lunes, 7 de noviembre de 2011

DOS GOTAS DE AGUA


Físicamente, Víctor y Javier eran dos gotas de agua. Gemelos idénticos hasta en la voz, a veces ni su propia madre podía identificar cual era cual. Incluso a ellos mismos, cuando se miraban de frente, les desconcertaba la sensación de ser el  reflejo del otro.

Uniformados y confundidos desde niños, el afán común de encontrar una identidad propia cobró en ellos el carácter de imperioso.  La necesidad enérgica de ser uno en su individualidad y no dos en lo compuesto se tornó el sentido de sus vidas.

Siempre fue Javier el más centrado, el más racional, el de mejores notas. Víctor por su parte era más risueño, más activo y más sociable. Esas características de infancia fueron las que los definirían para siempre. Se fueron vigorizando en ellos con el pasar de los años, y terminaron convirtiéndolos en polos opuestos.

En la adultez, consecuencia de una vida de conflictos de temperamento, el carácter moldeado a conveniencia había convertido a Javier en un ejecutivo, estresado y amargado, y a Víctor, en un DJ irresponsable  y vividor.

Ambos, en todo caso, quisieron alguna vez ser como el otro. Pero, como si fuera un acuerdo nunca firmado, jamás ninguno hizo algo  que pudiese atribuirse como propio del  hermano. Aunque muchas veces Javier quiso enfiestarse como Víctor, se quedó en casa, porque él era Javier, no Víctor. Y, aunque Víctor quiso en ocasiones destacar en algo, prefirió seguir siendo el simpático, porque la gravedad era dominio de Javier, y él, era Víctor.

Tantas veces se dijo de ellos que uno era el circunspecto y el otro el atolondrado, que ambos creyeron, efectivamente, serlo. Y, aunque nunca ninguno se lo confesó al otro, tanto el éxito como la sociabilidad del contrario eran motivos de admiración entre ellos.

Tal vez envidia, se hubiese dicho de ser aquella situación conocida por alguien. Cierto era, de todas formas, que lucharon desde siempre por acaparar la atención. Mientras uno destacaba por un diploma, el otro hacía lo propio con una borrachera. Mientras uno conseguía la preocupación de todos por estar al borde de reprobar, el otro conseguía la admiración, esforzándose en sacar la mejor nota de la clase.

Pero eran hermanos y algo debían tener en común. El destino se encargó de enamorarlos de una pareja de hermanas, mellizas estas, y tan distintas una de la otra como lo eran ellos mismos.

Antonia y Nicole, las dos hermosas, eran derechamente rivales. Se odiaban en el fondo precisamente por eso. Ambas pensaban que la otra destacaba por ser más hermosa que ella.

Pero, a diferencia de Víctor y Javier, las mellizas no lo demostraban. Aparentaban ante el mundo y ante ellas mismas ser todo un ejemplo de amor fraternal. Nunca supo Nicole que Antonia la detestaba. Nunca supo Antonia que era correspondida.

La única vez en que los cuatro compartieron un momento enteramente grato, fue cuando partieron a la playa con un grupo de amigos, días después de su graduación. Pasaron tres días en una cabaña solitaria, sin discusiones ni competencias absurdas.

Fue precisamente en esa ocasión, mientras disfrutaban de las olas, en que las hermanas notaron la única diferencia física entre los gemelos. Un pequeño lunar en el talón derecho de Javier, que los hermanos desconocían, y que les dio la certeza no ser idénticos. Consuelo aquel que les permitió disfrutar de esos  días como cualquier pareja de hermanos.

Sólo la última noche de ese paseo, mientras compartían una fogata en la arena,  una broma absurda y sin intenciones de ser tomada en serio hizo resurgir las rivalidades.

Se preguntaron unos amigos cuál de los hermanos sería el primero en casarse, e incentivaron a los demás a apostar. Las opiniones estaban divididas y todos tenían buenas razones en que fundar sus teorías. Los hermanos sólo rieron, esperando ser consultados.

-Creo que el primero será Víctor- dijo entonces  Javier –con lo enamorado que siempre ha sido.

-No –replicó Víctor –Javier será el primero. Yo soy amante de la libertad. Es él el que se toma las cosas a pecho.

-Mis prioridades son profesionales, Víctor –aseguró Javier –Las tuyas, hasta donde sé,  siempre han sido pasionales.

-Mi prioridad soy yo mismo –contestó Víctor –yo me proyecto en singular. Y con lo que te gusta a ti andar firmando papeles.

Y así siguieron gran parte de la noche, haciendo reír a todos, salvo a las mellizas, a quienes no les hacía gracia el debate, porque ambas querían casarse, y ambas, antes que la otra.

Pasaron los años y los gemelos comenzaron a distanciarse. Ninguno se separó de su pareja, pero ninguno, tampoco, se casó con ella. Las hermanas, por su parte, que maldijeron por años aquel paseo, se resignaron a no llegar al altar y, ávidas por seguir justificando su envida recíproca, comenzaron a ver en la contraria lo que querían ver en ellas mismas.

Se dio así una curiosa paradoja. Los gemelos, que se evitaban mutuamente, estaban obligados a compartir de vez en cuando porque las mellizas, que seguían fingiéndose el paradigma de la unidad, se encargaban constantemente de inventar encuentros.

Y, sin saberlo, eran ellas mismas las que acentuaban en los gemelos su mutua repelencia, porque después de esos encuentros, ya en la intimidad, verdes de resentimiento, se desquitaban con ellos refregándole en la cara que el otro había conseguido una vida más digna de vivirse.

Y así Antonia increpaba a Javier por pasarse los días trabajando, encerrado, privándose de la vida delirante de Víctor, de sus viajes exóticos, de sus fiestas excéntricas. Y así Nicole regañaba constantemente a Víctor por su falta de proyección y su desidia hippienta, nada comparable, decía, al éxito profesional de Javier, a sus rentas de empresario, a su visión de mundo. 

En uno de aquellos encuentros, mientras Nicole hablaba de fiestas de espuma y  Antonia de autos de lujo, los gemelos, que fumaban en la terraza ajenos a la discusión, recibieron un mensaje fatal en sus móviles.  La enfermera que cuidaba a su madre les informaba compungida sobre su fallecimiento.

Aquella fue la primera vez que se abrazaron, después de muchos años.  Ella era la única familia que les iba quedando. Ahora no tenían a nadie más que el uno al otro.

Sorpresivamente, después de eso, comenzaron a llamarse más seguido. Su madre siempre les reprochó su distancia, y había dejado constancia en su testamento del  deseo de que esa situación cambiara.

Una mañana de sábado, para extrañeza de todos, Javier y Víctor se reunieron temprano y salieron de la ciudad. Habían acordado salir a pescar al mismo lugar al que los llevaba su padre cuando niños. Era un gesto de acercamiento largamente postergado.

Nadie sabría jamás lo que se dijeron esos dos días que pasaron juntos. Víctor, el único que volvió, no se lo confesaría a nadie. Llegó a su casa la noche del domingo, cojeando y con un par de rasguños en la cara. Nicole se quedó muda cuando lo vio.

-Tuvimos un accidente –le dijo. –Tienes que llamar a Antonia. Hay que avisarle que Javier acaba de morir.

Nicole jamás lo había visto tan triste como esa noche. Le ayudó a sentarse en el sofá sin pedirle detalles e hizo la llamada requerida.  Preparó té y se sentó junto a él. Víctor quiso hablarle pero ella lo detuvo, le dijo que descansara. Víctor insistió.

-Me pasé la vida repudiando a mi único hermano. Y cuando quiero cambiar eso la muerte me lo quita. Nunca más postergaré algo, Nicole. Quiero que te cases conmigo.

El funeral de Javier fue íntimo y sencillo, como lo pidió en su testamento. Un testamento conciso y sin declaraciones emotivas, tal como fue su autor en vida. Testamento en el que sólo había un nombre, el de Víctor.

Antonia protestó y cuestionó la autenticidad del documento. El abogado fue claro en su respuesta. Si no hubo matrimonio, no había derechos que reclamar. Con o sin testamento, Víctor era el único heredero.

Esa fue la última vez que Víctor y Nicole vieron a Antonia. Apenas enterró a Javier, tomó sus cosas y se fue de la ciudad. Le enviaron, en todo caso, la invitación a su boda, que acordaron juntos celebrar en la misma playa en que pasaron, hace años, un instante feliz. Pero Antonia no llegó.

Fue de todas formas una ceremonia hermosa, tal vez la más bella que jamás vio aquel lugar perdido frente al mar. Y fue, también, el comienzo de un matrimonio feliz, fructífero y duradero.

Durante años se comentaría el júbilo que irradiaban los novios esa mañana soleada. Nadie imaginó siquiera la escena perturbadora que horas antes, en la cabaña, protagonizó la pareja. Un par de segundos fugaces que pusieron todo al borde del abismo.

Sucedió mientras Nicole se peinaba sentada al espejo, habiéndose recién puesto el blanco y costoso vestido de revista, diseño exclusivo, tejido en hilo y finamente bordado, que una vez su hermana le confesara adorar.

Entonces vio salir de la ducha a Víctor, todavía en bata, atrasado como siempre, le lanzó un beso y le dijo que estaba más hermosa que nunca. Nicole le recordó que había puesto su ropa en el armario, presintiendo que se lo preguntaría, y vio en su cara una sonrisa de alivio cuando se dirigió al mueble, que abrió de par en par y del que cayó una peineta, que fue a dar justo al lado de su talón derecho.

-¿Qué tienes en el pie?- Preguntó Nicole.

-Nada- contestó su novio, apresurándose a voltear para quedar frente a ella.

-Sí. Tienes una manchita. Como si hubieses pisado algo.- Nicole se le acercó para indicar el lugar exacto de aquel detalle. Pero el hombre dio un paso atrás, incómodo, volvió a afirmar que no tenía nada. Nicole rió. 

–Es curioso. Se parece al lunar que…

Ambos enmudecieron.

-No puede ser…

Lo primero que cruzó por la cabeza de Nicole fue la escena del paseo, hace tantos años. La imagen precisa de aquel baño grupal en la playa, cuando notaron el detalle diferenciador. Recordó la fogata, el fuerte sentimiento de vergüenza  al ver a Víctor descartando toda posibilidad de casarse con ella.

-No. No puede ser…

Recordó luego la noche del accidente, el alivio de saber que el que había muerto era su cuñado. El grito de dolor de su hermana cuando le dio al teléfono la noticia. Recordó el testamento, el dinero, los autos, la casa, el vestido. Y volvió a recordar a su hermana.

Su compañero se sentó en la cama visiblemente nervioso. Se tapó su rostro con las manos como si deseara desaparecer.

-Nicole…yo…

-No puede ser, mi amor, que nos casemos en media hora y tú estés ahí sentado como si esperaras que yo te vistiera. Vamos, apresúrate, que tienes que llegar a la playa antes que yo para esperarme.

Nicole sacó del armario el traje de su novio y aprovechó de quitar un par de pelusas de la solapa. Lo puso junto a él, en la cama, y volvió a dejar la peineta en el lugar del que cayó.

-Pero cambia esa cara, hombre. ¡Nos vamos a casar! Voy al baño a maquillarme y cuando salga, quiero que ya estés en la playa, junto a los invitados- le dijo sonriendo, y besó su frente.

Jamás comentarían ese momento. Ni entre ellos ni con nadie. Esa mañana ambos comenzarían una nueva vida, en la que lo antes vivido no tenía importancia. Aunque los dos supieran que la construían sobre una verdad reprimida, lo asumieron sin mediar palabras, y lo acordaron tácitamente cuando tuvieron la oportunidad de hacerlo, la misma noche de bodas, en que después de tanta fiesta y risas, se sentaron en la cama derrotados por el cansancio, y un silencio incómodo los turbó.   

-No importa el calor que haga- Dijo entonces Nicole. –No olvides que odio que te metas a la cama sin calcetines.