martes, 5 de julio de 2011

EL ESTOFADO

Catalina despertó otra vez en una cama que no era la suya. Estaba desnuda, pero no había nadie a su lado. Apenas se levantó se puso  su ropa, perfectamente doblada a los pies de la cama,  y sintió asco. Todavía estaba húmeda y olía a una mezcla putrefacta de licor y vómito.

    No era la primera vez que despertaba sin recordar nada de la noche anterior. Pero era la primera vez que despertaba sola.

    Sólo reconoció el sector en que se encontraba cuando salió de la casa, no estaba muy lejos de la suya y decidió caminar. Después de todo no tenía otra opción. Hace ya tiempo no tenía dinero. Los últimos pesos se los había sacado a un viejo gordo y peludo, que había conocido hace varios días. Fue el último. Sólo la noche anterior se motivó a salir a buscar nuevos hombres, pero ahora se arrepentía, no había conseguido más que una resaca insoportable.

    Estaba amaneciendo, pero no había notado la hora aún, sino sólo cuando sintió el sol quemándole los ojos. Unos travestís le preguntaron si sus tetas eran de silicona y rieron a carcajadas, ella les paró el dedo y siguió su camino. Los aborrecía. Cuando las noches estaban malas para ella, sabía que no había travestís en las calles. Gracias a ellos había días en que no comía.

    Cuando llegó a su casa se encontró con lo mismo: desorden y mugre. Se lamentó, como siempre, y se acostó a dormir en su cama sin hacer.

    Había entrado en ese mundo hace dos años, agobiada por las deudas de la universidad y el arriendo, no le quedó otra que vestirse sexy, maquillarse exageradamente y salir en las noches a trabajar. Jamás habría de imaginar en lo que terminaría, adicta a la coca y dejando los estudios que tantos sacrificios le habían demandado.

    Antes de entrar su vecino la saludó amablemente. Era un obrero de la construcción. Siempre se lo encontraba a esa hora, ella llegando y él saliendo, le sonrió coqueta y le lanzó un beso. Hace tiempo tenían ese juego, disfrutaba viendo cómo se ponía nervioso, como la miraba con timidez. Así le gustaban, mayorcitos, trabajadores y descuidados. Había algo en ese tipo de hombres que le fascinaba, su olor, su piel gruesa, sus voces carrasposas.

    Una noche lejana había tenido a uno de ellos, y con él se dejó llevar en sus bajos instintos. Cuando lamió sus manos frías, sintió ese sabor exquisito entre cemento y trabajo, mordió sus uñas robustas y saboreó las cicatrices de sus rodillas…. y pensó en su vecino.

     Pocas veces había tenido oportunidad de llevar a su casa a hombres como él, la mayoría de los que llevaba eran ejecutivos, hombres ricos disconformes con sus mujeres, eran los más fáciles de cazar, buscaban mujeres jóvenes y lindas, como ella, y le ofrecían buen dinero, y buena droga. De hecho su primer “cliente” fue uno de esos, una noche en que su estómago estaba vacío, tanto que le costaba mantenerse en pie, era tarde y volvía a su casa después de preparar una disertación en casa de una amiga, cuando vio que un lujoso auto se detuvo frente a ella, y al volante un hombre de traje le preguntó cuánto cobraba, y ella subió, y a la mañana siguiente comió. Nunca más sintió hambre, por lo menos no como esa noche, ese hambre insoportable, desesperante, lo olvidó para siempre desde aquella ocasión.

    De esos hombres lo que más le gustaba eran sus lenguas. Algo tenían esas lenguas que las diferenciaban de las tantas otras que había probado. Eran perfectas, húmedas y suaves, blandas, rosadas y con un leve toque de tabaco y café.

    Muchas veces había pensado porqué lo hacía, se cuestionaba frecuentemente su forma de vida. Había intentado dejarlo pero no podía, no sólo porque no tenía cómo comer ni drogarse, sino porque tenerlos, poseerlos, someterlos, le provocaba un placer inexplicable. Quizás era porque los odiaba. Nunca había amado a un hombre, ellos la habían hecho sufrir demasiado, y ahora era ella quien tenía el poder, por eso hacía lo que hacía, por hambre, por angustia, pero sobre todo, por odio.

    Despertó nuevamente a eso de las siete de la tarde, estaba empezando a oscurecer. Se había acostumbrado a dormir varias horas cuando bebía más de la cuenta. Nunca se acostumbró a los efectos del alcohol, provenía de una familia tradicional y católica, poco dada a las fiestas y más bien conservadora. Por eso nunca más quiso verlos, menos después de internarse en la vida en que llevaba. El poco gusto por la bebida, sin embargo, se los recordaba constantemente. Por eso prefería la coca, pero los hombres le ofrecían y ella debía aceptarlo para no ofender, y simpatizar.
   
     Puso un poco de polvo en su uña para despertar, y lamió los residuos de sus manos. Saboreó la sal del sudor, y volvió a sentir ganas de un hombre.

    Debía volver a su rutina, se duchó, se vistió y se maquilló. Había empezado a sentir hambre de nuevo, pero no tenía dinero. Necesitaba cenar, nunca salía sin antes cenar, no quería parecer desesperada. Entonces abrió su refrigerador, y sonrió. No lo recordaba pero ahí estaba, una cabeza. Era del último hombre que tuvo, hacían varios días, pero todavía no estaba descompuesta. No le agradaban mucho las cabezas, la carne era dura y sin sabor, nada comparado al dulzor y la blandura de los brazos o el torso, pero era lo que quedaba.

    Antes de salir guardó la pequeña sierra en su cartera de lentejuelas. Necesitaba carne humana, pero fresca. Iría a la misma casa donde despertó, esta vez bebería menos, no se le escaparía de nuevo.

    Al otro día, Catalina cenaría estofado.  

1 comentario:

  1. Impresionante relato, me gustan esos finales que te desdibujan tus primeras impresiones, transformando la realidad en una muy distinta de la que pensabas que ocurría, espectacular

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