viernes, 28 de octubre de 2011

EL ORIGEN DEL CONFLICTO


Un silencio sepulcral recibió a la comisión luego de la pausa del almuerzo, a la hora acordada. Los ojos asustados de quienes la esperaban se resistían a tomar el gesto tranquilo de los resignados. No quedaban muchos. La mayoría ya había tenido sus diez minutos en el banquillo, y sólo unos pocos deambulaban todavía por los pasillos de la universidad, fumando sin ganas de hacerlo, pero haciéndolo con semblante triunfal, alardeando todavía que Encina no les había ganado. Los otros, los más, los que no pudieron, ya habían partido intentando asimilar el amargo sabor del fracaso en la boca.

Los tres llegaron riendo. Comentaban todavía la amena plática de la sobremesa, cargada del añejo sarcasmo catedrático y mucho menos elevada de lo que sus alumnos imaginaron que había sido. Se veía que ni súplicas ni llantos, ni siquiera los rostros de indemne dignidad de los que habían sufrido sólo un par de horas antes la intransigencia de su cuestionario les habían conmovido. Eran sólo números errantes para el prestigio de su severidad.

Avanzaron con paso ágil y se sentaron sin demasiada ceremonia. La solemnidad de las circunstancias nunca les importó mucho. Sólo minutos más tarde, luego de intercambiar un par de palabras en voz baja, el profesor Encina, titular de la cátedra y presidente de la comisión, se dio unos segundos para mirar a la audiencia y pronunciar un seco “buenas tardes”. El saludo no obtuvo muchas respuestas y tampoco lo pretendía. Los profesores conocían bien la paradoja del silencio de los exámenes. El hondo silencio de los distraídos, de aquellos concentrados en eternos apuntes imposibles de memorizar o en una ilusa oración esperanzada en un milagro, de aquellos que se lamentan por haberse presentado, de aquellos que se sorprenden de los pensamientos macabros que se cruzan por su mente en esos momentos de tensión. Pensamientos como no haber tenido la valentía para deslizar sutilmente algún polvo mortal en el jarro de agua fresca puesto en la mesa de la comisión por un ameno empleado de aseo, que les deseó suerte sinceramente pero sin disimular una mirada de lástima.  

Encina, con su característica y pseudo-divina indiferencia, se sirvió un poco de agua, se cruzó de piernas y comenzó a hojear la carpeta bibliográfica. Así, como acostumbraba, sin despegar de ella la vista ni por respeto a sus receptores, rompió definitivamente la mudez general.

-Bien, señores, damos por finalizado el receso y retomamos el examen. Espero que superemos el nivel de la mañana, vergonzoso por no decir otra cosa, porque el calificativo más preciso, ese que tengo en mente, ni siquiera es reproducible dado el contexto.

Durante la mañana Encina había reprobado a tantos que incluso varios de quienes quedaron para la tarde decidieron marcharse, no tanto por falta de estudio como por evitar la pública humillación. A por lo menos cinco comparó con Einstein, a otras tres muchachas envió a estudiar modelaje y a uno ordenó un movimiento brusco de cabeza, diría después, para que el par de neuronas que revoloteaba en el vacío pudiera hacer contacto. Las referencias a defectos físicos eran incontables, y un comentario sobre el color de su corbata, de evidente contenido racista, desencadenó el llanto acumulado de una extranjera con necesidades de afecto. Con todos había preparado el terreno diciéndoles que no reconocía sus rostros.

Ni Magnet ni Catalán, los otros miembros de la comisión, puestos ahí precisamente para evitar abusos y parcialidades, intervinieron mínimamente en los exámenes de la mañana. Ambos se mantuvieron en silencio. El primero se limitaba a controlar el reloj y transcribir las preguntas, y el segundo a llamar a los estudiantes y anotar junto a sus nombres la calificación obtenida. Encina se encargaba de la interrogación.

Los alumnos tampoco alzaron la voz. Todos temían a la fama de Encina. Ellos, decía el estatuto, eran los testigos de la legitimidad de la evaluación. La indiferencia aparente –complicidad involuntaria- tanto de profesores como de alumnos le daba al titular una impunidad casi monárquica.

-El reglamento me obliga a repetir las reglas pero asumo que las conocemos, así que sólo las enuncio. Tres llamados, dos preguntas, diez minutos. No hay segundas oportunidades ni décimas por simpatía. No escuchamos dramas familiares ni creemos en mentes en blanco. Y eso es todo. Comenzamos. Profesor Catalán, si es tan amable por favor llame al primero.

-Sagredo...

Encina dejó la carpeta y dio una visión general al auditorio. Una sonrisa burlona acompañaba su mirada de apetencia. Vio levantarse en la última fila a un joven alto y delgado, que avanzó con paso vacilante hacia el banquillo de interrogación.  

-¡Ah, Sagredo!, por fin una cara conocida. Y bastante conocida, debo decir.

-Buenas tardes profesor.

-Caballeros- dijo el profesor tocando los hombros de sus colegas- tenemos sentado al frente a toda una autoridad en nuestra ciencia. Este señor sabe tanto o más que la comisión aquí sentada. ¿No es así, Sagredo?

-Yo no diría eso, profesor…

-¿Cómo no, Sagredo? ¡No se nos haga el humilde! Usted es todo un apasionado de mi asignatura, es más, tanto le gusta, que ya la ha rendido tres veces.

Un par de carcajadas tímidas se oyeron entre la audiencia, más por agradar al bromista que por lo gracioso de la broma. Catalán, con la misma fama de intransigente de Encina a cuestas, se cruzó de brazos y se echó sobre el respaldar de su silla, esbozando la sonrisa de quien espera ver un espectáculo patético. Magnet, con más años de docencia sobre los hombros y un par de infartos en su ficha médica, se sintió por un segundo en los zapatos de Sagredo y le regaló una mirada de compasión. Sólo por un segundo. Y añadió: “dicen que la tercera es la vencida”.

-Lo dice un hombre que se ha casado cuatro veces- Contestó Encina, desdibujando la mirada compasiva de Magnet, divorciado de la mujer que le obligaron a desposar, y luego, viudo dos veces. Sagredo, sin embargo, sonrió. Pensó inocentemente que el humor de Encina podía ser una buena señal.

-Imagino que es consciente de la situación en que se encuentra, Sagredo. En esta universidad no existen las cuartas oportunidades. Si reprueba, se va. Espero que haya estudiado.

-Bastante, profesor.

-Creo haber escuchado eso antes…- le dijo, mirándolo directo a los ojos, como intentando ver en ellos el reflejo de la pregunta precisa. La que no pudiera contestar. –Háblenos de la teoría del conflicto de Smith.

Sagredo se sintió seguro. Conocía bien los postulados de Smith. Mejoró su postura para sentirse más cómodo, respiró tranquilo y ordenó rápidamente las ideas en su cabeza. –Charles Smith, autor inglés, en su obra “Cúpulas y cimientos”, señala que en toda comunidad humana existen ciertas…

-¡No tan rápido, Sagredo!, no sea ansioso. Relaciónela con la tesis de Sánchez Toledo en “El factor histórico cultural”. Quiero un cuadro comparativo. Coincidencias, semejanzas, diferencias. Esboce las conclusiones de cada autor, y en base a ellas exponga las suyas. Esa es su primera pregunta. Éxito.  

Sagredo sintió que todo estaba perdido, y le pareció por un momento ver a Encina tal como lo veía en sus pesadillas, vestido de César, riéndose, extendiendo lentamente su brazo, con el pulgar hacia abajo. Y esa perturbación lo mantuvo inmóvil, silente, como todos en la sala, más tiempo del que pensó.

-Profesor…pensé que Sánchez Toledo no entraba…

-Es un examen, Sagredo. Todos los contenidos del curso son evaluables.

-Pero en la última clase…usted dijo que pusiéramos énfasis en los autores clásicos…

-Poner énfasis en algo no significa dejar de lado lo otro.

Sagredo bajó la mirada, como si buscara la respuesta en sus zapatos. Había leído alguna vez a Sánchez Toledo, debía decir algo, lo que fuera, desviar la pregunta hacia algo que conociera bien, podía hacerlo. No debía sumirse en el silencio, tenía que decir algo.

-Smith dice que en toda comunidad humana el conflicto surge por naturaleza, que es una característica común a todo grupo. Sánchez Toledo dice que se debe analizar en cada caso, que varía según la persona y la cultura, y que la historia demuestra que incluso en base a conflictos individuales han surgido grupos de personas con fines altruistas.

El rostro de Encina permanecía incólume. No había ningún gesto que reflejara conformidad. Era todo lo que recordaba Sagredo de Sánchez Toledo, y no estaba muy seguro de que estuviera bien. Por eso esperaba la reacción de Encina, algo que le indicara si seguir por aquel camino o intentar otra respuesta. Pero la reacción no llegaba, estaba perdida en el silencio general, en el que sólo el tic tac constante del reloj de Magnet tenía cabida.

-Reconozco que se esforzó en leer las contraportadas, Sagredo. Pero la comisión no se conforma con eso.

Sagredo no pudo decir nada más. Pensó suplicar por un cambio de pregunta, pero podría ser peor. Esperó que algún profesor le diera la oportunidad de centrarse en Smith, pero nadie abrió la boca. Se sentía atrapado en arenas movedizas, hundiéndose lentamente sin oportunidad de escapar.

-Nos aburre, Sagredo. Ha gastado más de la mitad de su tiempo y aún no responde la primera pregunta.

Era imposible, Encina había ganado. Aunque se esforzara, no podría convencer a la comisión. Se resignó. Después de todo no se había presentado con muchas esperanzas. Al menos sería la última vez que le vería la cara a Encina. Los últimos minutos en que debería fingir un respeto que no sentía. –Los últimos minutos- pensó de pronto –No los puedo desperdiciar.

-¿Va a decir algo más, Sagredo, o espera que la comisión lo homenajee por su aporte al humanismo?

-¿Por qué haces esto, Encina?

-¿Cómo dijo?

-Pregunté por qué te desquitas con nosotros. ¿Qué te hemos hecho?

La mudez se trasladó de pronto a la comisión. Una mezcla entre sorpresa y confusión se apoderó del ambiente. La sonrisa mordaz estaba ahora en el rostro del alumno, él había tomado las riendas de la situación, algo andaba mal. Catalán intervino. Le hizo un llamado a la cordura y aseguró que atribuirían su exabrupto al nerviosismo. –Haremos como si no hubiésemos escuchado nada, pero concéntrese en su examen- le dijo. Encina sin embargo hizo un gesto con la mano indicando que se callara, sin dejar de mirar a Sagredo.

-Explíquese.

-Debes haber sufrido mucho, Encina. Seguro todavía oyes en tu cabeza las burlas. Es curioso, superaste la tartamudez pero no el odio. Ves en nuestros rostros a los que te humillaron. Eres patético. Un cincuentón amargado cuya terapia es ser un hijo de puta. No toleras que disfrutemos de los años que tú no pudiste disfrutar. Me das lástima Encina. Hoy produces más risas y burlas entre nosotros que las que producías entre tus compañeros cuando eras tartamudo. Porque nadie te respeta. Porque aunque te sientas eminencia no eres más que un pobre tipo.

Magnet golpeó la mesa. Alguien debía imponer autoridad, restablecer el orden. -¡Está sobrepasando los límites!- gritó, pero Encina, aparentando una tranquilidad que no sentía, le aseguró poder manejar la situación.

-¿Quién le dijo eso, Sagredo?

-¿Qué importa? Todos lo saben. Los fonoaudiólogos curan trastornos del habla pero no borran los recuerdos, menos cuando causan gracia. La historia del tartamudo Encina se trasmite de generación en generación, y va a seguir siendo así, aunque seas el peor verdugo de la universidad, siempre serás el eterno hazmerreír. El bufón más patético de las aulas.

Encina rió. Estaba bañado en odio pero no lo demostró. Las palabras de Sagredo, llenas del mismo resentimiento que lo embargaba, le parecían bajas y vergonzosas. Él no caería en lo mismo.

-Se equivoca. Y se equivoca dos veces. La historia es falsa y su respuesta es incorrecta. Acaba de reprobar su examen.

-Ganaste Encina. Debe ser gratificante. Pero no me importa ¿sabes? Porque soy joven y tengo la vida por delante, a diferencia de ti. Me inscribiré en otra universidad, estudiaré otra carrera, formaré una familia, seré exitoso. Feliz. ¿Conoces esa palabra? Y tú ¿Qué ganaste en realidad? Te agradezco el reprobarme, Encina, porque cada vez que triunfe, cada momento que disfrute, me voy a acordar de ti, y de tu historia, que sabes que es real. Y lo voy a disfrutar más. Porque sabré que tú vas a estar encerrado en tu biblioteca, solo, esperando la época de exámenes para hacer lo que más te gusta, el sentido de tu vida vacía, lo que acabas de hacer conmigo.

Sagredo se puso de pie sintiéndose más liviano que nunca. Se había liberado. Las cosas ahora eran menos graves que en la mañana. De hecho, le parecía no tener importancia lo que antes le parecía terrible. Y cruzó entonces de la sala irradiando dignidad, en medio de las miradas de admiración de sus compañeros, salió triunfal. Nadie se atrevió a aplaudir aunque todos quisieron hacerlo. Sagredo se había convertido en mártir.

Encina se levantó de su silla apenas Sagredo abandonó la sala. Su rostro reflejaba indignación. Salió también, con paso presuroso, como intentando alcanzarlo. Todos imaginaron la escena que se daría afuera, pero nadie osó salir a mirar. Encina debía estar regañándolo como nunca a nadie, llevándolo a la oficina del rector, jurando encargarse personalmente de que no fuera aceptado en ninguna otra universidad, amenazándolo con querellas por calumnias y exigiéndole disculpas públicas.

Pero nada de eso pasó. Encina alcanzó a ver hacia donde Sagredo caminaba, y avanzó en la dirección contraria. Su mirada altiva dio paso a la vista gacha de los rendidos. No respondió a los saludos de quienes se lo cruzaron en el pasillo y se encerró en el primer baño que encontró. Allí se lavó la cara varias veces y se miró luego al espejo. Se abofeteó. Quiso insultarse a sí mismo como lo hacía en aquel tiempo, cuando se envalentonaba a enfrentarse a quienes se reían de él y sólo conseguía terminar más humillado. Pero no pudo. Como en aquel tiempo, repitió tres veces la misma sílaba y no consiguió pronunciar la siguiente.

Y entonces, como no lo hacía en muchos años, y rompiendo su vieja promesa de no volver a hacerlo, el profesor Encina estalló en llanto.

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