domingo, 14 de agosto de 2011

MENSAJE PARA FELIPE


Habían pasado seis años, pero Felipe aún no lo superaba. Asistía todas las semanas a terapia, para intentar erradicar de su cabeza las imágenes que volvían en sus sueños, cada noche. Esas imágenes que no dejaban de perturbarlo, que no le permitían vivir tranquilo. Las imágenes de esa noche. La noche en que la culpa iría a parar junto a él, para no dejarlo solo, nunca más.

Se habían conocido de pequeños, en el barrio. Vivían uno frente al otro, y sus familias atesoraban una amistad de años. Crecieron y se criaron juntos, como hermanos. Eran amigos, cómplices y confidentes, al punto de compartir todo, incluso la pasión por el tenis, que juntos practicaron desde adolescentes en el mismo club, con el mismo entrenador. Luego, claro, Felipe dejaría para siempre las raquetas, porque su compañero en la cancha y la vida ya no estaba. Y era por su culpa.

Fue una noche de Noviembre. Un sábado. La fecha exacta nunca habría de olvidársele a Felipe, y cada año, en esa fecha, se encerraba en su habitación el día entero, a llorar.

Ambos habían sido seleccionados para representar a su universidad en el extranjero. Estaban felices. Era su sueño, viajar y competir juntos. Se irían en Enero, los primeros días. Tendrían que entrenar a diario, incluso en la noche. La universidad suspendería sus exámenes hasta marzo así que tendrían luego tiempo para estudiar. Ahora debían enfocarse en el torneo, había que ganarlo, no habría otra oportunidad. Era ahora o nunca, ganarían. Luego aprovecharían de conocer el país anfitrión, sería un verano inolvidable. Se abrazaron varias veces el día en que lo supieron. Había que celebrar.

-No, Pipe, mejor acostémonos temprano, así empezamos a entrenar mañana, no podemos perder tiempo.

-¿Estás loco? Hoy es la última noche en que podré desvelarme, tomarme un trago. Vamos, Andrés, celebremos, lo merecemos.

Andrés tenía en el rostro esa expresión que Felipe conocía bien, y que acostumbraba tomar cuando quería rechazar algo sin ánimos de perder la amistad. Hace tiempo no salían juntos y siempre era por las evasivas de Andrés, que parecía estar más concentrado en sus estudios que en disfrutar su juventud, como siempre se lo reprochaba Felipe, que guardaba aun el entusiasmo que los caracterizó a ambos en su adolescencia. 

-Después, Pipe, con la copa en las manos, ahí nos damos la fiesta del siglo, nos emborrachamos hasta el coma si quieres, pero hay que ganárselo, Pipe, trabajar para eso.

-Pero es la última noche, la despedida, y de aquí al torneo nos portamos bien, celebremos, vamos, que después de todo estoy muy ansioso y no podré dormir, y mañana es domingo, siempre se empieza los lunes, vamos, acompáñame, ¿sí?, No me dejes solo.

Andrés sonrió. Claro que no lo dejaría solo, lo acompañaría, aunque no tuviese ganas, celebraría con él, alzarían sus copas, conocerían un par de chicas, las impresionarían contándole del viaje. Sólo eso quería Felipe y él podía darle en el gusto, así que lo haría.

Subieron al auto felices, con la música al máximo se fueron cantando a toda voz, como queriendo enrostrarle al mundo su alegría, que todos supieran que ellos estaban conociendo el éxito, merecido, ganado con tanto esfuerzo, y que pronto alcanzarían la gloria, juntos, como siempre.

Fueron al bar de costumbre. Andrés no quería beber, pero Felipe lo convenció. –Para brindar- le dijo extendiéndole una cerveza, pidiéndole con la mirada que no se la rechazara. Brindaron por la vida y recordaron viejas anécdotas, hicieron planes para el viaje, diseñaron un horario de entrenamiento. Y en eso se bebieron cinco latas, una para Andrés, cuatro para Felipe. –Ya, basta- le dijo Andrés cuando lo vio alzando la mano para pedir otra. Su amigo le guiñó el ojo.

-Ya es tarde.

-Andrés, mi idea de celebración no era precisamente tomarme un par de cervezas, sólo contigo, en el lugar de siempre. Vamos a bailar ¿te animas?

-No, Pipe, ya es tarde y estoy cansado. Quiero irme a la cama.

-Oye ¿sabes de qué me acabo de acordar? Hoy es el cumpleaños de Priscila, hay fiesta en su casa, ayer en la universidad me dijo que fuéramos, ¿vamos?

-No, es suficiente. En serio, anda a dejarme a la casa.

Felipe sonrió. –Contigo no se puede. ¡Eres un anciano! Un maldito anciano al que quiero demasiado. Pero está bien, tú ganas, nos vamos-. Le entregó las llaves y le pidió que esperara en el auto, él pasaría al baño, le dijo. Andrés sacó el auto del estacionamiento y lo puso frente a la puerta del bar, luego volvió al asiento del copiloto y sintonizó una buena radio. Ya estaba sintiendo ganas de bostezar. Minutos después, vio salir a Felipe, con una botella de vodka en la mano.

-Mira el regalo que le acabo de comprar a Priscila ¿crees que le guste?

-¿Vas a ir?

Felipe puso en marcha el auto. –Vamos a ir- aseguró.

Andrés le pidió que no insistiera, pero Felipe fingía no escucharlo, mientras acomodaba la botella entre sus piernas y la abría con una mano. Andrés no se percató, miraba por la ventana atento al camino, para que su amigo no se desviase hacia la casa de Priscila, y seguía intentando convencerlo, con que estaba cansado, con que tenía sueño. -Y no sólo me vas a acompañar a la fiesta, Andrés, también tomarás el volante y me llevarás tú a mi casa, porque no permitirías que tu amigo conduciera alcoholizado ¿cierto?-. Cuando Andrés lo vio, ya era tarde, Felipe había bebido buena parte de la botella, aunque se apresuró a arrebatársela, supo de inmediato que el plan de Felipe había funcionado.

-¡No es gracioso, detén el auto! Te voy a llevar a tu casa y mañana pasas por él a la mía.

-¡Vamos, Andrés, se supone que esta es nuestra noche!

-Dobla en la próxima calle, déjame en mi casa, si te quieres matar no es problema mío.

-Pero Andrés, la casa de Priscila queda a tres cuadras.

-Detente en la esquina, Felipe, voy a caminar.

Felipe vio la luz amarilla en el semáforo y supo que si se detenía Andrés bajaría. Hace tiempo no cometía una locura y estaba sintiendo ganas de hacerlo. Más esa noche en que el entusiasmo del triunfo le hacía sentirse dueño del mundo. -¿Sabes qué te hace falta para motivarte, Andrés? ¡Un poco de adrenalina!

 Se encontraron de frente con la roja, pero Felipe aceleró. Andrés tomó el freno de manos pero vio en el retrovisor a los autos que los seguían demasiado cerca, le gritó que parara, pero lo vio riendo, se acercaban a la esquina a una velocidad demasiado peligrosa, intentó calcular el movimiento del freno pero era tarde, si lo activaba se perdería el control del auto, le rogó que se detuviera. -¡Felipe, para, me vas a matar!- le gritó. Felipe no se detuvo, avanzó con la vista fija en la luz roja, hasta que otra luz, una amarilla, la opacó. Venía de su costado, alcanzó a girar la cabeza y vio la silueta de Andrés envuelta totalmente en aquella luz. Eso fue lo último que pudo ver con claridad. Y la bocina, una fuerte bocina de camión, lo último que escuchó, antes de un estruendo descomunal pero corto, que le pareció de una fracción de segundo.

Luego de eso, sólo líneas recuerda haber visto Felipe, y un silbido constante, haber escuchado. De distintos colores, blancas, grises, verdes, negras, todas revueltas como en un cuadro abstracto, parecía que esas líneas acaparaban todos sus sentidos, porque su sonido era ese silbido, su sabor, una mezcla rara de salado con un leve toque dulce, y su olor, como a humo de aceite de cocina y tierra mojada. Y sólo eso veía, líneas.

Despertó minutos después, policontuso, en la ambulancia. Las manos frías de unas siluetas blancas de voces lejanas le tomaban los brazos y el cuello. Las pudo ver con dificultad, en medio de una especie de niebla roja, y a medida que abría sus párpados lo iba inundando un dolor agudo y general, que le hizo difícil el respirar. Tenía la boca seca y amarga, y su lengua pareció palpar un par de orificios donde acostumbraba haber dientes. Intentó pronunciar la palabra “Andrés”, pero no pudo, estaba adormecido, y volvía a ver todo obscuro, poco a poco, hasta que sólo pudo ver un negro profundo, y sólo escuchar una cosa, la voz de su amigo, gritándole “me vas a matar”.

Volvió a despertar en el hospital. Era una amplia sala de un recinto público, repleto de camas en las que no vio a su amigo. Su madre estaba sentada junto a él, con un rosario en el cuello. se notaba que había llorado. Lo primero que hizo Felipe fue preguntarle dónde estaba Andrés. Sollozó. –Andrés…ya no está- le dijo. Felipe sintió que el corazón se le encogía y quiso pensar que estaba soñando, cerró los ojos con todas sus fuerzas intentando despertar, pero no consiguió más que llenar su mente con el eco de las últimas palabras de su amigo, prediciendo el final que llegó.

Andrés había muerto casi de inmediato, el impacto lo hizo contorsionarse de forma tal que se quebró una vértebra vital. El médico de turno le aseguró que no alcanzó siquiera a sufrir. Él estaba bien. Con muchos huesos fracturados pero nada grave, estaría sólo unos días internado. Estuvo muchas horas sumido en una mudez preocupante. –Es el shock- le dijo a su madre, intentando tranquilizarla, el doctor a cargo. Sólo unas palabras alcanzaba de vez en cuando a pronunciar Felipe: “él no quería”, y volvía a callar. Dentro de su cabeza, en todo caso, no había silencio, estaba la voz de Andrés, repitiendo, una y otra vez “me vas a matar”.

Días después lo visitaron los padres de su amigo, vestidos de luto y con anteojos obscuros, venían del funeral, sinceramente preocupados por la salud de Felipe. Lo abrazaron y lloraron juntos. Felipe había ya llorado tanto que ni fuerzas tenía, la enfermera que los condujo hasta la sala les había dicho que se negaba a comer y estaba pálido, temblaba. Ellos le dijeron que no guardaban resentimientos, ni ellos ni sus amigos. Aseguraron que lo enterraron con fotos de todos a quienes Andrés quería, como se los había pedido una tarde de paseo en que ellos lo regañaron por hablar estupideces. Y entre las fotos que pusieron estaba la suya. Andrés sólo pudo pronunciar una palabra durante todo ese encuentro, la palabra “perdón”. La repetía tanto que cada vez se le hacía más difícil, por el llanto. La madre de su amigo le acarició el rostro con ternura –Felipe, fue un accidente- le decía.

Sus amigos, aún impactados por lo sucedido, fueron al día siguiente, aconsejados por los padres de Andrés. Se hicieron el ánimo y partieron a darle apoyo a la que creían la segunda víctima de un destino cruel. Le dijeron que Andrés lo había querido mucho, que entendían su dolor y que no se sintiera culpable, que a todos les llega su hora en el momento en que tiene que llegar. Pero Felipe estaba deprimido, y lo seguiría estando los años siguientes. Detuvo sus estudios y dejó el deporte. Se convirtió en un hombre solo de sonrisa difícil, nada parecido a lo que era antes del accidente. Sus amigos y su familia intentaban sacarlo de su ostracismo con todo tipo de distracciones, intentaban convencerlo de que nadie lo creía un asesino.

La familia de Andrés, que lo había perdonado la misma noche del accidente, cuando sus padres –que vieron tan afectados como ellos- le dieron el pésame en el hospital, también intentó ayudar en la recuperación de Felipe. Le ofrecieron las raquetas y la ropa de Andrés, porque a él le habría gustado, le dijeron, pero Felipe las rechazó. Lo invitaban a los cumpleaños de su hijo, que celebraban sagradamente, advirtiendo antes a los invitados que no querían miradas incómodas -porque es como nuestro hijo- decían. Incluso el padre de Andrés, abogado, colaboró en su defensa y testificó a su favor en el proceso, finalmente favorable a pesar del alcohol en su sangre que los exámenes revelaron, y que ellos entendieron como normal en jóvenes que celebraban. Y su esposa, con una carrera reconocida en el ámbito psiquiátrico, lo llevó a la clínica en que trabajaba para ofrecerle terapia, que Felipe aceptó amablemente pero de mala gana, porque estaba seguro de que nada podría quitarle la culpa tan grande que llevaba sobre sus hombros, y menos hacer desaparecer la imagen de Andrés, que cada noche, en sus sueños, a veces en el auto, a veces parado en la puerta de su casa, a veces mezclado entre la gente en la calle, le decía mirándole a los ojos: “me vas a matar”.

En terapia relataba todas las semanas su experiencia. Lo acompañaban personas de tragedias similares. Eso le ayudó, al menos, a tener la fuerza para recordar esa noche cada vez con menos dificultad y dolor. Pero siempre terminaba llorando.

Allí conoció a Ana, joven como él, con una historia tan impactante que cuando le tocó escucharla, le dejó boquiabierto la serenidad de su voz. Ana había matado a su pequeña hija, también por una negligencia que no se perdonaría nunca.  

-Tenía cinco años. Nos bañábamos juntas, en la tina. Siempre lo hacíamos, porque le gustaba que jugáramos con sus patitos de plástico. Pero ese día quiso quedarse un rato más en el agua, quería que sus deditos quedaran como de viejita.- Felipe presentía que su historia tendría un final terrible, pero no le angustiaba. Podía ver que en ella el recordar ese momento no era una tortura, como lo era en él. Incluso, al repetir las palabras de su pequeña: “como de viejita”, Ana sonreía, como si la estuviera viendo. –yo salí de la tina antes que ella, ese día. Seguíamos jugando. Le aseguraba que cuando terminara de secarme con la toalla ya tendría sus dedos arrugados, y ella guardaba sus manitas bajo el agua hasta que yo terminaba, y luego las sacaba y me decía riendo que todavía no. Entonces cuando acabe de ponerme el pijama… ¿aún no?...entonces cuando acabe de lavarme los dientes… ¿aún no?...entonces cuando termine de secarme el cabello…-Ana se detuvo, y un brillo de lágrimas inundó sus ojos, pero no lloró. –Acostumbrábamos secarnos el cabello juntas, en la cama. Yo se lo secaba a ella mientras la peinaba, y luego ella hacía lo mismo conmigo. Pero ese día no. Conecté el secador en el baño y comencé secarme sola. De vez en cuando le lanzaba un poco de aire caliente para que riera…- Ana tragó saliva y esperó un rato.
–Sonó el teléfono. Apagué el secador pero no lo desconecté. Lo puse junto a la tina. Salí, contesté, la llamada no era importante pero no corté. Fueron sólo unos segundos, poco más de un minuto. Escuché el sonido del secador, y un grito. Fui a verla de inmediato, pero no pude ayudarla, tuve que bajar al primer piso para desconectar la electricidad. Lo hice lo más rápido que pude, pero ya era tarde.- Ana se cubrió el rostro con las manos unos segundos, como quitándose el semblante triste, y luego miró al cielo, sonriendo. –Ahora está allá… donde los ángeles deben estar.

En el café cotidiano después de la sesión, ambos conversaron. Ana le aseguró que su hija la había perdonado, que lo sabía. Felipe le confidenció que la envidiaba. Él sentía que su amigo jamás podría perdonarlo.

-Conozco a alguien que puede ayudarte. Fue quien me ayudó a mí. Contacta a los que se fueron y su método es efectivo. No es espiritismo ni nada de eso, de hecho, es un sacerdote que lleva años investigando estas cosas. ¿Has oído hablar de las psicofonías? Es simple, activa un aparato grabador de audio y hace preguntas. Con frecuencia obtiene respuestas, no muy elaboradas, claro, son voces, energías que se mueven. Él contactó a mi hija, le preguntó si tenía algo que decirme. Pude oír su vocecita, la reconocí de inmediato, incluso la llevo conmigo y la escucho cada día, me tranquiliza, me da paz.- Ana sacó su teléfono móvil y se lo acercó a Felipe. Se escuchaba un carraspeo constante, su curiosidad escéptica dio paso a un poco de miedo, al no poder imaginar qué voz escalofriante saldría de ahí, pero oyó de pronto, claramente, la voz de una niña pequeña diciendo: “mamita linda”. Felipe miró a Ana sorprendido, y la vio con una expresión de felicidad.

“Mamita linda”… -pensó- ¡qué palabras tan hermosas! Palabras simples, de niña, pero que envolvían tanto. De esas dos simples palabras se podían colegir tantas cosas. Claro, la había perdonado, era evidente. Y también podía pensarse que estaba con ella, que la acompañaba, que la cuidaba. No era una voz de muerta, era la voz de una pequeña feliz, seguro estaba en un lugar hermoso, y no dejaría nunca de ser una niña. Pudo imaginar incluso ese momento, un espíritu de semblante alegre, con el vestido amarillo que Ana le mostró luego también en una foto en el teléfono, y que le gustaba tanto, según dijo. La veía extendiendo sus brazos, mirándola con ternura, conciente de su invisibilidad, diciéndole con ese amor infinito que acostumbran sentir los niños: “mamita linda”. 

Él sería tan feliz de escuchar nuevamente la voz de Andrés. Lo que fuera, cualquier cosa le ayudaría a sobrellevar la culpa. Tal vez reemplazar esas horribles palabras que lo atormentaban: “me vas a matar”, por otras más reconfortantes, otras más asimilables, como “amigo”, como “estoy bien”, como “te extraño”.

Contactó al sacerdote al día siguiente. Estaba muy interesado en el caso, según le dijo. Se reunieron a tomar un café en la tarde. El padre Smith, que así se llamaba el sacerdote, tenía el rostro de los académicos de mucho estudio, una mirada seria un tanto lejana y la piel pálida de quienes se les va la vida en el despacho. Su temperamento, en todo caso, era amable y cercano, de cordialidades propias de un religioso y un acento inglés un poco tímido. Se ganó la confianza de Felipe a los pocos minutos, despejando con paciencia sus recelos de escéptico, que calificó de “comprensibles”. Le relató sus experiencias y le garantizó la efectividad del método. Eso sí, le advirtió, no esperara una conversación con su amigo difunto, ni una declaración construida, que seguro habría preguntas que no obtendrían respuestas y que las que consiguieran serían palabras o frases cortas y a veces sin mucho sentido, porque otras voces deseosas de ser escuchadas se colaban en la grabación. Aseguró que sus experimentos eran serios y que eran examinados por una comisión en el Vaticano, que tenían mucho interés en ellas, porque no sólo ayudaba a los vivos, sino también a los muertos, que vagaban en este mundo queriendo decirle algo a sus seres queridos, antes de irse en paz. Terminó de convencerlo relatándole algunas experiencias, en que palabras como “te quiero”, “viví feliz” o “estoy contigo” ayudaron a apaciguar corazones intranquilos.

Agendaron el experimento para finales de semana, en casa de Andrés. Ahí era donde, imaginaba Felipe, sería más fácil encontrarlo. Días antes visitaron el lugar para que los padres de su amigo, no muy entusiasmados con la idea, conocieran al padre Smith y accedieran. El sacerdote llevó un par de grabaciones que terminaron por darle crédito, y para las que la madre de Andrés, formada en la ciencia, debió reconocer no tener explicación.

El día acordado, Felipe esperó al padre Smith en la habitación de su amigo, viendo fotos de sus años felices. La madre de Andrés, que lo vio invadido por la nostalgia, se sentó junto a él en la cama e intentó persuadirlo por última vez. –Tengo una conexión especial con mi hijo, y estoy segura de que ya te perdonó- le dijo, pero no logró convencerlo, pues el deseo de Felipe por quitarse de la cabeza esas horribles palabras, “me vas a matar”, eran más fuertes que cualquier otra cosa.

Cuando llegó, cargado con carpetas y una pequeña grabadora de audio, el padre Smith solicitó una mesa y dos sillas en la habitación, y pidió que activaran un sonido constante, que pudiera canalizar las ondas de las voces del más allá, un televisor sintonizado en una señal vacía, dijo, o una llave de agua abierta. La madre de Andrés echó a andar la ducha del baño de su hijo, que nunca nadie había usado desde el día de su muerte. El padre Smith rezó un padrenuestro y luego le pidió a la dueña de casa que saliera, se sentó a la mesa junto a Felipe, activó el aparato y comenzó a hacer preguntas. Felipe no dijo nada, sólo lo observó esperanzado en un buen resultado. Cuando terminó, miró a Felipe sonriendo y le dijo que estuviera tranquilo, que todo saldría bien, y que fuera paciente, porque tal vez tendrían que repetir el proceso. Le pidió que cerrara la ducha mientras rebobinaba la cinta, sacó un lápiz de su bolsillo y abrió una carpeta. Cuando Felipe estuvo sentado nuevamente frente a él, con una mirada de susto, el padre le volvió a sonreír, le dijo “aquí vamos”, y echó a andar la grabación.

-Andrés, estoy aquí con Felipe, tu amigo, que te recuerda siempre, pero te extraña mucho, y sufre a diario por lo que sucedió la noche en que te fuiste. Si tú estas aquí también, por favor, danos una señal identificable…

Sólo se escuchó el sonido de la ducha, y el de las respiraciones del padre Smith y Felipe. Algunos sonidos aislados también se escucharon, pero atribuibles a los autos de afuera o algún movimiento de ellos mismos. Sólo al final de la pausa se oyó algo, casi junto a la voz del sacerdote que comenzaba a hacer una nueva pregunta, algo como una tos, como un intento de hablar, casi imperceptible.    

Felipe miró al padre Smith y éste pausó la cinta. – ¿Escuchaste algo?- preguntó, pero Felipe movió la cabeza en señal de negación. Volvió a activar el aparato.

-Andrés, probablemente no lo sepas, pero ya no estás en el mundo de los vivos. Tuviste un accidente junto a Felipe, tu amigo, que conducía esa noche y que está muy arrepentido de lo que hizo. Él te quería mucho y nunca habría deseado hacerte daño, fue un accidente involuntario. ¿Lo recuerdas?...

Nuevamente silencio, sólo la ducha se escuchó por unos segundos. De pronto algo. Una “s” prolongada, como el sonido del viento, seguida por una “i”, corta y seca, fácilmente captable y que no pertenecía ni a la voz de Felipe ni a la del padre Smith. El sacerdote puso pausa de nuevo. -¿Lo escuchaste?- Felipe estaba pálido. Le dijo que sí, claramente nervioso. El Padre Smith se acomodó en la silla con actitud interesada. – ¿Era la voz de Andrés?-. Felipe no se atrevió a confirmarlo, no estaba seguro, le dijo. –Después escuchamos con más atención- le dijo el sacerdote, al verlo un poco asustado, y volvió a activar el aparato.

-Has entrado, Andrés, en la vida eterna. Tu destino ahora es el sueño, en paz. Donde estás hoy no hay maldad ni peligros, allí te encontrarás con tus seres queridos que como tú, ya partieron, y con los que partirán después. Andrés… ¿estás bien?... ¿te sientes en paz?... ¿es un lugar mejor?...

Ahora casi junto a la última palabra del sacerdote, como si fuera una sola palabra, pudo oírse algo. Claramente la voz de una tercera persona quería manifestarse. La palabra que dijo no se entendía bien, pero podía interpretarse como: “antes”. Era algo así como “anh-tss”, pero no con seguridad, más porque fue dicha como hacia adentro, como haciendo un duro esfuerzo para pronunciarla. El padre Smith se apresuró a rebobinar la cinta, y lo escucharon tres veces. Pero luego miró a Felipe y le hizo un gesto de indiferencia, como diciéndole que no le diera importancia. De todos modos, hizo unas anotaciones en la carpeta antes de activar nuevamente la grabadora.

-Andrés, acá, en nuestro mundo, todos te extrañan mucho, te recuerdan con cariño y se consuelan pensando que hoy estás descansando. Si tienes algo que decirle a alguien, a tus padres, tus amigos, pero en especial a Felipe, te pedimos que lo hagas ahora…

Ahora sí se escuchó claramente un sonido extraño, a los pocos segundos, un sonido fuerte, como si alguien hubiera golpeado un mueble. Y luego, una voz, ya más humana, lanzó una expresión corta pero inequívoca, un monosílabo un tanto confuso, algo como “ahh”, interpretable a un gesto de dolor, de imposibilidad de hablar, o incluso como “ja”, una carcajada. Luego, nuevamente sólo la ducha.

-Te agradecemos, Andrés, tu disposición. Te dejaremos ahora tranquilo. Si no pudiste decirnos nada, intentaremos más tarde. Sólo una última cosa te pedimos, si no pudiste decirlo antes, por favor, haz un esfuerzo para contestar esta pregunta. Felipe ha sufrido mucho, a diario le atormenta el recuerdo del accidente que tuvieron juntos. Se siente culpable por lo sucedido, cree que fue él quien provocó tu muerte. Por favor Andrés, esto es muy importante para tu amigo, dinos… ¿lo perdonas?...

Felipe tomó un poco de aire esperando una respuesta, el padre Smith agarró su mano para tranquilizarlo. Ambos miraban fijamente la grabadora, pero sólo escuchaban el sonido de la ducha y sus respectivas respiraciones en la cinta. Esperaron un rato más o menos largo, el sacerdote había dejado el aparato gravando por un poco más de tiempo, atendida la importancia de la pregunta, pero no se oyó nada, sino hasta el final de la pausa, una tercera respiración, nítida, era la de alguien más, confundida entre el sonido de la ducha, había una respiración exaltada, como de alguien muy cansado o nervioso, tal vez molesto. Y eso fue lo que escucharon unos segundos, hasta que la grabación pareció cortarse, o al menos el sonido de la ducha, para dar paso sólo a las tres respiraciones. El padre Smith puso pausa y rebobinó nuevamente.

-¿Qué pasó?- Preguntó Felipe.

-No sé, tal vez la grabación se confundió con alguna anterior. Veré de nuevo.

Escucharon lo mismo. La ducha se cortaba y se oían ahora tres respiraciones, dos tranquilas y una exaltada.

-¡Qué diablos!- dijo el padre Smith, y volvió a rebobinar, esta vez menos tiempo.

Se escucharon sus últimas palabras: “dinos… ¿lo perdonas?...”, y lo mismo, la ducha y sus respiraciones, hasta que entraba otra, una tercera, y se cortaba el sonido del agua. El padre Smith frunció el seño y acercó el oído a la grabadora, Felipe estaba empezando a sentir miedo. El sacerdote esperó. El sonido de las tres respiraciones continuó un rato, hasta que dos de ellas desaparecieron y sólo se escuchó la tercera, la extraña, la exaltada.

-¿Qué pasa?- preguntó Felipe, ahora ya notablemente nervioso. El Padre Smith lo hizo callar con un gesto, y le pidió que se acercara a la grabadora, pero Felipe no lo hizo. Tenía mucho miedo.

Y continuó esa extraña respiración, haciéndose cada vez más fuerte, más clara, más exaltada, hasta que de pronto pareció tomar un aliento para darse fuerzas y decir algo, y lo dijo.

-¡No! ¡No hay perdón! ¡Me mataste! ¡Asesino!...

Felipe sintió que un frío intenso se apoderaba de su cuerpo, miró al padre Smith, pero él ya se había levantado de su asiento, con el rostro desfigurado por el espanto, había azotado con fuerza la grabadora contra la pared, gritando desesperado -¡Oh, padre, perdóname, nunca más hago esto, lo juro dios mío, perdóname!...

El sacerdote corrió aterrado para salir de la habitación, pero Felipe no lo siguió, no tenía fuerzas en sus piernas para levantarse, sólo podía mover sus ojos mirando a todos lados, intentando reconocer la figura del amigo que había matado, y que sabía estaba ahí, junto a él. Y así estuvo unos segundos que le parecieron siglos, escuchando ahora una y otra vez esas nuevas palabras, las que lo atormentarían aún más, por el resto de su vida. Ahora escuchaba que no tenía perdón, que era un asesino. Y lo siguió escuchando hasta que sintió que se desvanecía en un desmayo del que ahora no quería despertar.

1 comentario:

  1. Me gusto el como se fue desarrollando la historia, excelente narrativa, un abrazo.

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