jueves, 5 de enero de 2012

COMO CRISTO



Nevaba, y en la soledad de la iglesia, arrodillado frente a la enorme cruz que colgaba sobre el altar, Fernando volvía a lamentarse.

No se cansaba de pedir perdón, de buscar un consuelo en su fe, no se cansaba de rezar un rosario tras otro sumergido en su mundo privado, en las herméticas cuatro paredes del frío templo de madera.

Había sido trasladado a esa lejana ciudad, de tan difícil acceso, perdida y olvidada en lo más recóndito del sur, después de que sus superiores tuvieron conocimiento de sus reprochables y vergonzosos actos. Todos creían que llegaría a ser cardenal, incluso algunos de sus más apasionados seguidores soñaban con verlo algún día sentado en el trono papal. Pocos se enteraron, después de su desaparición, que el Padre Fernando predicaba el evangelio en el más inhóspito rincón del mundo.

Fueron varios millones los que la diócesis tuvo que desembolsar para que el escándalo no estallara, el silencio de las familias de las anónimas víctimas, acólitos y pequeños alumnos de catequesis, les había costado caro, según le dijo el Arzobispo a Fernando:

-Arrepiéntase padre, porque esconder ésta vergüenza no es gratis, pero a nosotros nos basta con depositar, y ya está, en cambio a usted, padre, le van a cobrar en el cielo-

Hace ya años que había aceptado su destinación como un humilde siervo de Dios. Ya se había cansado de enviar cartas al Vaticano solicitando un nuevo traslado.

“Estimado Padre Fernando:
Es evidente que para Su Santidad, casos como el suyo le complican sobremanera. Él ha decidido tener misericordia con usted y permitirle continuar su apostolado, tomando en cuenta, considérelo, las recomendaciones de sus superiores en Chile.

No creo que sea necesario, padre, recordarle que en el mundo existen millones de fieles, que le han costado a la iglesia miles de años, esfuerzos y mártires. Comprenderá usted entonces que el Papa, Vicario de Dios en la tierra, tiene asuntos más importantes por tratar, que la situación de un padre de sus características, evangelizando en tierras australes.

Honestamente, padre Fernando, ya deje al Santo Padre en paz, pues como bien sabe, basta  que sus santas manos firmen un simple papel, para expulsarlo de inmediato de la familia del señor.

 Recuerde orar por Su Santidad
Que Dios lo bendiga.”

Había terminado resignándose, y tratando de acostumbrarse al paisaje, a la gente, al clima, y a la soledad.

No le costó mucho ganarse el respeto de la gente en su nuevo hogar. Acostumbraba dar lecciones de moralidad sobre el púlpito, invocar la cordura en sus sermones, y no le temblaba la mano para apuntar a los transgresores de la ley del Señor, en público.

Pero cuando todos habían salido ya de la iglesia, cuando sentía su presencia insignificante en medio de la enorme capilla, volvía a caer en cuenta de la magnificencia de Cristo, y volvía a lamentarse.

-Callar no es mentir, callar no es mentir- se repetía una y otra vez, como queriéndose convencer, encajarse a la fuerza en la cabeza la idea de que no estaba pecando.

 Más que acostumbrarse, más que resignarse, quizás por el frío, quizás por la culpa, al padre Fernando le costaba dormir. Había pensado que podía estar evitándolo involuntariamente, puesto que cada vez que lo conseguía, después de grandes esfuerzos, despertaba agitado, bañado en sudor, escapando desesperado de sus horribles pesadillas.

Soñaba que lo notificaban de su excomunión en medio de la misa, que las dolidas madres que había dejado en la capital atentaban contra él, que los periodistas lo incriminaban en público, y que lo iban a buscar los policías para encerrarlo de por vida. Muy de vez en cuando, en todo caso, tenía sueños hermosos. Soñaba que el pequeño Valentín lo iba a buscar, que se abalanzaba a sus brazos, gritándole con su vocecita de ángel que lo había perdonado, y que le besaba la frente…como Cristo.

Esa era su obsesión, más incluso que su vocación sacerdotal, amaba como nada en el mundo al pequeño Valentín.

Cuando partió de la ciudad, contra su voluntad, hacia ese lugar desconocido del que ni siquiera había escuchado hablar, tuvo que aceptar que no volvería a saber de él, que ya nunca más lo vería, que nunca más volvería a acariciar su piel suave ni a besar sus pequeños labios de infante.                                                                               
   
Valentín era el más pequeño de los niños que había pasado por sus manos, y el más hermoso también. Su piel canela, sus ojos verdes, su cabello rizado. Era igual a Cristo, exactamente igual, le fascinaba como nunca antes otro niño, y con él, como tantas otras veces, había vuelto a quebrantar su voto de castidad.

No era difícil darse cuenta cuando había extraños en la ciudad, el lugar era tan chico que finalmente todos se conocían. De vez en cuando llegaban turistas, o algún grupo de campistas perdidos, a veces llegaban candidatos en campaña cazando votos, a veces sólo expedicionarios curiosos o familias nostálgicas que habían salido de la zona buscando nuevos horizontes. A todos ellos examinaba Fernando con la mirada, para salir rápido si reconocía a algún personaje de su oscuro pasado, e intentando reconocer esperanzado, sin darse cuenta, en los rostros de los niños a su amado Valentín.

Cierto día llegó a la ciudad un barco repleto de gente, según se comentaba, familias enteras que trabajaban para una empresa pesquera, venían con la idea de radicarse para asentar una nueva industria salmonera en la zona, rica en recursos y poco explotada por su déficit poblacional. Entre los recién llegados había varios niños, todos con las facciones poco agraciadas propias de los herederos de una raza precolombina del sector, repudiados por el resto de la sociedad pero célebres por su disposición para el trabajo.

Entre todos había sólo uno que destacaba por su figura atlética y su sonrisa perfecta, un adolescente de no más de diecisiete años, joven, jovial y viril. Era sin duda demasiado mayor para el gusto de Fernando, pero su atractivo no pasaba desapercibido por el religioso, especialmente porque notaba con gusto sus inclinaciones catecistas. Asistía sagradamente a misa, rezaba con fervor cristiano, se ofrecía voluntariamente a leer el evangelio y pasar por la limosna, era todo un ejemplo de creyente compromiso. 

En una ocasión, después de despedir a los fieles, se percató de su presencia orando en medio del santuario. No pudo dejar de llamarle la atención. Era la primera vez que alguien se quedaba después de la misa a hacerle compañía, quizás involuntariamente, en su triste soledad.

-¿Cómo te llamas?

-Jesús, Padre…

Desde ese día Fernando comenzó a pensar en él, a sentir nuevamente atracción hacia alguien, después de Valentín, jamás había latido su corazón con tanta fuerza. Jesús, el joven desconocido, tenía un innegable parecido a Cristo.

Una vez, en medio de la confesión, Jesús le reveló a Fernando que deseaba convertirse en cura. Su relación ya se había estrechado y acostumbraba visitarlo con frecuencia, pasaban días enteros conversando, leyendo la Biblia, orando. Jesús fue convirtiéndose así, tal vez sin darse cuenta, en su fiel discípulo.

-Tendrás que hacer penitencia si realmente deseas ser un pastor, hijo mío, deberás renunciar a ti y aprender el valor de la obediencia para entregar tu vida a nuestro Señor Jesucristo.

-Estoy dispuesto a todo, padre, lo que usted me diga, yo lo haré.

    Una tarde de lluvia le pidió que lo acompañara al bosque, Fernando accedió nervioso, sabiendo que tantos años de abstinencia impuesta, de tanto tiempo sin Valentín, sabiendo que las circunstancias y sus más bajos apetitos lo podían traicionar. Jesús Lo guió entusiasmado entre los altos árboles milenarios, y cuando la vegetación se hizo más densa, más impenetrable, lo tomó de la mano para no perderlo, Fernando lo seguía intrigado, inspirado tal vez con la ilusión del hombre enamorado.

De pronto se encontraron frente a un árbol tirado en el suelo, enorme y hermoso, de fina madera, perfecta para el tallado.

-Lo encontré hoy mientras buscaba un lugar para orar, padre, creo que es una señal. Había pensado en hacer algo para la iglesia, pero no se me ocurría qué, y entonces apareció el árbol. Es Dios padre, me ha iluminado, quiere que haga una cruz para el altar.

El alma de Fernando pareció volver a su cuerpo, rió a carcajadas y alabó la majestuosidad de Dios, se comprometió a ayudarle en el trabajo y juró no revelar el secreto.
   
Así pasaron los días, juntos, solos, trabajando. Sacaron la corteza, dividieron la madera, cortaron, lijaron, pulieron. Fernando se deleitaba al ver a Jesús de torso desnudo, al ver las gotas de sudor recorriéndole el pecho. Verlo cargando los enormes maderos con sus brazos fuertes, le provocaba un placer incomparable, era como ver a Cristo, trabajando en su taller de carpintería…

Cuando la cruz estuvo lista Jesús la cargó por la ciudad armando un alboroto nunca visto, todos quienes lo vieron pasar se sorprendieron por la belleza del trabajo. No fueron pocos los que al principio se escandalizaron al ver el espectáculo, pero cuando Jesús aclaró que era para la iglesia, la gente comenzó a seguirlo en una improvisada procesión.

Intrigado por la algarabía, Fernando salió a observar, y su corazón se encogió como nunca antes cuando lo vio. Cerró sus ojos con fuerza y los abrió luego para convencerse de que no era una visión. Ahí estaba, dirigiéndose hacia él, cargando la cruz, rodeado de fieles, Jesús, igual que Cristo…como Cristo…

Después de ubicar la cruz sobre el altar, Fernando celebró una misa de agradecimiento ante la emocionada audiencia. Cuando todos se fueron, nuevamente quedó solo, con Jesús, contemplando su obra.

-¿No es hermosa, padre?

-Para ser sincero, hijo- le dijo mirándolo a los ojos –Es lo más hermoso que he visto en mi vida.

Fernando no se refería a la cruz, se refería a Jesús, y Jesús lo sabía. Se miraron unos segundos, sin atreverse ninguno a tomar la iniciativa, pero luego, sin poder contenerse, se fundieron en un largo y apasionado beso que sólo tuvo como testigo a la soledad del recinto. Fernando lo tocó sin pudor, poseído por una fiebre irracional que lo liberaba por fin de su largo celibato. De pronto lo soltó, lo contempló excitado y le pidió que lo esperara, Jesús se desnudó mientras él corría a su habitación, allí tomó una sábana blanca para saciar por fin su más secreta fantasía. Cuando volvió pudo verlo, esperándolo, indefenso en su desnudez, bebiendo a grandes sorbos el vino de misa en el cáliz. Entonces lo cubrió, cuidadoso, con un respeto entre grosero y reverencial, y lo volvió a contemplar.

-Así me gusta…como Cristo- le dijo.

Jesús le sonrió, lo acarició con actitud paternal y le pidió que se recostara sobre el altar, Fernando accedió entregado al placer, y en la confianza del amante no pudo prever que apenas acomodado en la fría placa de mármol, recibiría de pronto un fuerte golpe del cáliz en su cabeza.

Años antes había hecho lo mismo, pero en otra ciudad, y con otra persona. Había tomado al pequeño Valentín, prometiéndole que sería como Cristo, cuando apenas contaba éste seis años. Lo había desnudado y puesto sobre la cama de paja del pesebre que adornaba la iglesia. Había contemplado su inocencia unos segundos, mientras el pequeño reía, y luego, poseído por sus irracionales instintos carnales, lo había hecho suyo.

Cuando despertó del golpe distinguió con dificultad la figura de Jesús mirándolo desde arriba, ya vestido, serio, fastidiado tal vez por la espera, pero con una extraña mirada de satisfacción. Intentó levantarse, no tuvo éxito, entonces trató con dificultad pedirle ayuda a su compañero, pero sólo escuchó sus carcajadas.

-Así te quería ver pervertido de mierda, ¿Por qué así te gusta, o no?... “Como Cristo”…

Sólo entonces Fernando se percató con horror de la situación en la que se encontraba. No podía ponerse de pie, no por que le faltaran las fuerzas ni porque el dolor lo inmovilizara, aunque algo de eso había, la espantosa verdad era otra. No conseguía levantarse porque estaba desnudo, en el suelo, clavado a los maderos de la misma cruz que ayudó a fabricar. Entonces miró a su victimario con una extraña mezcla entre arrepentimiento y amor….Era su pequeño Valentín, había crecido, y lo había buscado…para vengarse.

No le fue difícil convencer a sus fieles, en misa, que las heridas en sus manos y pies eran estigmas. Ya no callaba, ahora mentía. Por eso lloraba a mares esa tarde, después de la misa, cuando nevaba, y   arrodillado frente a la enorme cruz que colgaba sobre el altar, Fernando volvía a lamentarse.

4 comentarios:

  1. Por donde empiezo.. Jii, sentí cosquillitas allá, que excitante, wajajaja, cínico, irreverente y asombroso relato, matices distintos y me pareció enganchaste desde el principio, por mí me casaría con Valentino amo los locos.

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  2. Gracias Bellarte, me alegra que te haya gustado, la locura es un tema recurrente de mis escritos, yo también tengo cierta obsesión con los locos, tal vez porque todos lo somos en cierta medida. Saludos!

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  3. Yisus :o me agrada la forma en que escribes solo eso tengo que decir

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    1. Gracias Virgen Mary. Valoro sinceramente tu comentario, que me llena de orgullo y me incentiva a seguir escribiendo. Pasaré por tu blog a ver tu trabajo. Saludos!

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