En el barrio todos decían que Josefa estaba loca, y tenían algo de razón. Había ido perdiendo poco a poco el juicio desde el día en que su hija murió, atropellada violentamente mientras ella escogía las papas en la feria, cuando se le cruzó por sorpresa al conductor de una camioneta, hace unas décadas atrás.
Decían también que ella había matado a su marido. Pero lo cierto era que él mismo se había colgado, agobiado por las deudas del juego en que se había sumido intentando olvidar el accidente. En todo caso, quienes la pensaban homicida lo hacían con razón. Ya había en ese entonces adquirido el gusto de insultar a la gente en la calle sin motivo alguno y de lanzar furiosas miradas de odio a quien osara dirigirle la palabra. Su temperamento irascible la caracterizó desde el accidente y la sumió en una eterna pelea con su esposo, que la creía responsable de la tragedia. Las discusiones diarias y los golpes, que nunca faltaban, se hicieron escenas cotidianas para las miradas siempre curiosas de los vecinos ociosos.
Cuando se quedó sola, como buscando inconscientemente el estereotipo, tomó la costumbre de criar gatos. Uno tras otro se iban multiplicando con una rapidez sorprendente, y llenando los espacios vacíos de la casa, que tanto le dolían. Ellos –y ella- eran los responsables del espantoso hedor que expelía su refugio solitario.
Nadie la respetaba. Era el hazmerreir del barrio. Los niños traviesos le lanzaban piedras cuando salía a comprar, y ella los perseguía furiosa en una frenética carrera que nunca ganaba, pues siempre se tropezaba en alguna vereda maltrecha, y al levantarse sacudiendo sus harapos y arreglando su cabello canoso, los pequeños demonios, como ella los llamaba, ya se le habían adelantado tanto que no le era posible alcanzarlos.
Fue en una de esas ocasiones, en medio del alboroto, que Natalia se encontró con ella por primera vez. Era una joven muchacha recién llegada al barrio, de corazón dulce y ajeno a los prejuicios locales, se compadeció de ella y corrió a ayudarla, desconociendo la fama que ostentaba su pintoresca vecina.
Josefa la había mirado sorprendida, quizás porque se había desacostumbrado ya al contacto tan cercano con las personas. La había empujado violentamente y luego, sintiéndose extrañamente conmovida, le había explicado nerviosa, y sin saber que otra cosa decir, que no podía dormir. Natalia se conmovió. Ese día surgió su tormentosa relación de amistad, que fluctuaría entre momentos de cariño sobrecogedor e insultos ditirámbicos.
La triste verdad era que Natalia era la única persona que la soportaba. Había hecho caso omiso de las advertencias de sus vecinos, que temían saberla muerta algún día cercano. La visitaba diariamente y se había dado el trabajo de tratar de arreglar su casa, descuidada por años de soledad y locura. A veces Josefa le agradecía con una sonrisa, otras la echaba de su casa gritándole ladrona y lanzándole escobazos. Pero luego, vergonzosa, la invitaba nuevamente, le servía un té sobrecargado y sin azúcar, y con voz temblorosa volvía a explicarle que no podía dormir.
Josefa sabía que Natalia era la única que no la pensaba loca. Había hecho un esfuerzo por comprenderla. Se había convencido de que su insoportable carácter no era más que una forma de alejar a la gente, que evitaba encariñarse por miedo a sufrir cuando murieran, y se había planteado como desafío convertir a su vecina en una nueva persona. Poco a poco su casa se había vuelto más amable, y Josefa ya no la miraba con desconfianza, le había llevado jabón y ropa, para mejorar su aspecto, y ella había accedido agradecida y menos odiosa, quizás porque había vuelto a conciliar el sueño gracias a las píldoras que ella le regaló.
En el barrio se habían sorprendido gratamente del bien que le hacía Natalia a su extraña vecina. La habían visto más limpia, más tranquila e incluso más simpática. De hecho algunos se quedaron boquiabiertos al escuchar el amable saludo de Josefa cuando se la cruzaron en la calle. Los traviesos niños que antes la atormentaban, le habían tomado cierto respeto al verla transformada, y ya no la molestaban. Incluso, en una ocasión uno de ellos, ante la sorpresa de Josefa, se ofreció a ayudarla con las bolsas cuando la vio salir del almacén de la esquina.
Natalia agradecía a Dios todas las tardes y le pedía también fuerzas para no claudicar. Profesaba con fervor la fe evangélica y deseaba llevar a Josefa por el camino de la religión. Una tarde, cuando la visitó, le llevó como regalo una Biblia. Lo hizo bienintencionadamente y con esperanzas de evangelizarla, no pudo prever que entre sus páginas Josefa encontraría algo que la intrigó. Leyó en alguna parte que después de la muerte había otra vida, donde se reencontraban todos quienes ya habían partido, releyó ese pasaje varias veces y reflexionó largamente, y las imágenes de su hija y su marido volvieron a rondar en su cabeza perturbada.
Esa noche su insomnio volvió.
Por eso acudió nuevamente a las píldoras de Natalia, y cuando tuvo entre sus manos el frasco su mente enfermiza recobró el desequilibrio. Reunió a todos sus gatos sobre una alfombra, se recostó con ellos y los acarició, agradeciéndoles quizás por tantos años de fiel compañía. Le mostró a los felinos antiguas fotografías de un tiempo feliz, con su pequeña y su marido. Les relató hermosas historias de hace muchos años atrás, cuando todo valía la pena. Y una tras otra, entre llanto y nostalgia, fue tragando sus píldoras hasta caer vencida por el sopor, en un sueño profundo del que sabía no despertaría jamás.
A la mañana siguiente la encontró Natalia, tirada sobre la vieja alfombra, rodeada de fotos amarillentas ya por el paso del tiempo, con el frasco de píldoras vacío en su mano. Nunca había sentido tanta pena. No se explicaba qué había hecho mal, por qué justo cuando empezaba a mejorar había tomado tan drástica decisión.
La tomó en sus brazos y la recostó sobre la cama, tomó la Biblia y comenzó a buscar. En horas de la tarde, cuando ya comenzaba a oscurecer, Josefa abrió nuevamente sus ojos. Lo primero que vio fue a Natalia sentada a los pies de su cama.
-¿Estoy muerta?- le preguntó.
-No, Josefa, Dios cree que todavía no es tu hora.
Ese despertar fue para Josefa como un renacer, Natalia le mostró en la Biblia la historia de Lázaro, y la convenció de ser objeto de un milagro. Semanas después se bautizó en la iglesia de Natalia y recorrió la ciudad predicando su historia, gritando a los cuatro vientos que Jesucristo le había dado otra oportunidad.
La inexplicable metamorfosis de Josefa fue durante semanas el comentario obligado de sus vecinos. Natalia había logrado lo imposible, devolverle la cordura a la loca del barrio era una quimera a la que nadie se había arriesgado. Pero ante sus ojos estaba lo impensable, Josefa era ahora una vecina ejemplar, una mujer amable, religiosa y más cuerda que nunca. Era una mujer nueva.
Natalia, por su parte, guardaría celosa un inconfesable secreto que sólo compartría con Dios. Ese Dios que, estaba segura, era el que la había guiado hasta la tienda de homeopatía en que compró esas píldoras. Las mismas que antes de dárselas a Josefa, en un arrebato de impaciencia, había desechado en el cajón de su velador, por inservibles.
Un milagro precioso
ResponderEliminarPor cierto soy Pérfida
Un saludo coleguita
Gracias Pérfida. Aunque, no sé si tan precioso, no sé si tan milagro. Saludos colega, y encantado también.
ResponderEliminarEste relato esta completo, pero deja cierta sensación de que ahí no termina. Me agrada la forma de narrativa, es una buena manera de verlo desde otra perspectiva.
ResponderEliminargenial el cuento... Saludos...
ResponderEliminarGracias Bellarte y Jovino, no es de mis mejores cuentos, pero tenía que subir algo jeje. Saludos a ambos.
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