-Dime, oh, mágico espejo de la sabiduría, ¿quién es la más hermosa del reino?
Lucía recitaba sus líneas intentando memorizarlas. Hace ya algún tiempo que tenía problemas con su memoria, pero no se lo había confesado a nadie. Las repetía una y otra vez, a veces toda la noche, pero al día siguiente las soltaba sin miedo, por inercia.
Esa noche sus párpados le pesaban tanto como sus años, pero tomaba, uno tras otro, sorbos de café para no caer vencida.
-Dime, oh, mágico espejo…
Su reflejo ya no era el mismo de sus años de oro. El tiempo había comenzado a revelar en su rostro su paso indolente. Y la franqueza del espejo calaba hondo en su sensible alma de artista, que veía estupefacta cómo las arrugas hacían estragos con su belleza de antaño.
Se paseaba una y otra vez por los largos pasillos de su enorme casa, aunque no podía con su dolor de rodillas, no estaba dispuesta a dormir. Nunca había hecho detener una escena por olvido de texto, y no deseaba que nadie la pensara poco profesional. Los únicos testigos de su incansable estudio eran los galardones que reposaban en sus repisas: galvanos, estatuillas, reconocimientos, mudos recordatorios de una época de gloria. De vez en cuando fijaba su mirada en las fotos que la mostraban cargando un ramo de flores en medio de un escenario, en las portadas de revistas que resaltaban su sonrisa perfecta, en los pósteres de antiguas producciones que tenían su rostro en primer plano. Blanquinegras memorias de una brillante carrera, que colgaban de sus murallas, forradas en fino papel mural.
-¿Quién es la más hermosa del reino?
La habían llamado hace algunos meses para ofrecerle ese papel. La historia era conocida y el público asegurado. El texto era espantoso, según le reveló a su mayordomo, pero ya no estaba en condiciones de rechazar propuestas. El elenco estaba compuesto por actores jóvenes, sin experiencia en cine, medianamente conocidos gracias a teleseries sin contenido. La presencia de Lucía en la película tenía como objetivo darle cierto plus a la producción, y amortiguar de alguna forma la intransigencia de la crítica.
La despertó la bocina del auto que el director había puesto a su disposición. El chofer la esperaba afuera de su casa con la puerta del vehículo abierta. Se había quedado dormida sobre el sofá, con el guión todavía abierto entre sus manos. Se hizo esperar, como acostumbraba, para aparecer medianamente aceptable ante sus colegas. En el set los actores comentaron molestos cuando la vieron entrar, con sus aires de diva, hora y media sobre lo acordado.
-¡Acción!
-Dime, oh, mágico espejo de la sabiduría ¿quién es la más hermosa del reino?
-Es la princesa, Majestad, ella es la más hermosa.
-¿Qué dices, espejo del demonio? ¡La princesa está muerta! ayer mandé a que le arrancaran el corazón y la dejaran en el bosque.
-Es la princesa. Ella es la más hermosa. Rebosa juventud de sus ojos claros, su dulce voz opaca al más tierno ruiseñor, sus cabellos de seda encandilan a la luz de la primavera, y su piel, tersa y suave, es todo un placer hasta para el cálido viento de noviembre.
Estefanía, la joven actriz que daba vida al personaje de la princesa, era tan hermosa como Lucía en su juventud, pero no tenía ni una pizca de su talento. Tenía colgado al cuello un título de artes escénicas, de una universidad mediocre pero universidad al fin. Y los periodistas que la seguían acostumbraban subrayarlo en sus columnas: “es hermosa, e inteligente también”.
Lucía no ostentaba título alguno. Tenía, sí, un largo currículum de éxitos, de giras en Europa, de clásicos inolvidables. Había compartido escenario con actores de fama mundial, se había codeado con lo más granado de la alta sociedad de su época y le llovían alabanzas de los más eruditos críticos. Pero nadie se acordaba de eso. Ahora todos caían rendidos ante la belleza e “inteligencia” de Estefanía.
-¡Corte!
Estefanía saludaba radiante a sus admiradores fuera del estudio, les regalaba sonriente alguna foto, algún autógrafo. Las niñas le llevaban flores y le confesaban entusiasmadas que aspiraban ser como ella. Los reporteros se peleaban por una entrevista, los lentes de los fotógrafos buscaban delirantes el mejor perfil de la protagonista, y sus guardaespaldas, de semblante serio e intimidante, repartían codazos entre quienes osaban acercársele a su protegida.
Lucía esquivaba irritada el alboroto, resignada en su papel secundario, dirigía sus raudos pasos al camerino de “Primera Actriz”. Era allí donde se encerraba a maldecir al medio, a lamentarse por cuán bajo había llegado, a desahogarse del olvidadizo cariño de la gente. Mientras se desmaquillaba, sentada en su cómodo sillón de cuero, pensaba en la forma de opacar a su más fuerte competencia. Pero nada se le ocurría. Había pensado en todo para desacreditarla, pero descartaba de inmediato sus ideas, demasiado bajas, muy vergonzosas. No le fotografiaría sin maquillaje, no inventaría alguna infidencia, no le enrostraría su falta de talento. Nada servía. Todo la haría parecer a ella una vieja y patética actriz de nostalgias trasnochadas.
Eso hasta que un día, revisando su texto, una idea excelente se le cruzó por la mente.
-Atención equipo, mañana los quiero temprano para filmar la escena de la manzana.
Sumergida en la soledad de su camerino, con el rostro a medio desmaquillar, una sonrisa levemente macabra se dibujó en el rostro de Lucía.
-¡Manzanas, manzanas, frescas dulces y sabrosas, vendo manzanas!
-¡Eh usted! tierna abuelita, ¿cuánto cuestan sus manzanas?
-¿Cómo cree, oh princesa, que podría cobrarle a una joven de hermosura tan encantadora?
-Es usted una viejita muy amable, señora, una abuelita de corazón bello y puro.
-Come, princesa, come, verás cuán deliciosas son las manzanas de ésta vieja.
-Gracias, encantadora abuelita, pero en ésta casa somos ocho ¿podría usted obsequiarme siete manzanas más?
-Os daré cuanto quieras, hermosa princesa, pero come, come…
Estefanía mordió excitada la manzana, sabía que esa era la escena clave de la película, y que todos los ojos estarían sobre ella. La dejó caer sobre el suelo con la mirada perdida, se apoyó mareada sobre la mesa de la pequeña casa, se llevó una mano al cuello y detuvo su respiración. Su rostro comenzaba a perder color y sus ojos a desorbitarse. En el set reinaba un silencio general, una nerviosa tensión embargaba a todos los presentes. Y de pronto cayó, como un hilo de plomo sobre el piso de madera, con las tétricas carcajadas de Lucía como fondo, rebotando en todos los rincones del estudio.
El director observaba emocionado la conmovedora escena. Había pensado repetirla varias veces para buscar la mayor naturalidad en Estefanía, pero mejorar aquella escena era imposible, estaba perfectamente lograda, mejor incluso que como lo había imaginado.
-¡Perfecto!, ¡sublime!, ¡queda, queda!, maravilloso Estefanía, Lucía, qué gran trabajo muchachos, esto es increíble, ¡corte, edítenla, corte!
Pero nada. Lucía no dejaba de reír y Estefanía no se levantaba del suelo. Algo andaba mal.
Los paramédicos entraron rápidamente a darle los primeros auxilios, la producción se paralizó, acordonaron el estudio y sacaron a los periodistas. Los fanáticos lloraron al ver pasar la ambulancia, los reporteros daban informes en vivo relatando la noticia, y Lucía, no paraba de reír.
Horas más tarde los policías golpearon la puerta del camerino de Lucía. Ella los esperaba con el mejor vestido que encontró en su amplio guardarropa, maquillada y peinada especialmente para la ocasión, se cuidaba de que el caviar y la champaña no le corrieran el labial. No opuso resistencia, pero se negó a usar las esposas y a que le cubrieran el rostro. Exigió después que en su celda le tuvieran frutos secos y agua mineral sin gas. – De lo contrario, no salgo- amenazó.
Caminó rodeada de policías entre la multitud, sonriendo y saludando con elegancia. Las cámaras la seguían, los flashes la encandilaban, los micrófonos la envolvían.
Nuevamente las portadas eran para Lucía, nuevamente los críticos de antaño aparecieron en televisión hablando maravillas de su talento, otra vez las escenas polvorientas de producciones añejas colmaron las pantallas, con su rostro en primer plano.
La película se estrenó meses después, con un final distinto.
Y afuera de su celda, los reporteros hacían fila para conversar con ella. Lucía los recibía con entusiasmo, y posaba sonriente para sus fotos. No le importaba que fueran para la crónica roja. De todas formas, ella volvía a ser la diva.
Genial texto ^^. Me gustó el giro de la historia desde un relato relativamente real, a un cuento de cronica roja, felicidades!
ResponderEliminarMuy buen perfil de un personaje degradado; por los años, por sus propios éxitos, por su ego y por el tiempo. Sobrevivir al olvido ajeno, en esa búsqueda de la mujer por su eterno lugar que debería ocupar,por este reconocimiento, que justifique todo su vida, deriva una acción envilecida que borra cualquier gloria que creyó haber alcanzado.
ResponderEliminarExcelente y ritmo narrativo
Gracias a ambos por comentar. Me alegra que les haya gustado. Los egos en la vida nos hacen cometer locuras, pero a veces, vale la pena cometerlas. No sé si será el caso de la protegonista, pero personalmente creo que este cuento, como en aquel otro de los Grimm, el final también es feliz. Saludos.
ResponderEliminarMe ha gustado el relato. He descubierto el blog en la página de Falsaria y me parece un buen hallazgo, así que lo sigo.
ResponderEliminarSaludos de parte de un escritor novel.
Saludos, Carlos, gracias por comentar. También me gustó lo que publicas en tu blog.
ResponderEliminarEso es precisamsente lo que valoro de las redes como Falsaria, que te ofrecen un universo de autores que en la inmensidad de la web difícilmente habríamos coincidido.
Nos leemos!