hasta que yo terminaba, y luego las sacaba y me decía riendo que todavía no. Entonces cuando acabe de ponerme el pijama… ¿aún no?...entonces cuando acabe de lavarme los dientes… ¿aún no?...entonces cuando termine de secarme el cabello…-Ana se detuvo, y un brillo de lágrimas inundó sus ojos, pero no lloró. –Acostumbrábamos secarnos el cabello juntas, en la cama. Yo se lo secaba a ella mientras la peinaba, y luego ella hacía lo mismo conmigo. Pero ese día no. Conecté el secador en el baño y comencé secarme sola. De vez en cuando le lanzaba un poco de aire caliente para que riera…- Ana tragó saliva y esperó un rato.
–Sonó el teléfono. Apagué el secador pero no lo desconecté. Lo puse junto a la tina. Salí, contesté, la llamada no era importante pero no corté. Fueron sólo unos segundos, poco más de un minuto. Escuché el sonido del secador, y un grito. Fui a verla de inmediato, pero no pude ayudarla, tuve que bajar al primer piso para desconectar la electricidad. Lo hice lo más rápido que pude, pero ya era tarde.- Ana se cubrió el rostro con las manos unos segundos, como quitándose el semblante triste, y luego miró al cielo, sonriendo. –Ahora está allá… donde los ángeles deben estar.

En el café cotidiano después de la sesión, ambos conversaron. Ana le aseguró que su hija la había perdonado, que lo sabía. Felipe le confidenció que la envidiaba. Él sentía que su amigo jamás podría perdonarlo.

-Conozco a alguien que puede ayudarte. Fue quien me ayudó a mí. Contacta a los que se fueron y su método es efectivo. No es espiritismo ni nada de eso, de hecho, es un sacerdote que lleva años investigando estas cosas. ¿Has oído hablar de las psicofonías? Es simple, activa un aparato grabador de audio y hace preguntas. Con frecuencia obtiene respuestas, no muy elaboradas, claro, son voces, energías que se mueven. Él contactó a mi hija, le preguntó si tenía algo que decirme. Pude oír su vocecita, la reconocí de inmediato, incluso la llevo conmigo y la escucho cada día, me tranquiliza, me da paz.- Ana sacó su teléfono móvil y se lo acercó a Felipe. Se escuchaba un carraspeo constante, su curiosidad escéptica dio paso a un poco de miedo, al no poder imaginar qué voz escalofriante saldría de ahí, pero oyó de pronto, claramente, la voz de una niña pequeña diciendo: “mamita linda”. Felipe miró a Ana sorprendido, y la vio con una expresión de felicidad.

“Mamita linda”… -pensó- ¡qué palabras tan hermosas! Palabras simples, de niña, pero que envolvían tanto. De esas dos simples palabras se podían colegir tantas cosas. Claro, la había perdonado, era evidente. Y también podía pensarse que estaba con ella, que la acompañaba, que la cuidaba. No era una voz de muerta, era la voz de una pequeña feliz, seguro estaba en un lugar hermoso, y no dejaría nunca de ser una niña. Pudo imaginar incluso ese momento, un espíritu de semblante alegre, con el vestido amarillo que Ana le mostró luego también en una foto en el teléfono, y que le gustaba tanto, según dijo. La veía extendiendo sus brazos, mirándola con ternura, conciente de su invisibilidad, diciéndole con ese amor infinito que acostumbran sentir los niños: “mamita linda”. 

Él sería tan feliz de escuchar nuevamente la voz de Andrés. Lo que fuera, cualquier cosa le ayudaría a sobrellevar la culpa. Tal vez reemplazar esas horribles palabras que lo atormentaban: “me vas a matar”, por otras más reconfortantes, otras más asimilables, como “amigo”, como “estoy bien”, como “te extraño”.

Contactó al sacerdote al día siguiente. Estaba muy interesado en el caso, según le dijo. Se reunieron a tomar un café en la tarde. El padre Smith, que así se llamaba el sacerdote, tenía el rostro de los académicos de mucho estudio, una mirada seria un tanto lejana y la piel pálida de quienes se les va la vida en el despacho. Su temperamento, en todo caso, era amable y cercano, de cordialidades propias de un religioso y un acento inglés un poco tímido. Se ganó la confianza de Felipe a los pocos minutos, despejando con paciencia sus recelos de escéptico, que calificó de “comprensibles”. Le relató sus experiencias y le garantizó la efectividad del método. Eso sí, le advirtió, no esperara una conversación con su amigo difunto, ni una declaración construida, que seguro habría preguntas que no obtendrían respuestas y que las que consiguieran serían palabras o frases cortas y a veces sin mucho sentido, porque otras voces deseosas de ser escuchadas se colaban en la grabación. Aseguró que sus experimentos eran serios y que eran examinados por una comisión en el Vaticano, que tenían mucho interés en ellas, porque no sólo ayudaba a los vivos, sino también a los muertos, que vagaban en este mundo queriendo decirle algo a sus seres queridos, antes de irse en paz. Terminó de convencerlo relatándole algunas experiencias, en que palabras como “te quiero”, “viví feliz” o “estoy contigo” ayudaron a apaciguar corazones intranquilos.

Agendaron el experimento para finales de semana, en casa de Andrés. Ahí era donde, imaginaba Felipe, sería más fácil encontrarlo. Días antes visitaron el lugar para que los padres de su amigo, no muy entusiasmados con la idea, conocieran al padre Smith y accedieran. El sacerdote llevó un par de grabaciones que terminaron por darle crédito, y para las que la madre de Andrés, formada en la ciencia, debió reconocer no tener explicación.

El día acordado, Felipe esperó al padre Smith en la habitación de su amigo, viendo fotos de sus años felices. La madre de Andrés, que lo vio invadido por la nostalgia, se sentó junto a él en la cama e intentó persuadirlo por última vez. –Tengo una conexión especial con mi hijo, y estoy segura de que ya te perdonó- le dijo, pero no logró convencerlo, pues el deseo de Felipe por quitarse de la cabeza esas horribles palabras, “me vas a matar”, eran más fuertes que cualquier otra cosa.

Cuando llegó, cargado con carpetas y una pequeña grabadora de audio, el padre Smith solicitó una mesa y dos sillas en la habitación, y pidió que activaran un sonido constante, que pudiera canalizar las ondas de las voces del más allá, un televisor sintonizado en una señal vacía, dijo, o una llave de agua abierta. La madre de Andrés echó a andar la ducha del baño de su hijo, que nunca nadie había usado desde el día de su muerte. El padre Smith rezó un padrenuestro y luego le pidió a la dueña de casa que saliera, se sentó a la mesa junto a Felipe, activó el aparato y comenzó a hacer preguntas. Felipe no dijo nada, sólo lo observó esperanzado en un buen resultado. Cuando terminó, miró a Felipe sonriendo y le dijo que estuviera tranquilo, que todo saldría bien, y que fuera paciente, porque tal vez tendrían que repetir el proceso. Le pidió que cerrara la ducha mientras rebobinaba la cinta, sacó un lápiz de su bolsillo y abrió una carpeta. Cuando Felipe estuvo sentado nuevamente frente a él, con una mirada de susto, el padre le volvió a sonreír, le dijo “aquí vamos”, y echó a andar la grabación.

-Andrés, estoy aquí con Felipe, tu amigo, que te recuerda siempre, pero te extraña mucho, y sufre a diario por lo que sucedió la noche en que te fuiste. Si tú estas aquí también, por favor, danos una señal identificable…

Sólo se escuchó el sonido de la ducha, y el de las respiraciones del padre Smith y Felipe. Algunos sonidos aislados también se escucharon, pero atribuibles a los autos de afuera o algún movimiento de ellos mismos. Sólo al final de la pausa se oyó algo, casi junto a la voz del sacerdote que comenzaba a hacer una nueva pregunta, algo como una tos, como un intento de hablar, casi imperceptible.    

Felipe miró al padre Smith y éste pausó la cinta. – ¿Escuchaste algo?- preguntó, pero Felipe movió la cabeza en señal de negación. Volvió a activar el aparato.

-Andrés, probablemente no lo sepas, pero ya no estás en el mundo de los vivos. Tuviste un accidente junto a Felipe, tu amigo, que conducía esa noche y que está muy arrepentido de lo que hizo. Él te quería mucho y nunca habría deseado hacerte daño, fue un accidente involuntario. ¿Lo recuerdas?...

Nuevamente silencio, sólo la ducha se escuchó por unos segundos. De pronto algo. Una “s” prolongada, como el sonido del viento, seguida por una “i”, corta y seca, fácilmente captable y que no pertenecía ni a la voz de Felipe ni a la del padre Smith. El sacerdote puso pausa de nuevo. -¿Lo escuchaste?- Felipe estaba pálido. Le dijo que sí, claramente nervioso. El Padre Smith se acomodó en la silla con actitud interesada. – ¿Era la voz de Andrés?-. Felipe no se atrevió a confirmarlo, no estaba seguro, le dijo. –Después escuchamos con más atención- le dijo el sacerdote, al verlo un poco asustado, y volvió a activar el aparato.

-Has entrado, Andrés, en la vida eterna. Tu destino ahora es el sueño, en paz. Donde estás hoy no hay maldad ni peligros, allí te encontrarás con tus seres queridos que como tú, ya partieron, y con los que partirán después. Andrés… ¿estás bien?... ¿te sientes en paz?... ¿es un lugar mejor?...

Ahora casi junto a la última palabra del sacerdote, como si fuera una sola palabra, pudo oírse algo. Claramente la voz de una tercera persona quería manifestarse. La palabra que dijo no se entendía bien, pero podía interpretarse como: “antes”. Era algo así como “anh-tss”, pero no con seguridad, más porque fue dicha como hacia adentro, como haciendo un duro esfuerzo para pronunciarla. El padre Smith se apresuró a rebobinar la cinta, y lo escucharon tres veces. Pero luego miró a Felipe y le hizo un gesto de indiferencia, como diciéndole que no le diera importancia. De todos modos, hizo unas anotaciones en la carpeta antes de activar nuevamente la grabadora.

-Andrés, acá, en nuestro mundo, todos te extrañan mucho, te recuerdan con cariño y se consuelan pensando que hoy estás descansando. Si tienes algo que decirle a alguien, a tus padres, tus amigos, pero en especial a Felipe, te pedimos que lo hagas ahora…

Ahora sí se escuchó claramente un sonido extraño, a los pocos segundos, un sonido fuerte, como si alguien hubiera golpeado un mueble. Y luego, una voz, ya más humana, lanzó una expresión corta pero inequívoca, un monosílabo un tanto confuso, algo como “ahh”, interpretable a un gesto de dolor, de imposibilidad de hablar, o incluso como “ja”, una carcajada. Luego, nuevamente sólo la ducha.

-Te agradecemos, Andrés, tu disposición. Te dejaremos ahora tranquilo. Si no pudiste decirnos nada, intentaremos más tarde. Sólo una última cosa te pedimos, si no pudiste decirlo antes, por favor, haz un esfuerzo para contestar esta pregunta. Felipe ha sufrido mucho, a diario le atormenta el recuerdo del accidente que tuvieron juntos. Se siente culpable por lo sucedido, cree que fue él quien provocó tu muerte. Por favor Andrés, esto es muy importante para tu amigo, dinos… ¿lo perdonas?...

Felipe tomó un poco de aire esperando una respuesta, el padre Smith agarró su mano para tranquilizarlo. Ambos miraban fijamente la grabadora, pero sólo escuchaban el sonido de la ducha y sus respectivas respiraciones en la cinta. Esperaron un rato más o menos largo, el sacerdote había dejado el aparato gravando por un poco más de tiempo, atendida la importancia de la pregunta, pero no se oyó nada, sino hasta el final de la pausa, una tercera respiración, nítida, era la de alguien más, confundida entre el sonido de la ducha, había una respiración exaltada, como de alguien muy cansado o nervioso, tal vez molesto. Y eso fue lo que escucharon unos segundos, hasta que la grabación pareció cortarse, o al menos el sonido de la ducha, para dar paso sólo a las tres respiraciones. El padre Smith puso pausa y rebobinó nuevamente.

-¿Qué pasó?- Preguntó Felipe.

-No sé, tal vez la grabación se confundió con alguna anterior. Veré de nuevo.

Escucharon lo mismo. La ducha se cortaba y se oían ahora tres respiraciones, dos tranquilas y una exaltada.

-¡Qué diablos!- dijo el padre Smith, y volvió a rebobinar, esta vez menos tiempo.

Se escucharon sus últimas palabras: “dinos… ¿lo perdonas?...”, y lo mismo, la ducha y sus respiraciones, hasta que entraba otra, una tercera, y se cortaba el sonido del agua. El padre Smith frunció el seño y acercó el oído a la grabadora, Felipe estaba empezando a sentir miedo. El sacerdote esperó. El sonido de las tres respiraciones continuó un rato, hasta que dos de ellas desaparecieron y sólo se escuchó la tercera, la extraña, la exaltada.

-¿Qué pasa?- preguntó Felipe, ahora ya notablemente nervioso. El Padre Smith lo hizo callar con un gesto, y le pidió que se acercara a la grabadora, pero Felipe no lo hizo. Tenía mucho miedo.

Y continuó esa extraña respiración, haciéndose cada vez más fuerte, más clara, más exaltada, hasta que de pronto pareció tomar un aliento para darse fuerzas y decir algo, y lo dijo.

-¡No! ¡No hay perdón! ¡Me mataste! ¡Asesino!...

Felipe sintió que un frío intenso se apoderaba de su cuerpo, miró al padre Smith, pero él ya se había levantado de su asiento, con el rostro desfigurado por el espanto, había azotado con fuerza la grabadora contra la pared, gritando desesperado -¡Oh, padre, perdóname, nunca más hago esto, lo juro dios mío, perdóname!...

El sacerdote corrió aterrado para salir de la habitación, pero Felipe no lo siguió, no tenía fuerzas en sus piernas para levantarse, sólo podía mover sus ojos mirando a todos lados, intentando reconocer la figura del amigo que había matado, y que sabía estaba ahí, junto a él. Y así estuvo unos segundos que le parecieron siglos, escuchando ahora una y otra vez esas nuevas palabras, las que lo atormentarían aún más, por el resto de su vida. Ahora escuchaba que no tenía perdón, que era un asesino. Y lo siguió escuchando hasta que sintió que se desvanecía en un desmayo del que ahora no quería despertar.