martes, 23 de agosto de 2011

ENTRE LÚCUMA Y PASAS AL RON



Me la encontré en el supermercado, veintitrés años después. La reconocí por su voz, esa que, hace veintitrés años, quise que saliera de sus labios para decir sólo dos palabras, tan simples y a la vez tan llenas de algo, en ese contexto, tal vez sentimiento. –Yo también-. Pensé que lo diría, lo sentí, lo esperé. Pero no dijo nada, hizo un gesto, como si me fuera a besar en la mejilla, pero pareció arrepentirse y sólo se fue, se alejó sin voltear, sin dar al menos esa última mirada que ingenuamente imaginé que me daría, parado junto a la fuente del parque, hasta que su silueta desapareció entre los árboles y la gente, esa tarde de otoño en que le dije lo que por años había guardado sólo para mí: -Te amo.

La vi hablando por teléfono mientras hurgueteaba las cajas de helados, y en tan cotidiana escena me pareció sin embargo hermosa, tan hermosa que me quedé pasmado como quien ve una aparición angelical. La aparición angelical que era ella hace veintitrés años atrás y que nunca pude sacar de mi memoria.

Cargaba con el tiempo mucho mejor que yo. Conservaba aún ese cabello cobrizo que le daba aires de mundo, y ese perfil soberbio de las mujeres míticas que encajaba tan bien con su carácter decidido, y que combinado con la sutil dulzura de sus ojos, siempre le dio un aura de enigma tan atractivo que la hacía irresistible para mi entusiasta corazón adolescente.

-¿Irene?-  Le dije cuando la vi guardar el teléfono. -¿Te acuerdas de mí?

Ella no se había percatado de mi presencia, a su lado. Su atención la tenía en descifrar cuál de las dos cajas de helado que había encontrado, ambas de sabor pasas al ron, sabría mejor, y me miró con extrañeza unos segundos, como buscando en sus recuerdos este rostro de barba y anteojos, que comenzaba lenta y tempranamente a ser víctima de las arrugas, oportunistas en un cuerpo cansado ya de cargar con la nostalgia. Sonrió.

-¡Por Dios! ¿Rafael? ¿Rafael Moncayo?

-Sí. El mismo. ¿Cómo estás?                                                                           

-Hola. Bien, bien, valla, no te reconocí.

-Bueno, he cambiado un poco.

-Sí, claro, han pasado los años… uff, cuantos años ya…

-Veintitrés.

No pudo ocultar su sorpresa. Y no supo que decir. Dejó esa mirada general, esa que uno da cuando se encuentra con alguien de quien los años alejaron y cuya imagen no concuerda con aquella que se tiene enfrente, y me miró directo a los ojos, tal como lo hizo en aquella tarde otoñal.

-Veintitrés años.- Dijo.

-Tú estás igual.

-Ah, gracias, no te creo mucho pero acepto el cumplido.

-Tienes la misma voz.- La vi reír.

-Creo que es lo único que pude mantener intacto.

-Aunque veo que tus gustos han cambiado.

-¿Cómo dices?

-Pensé que te gustaba el helado de lúcuma.

Ella miró el helado en su mano y se quedó pensando un momento. Me miró luego con extrañeza.

-Es para mi marido.

Sus palabras me parecieron un cubo de hielo en los párpados del soñador que se resiste a despertar.  Tres palabras tan simples y a la vez llenas de algo, en ese contexto, tal vez  sentimiento.

-Entonces te casaste.

-Sí. Dos veces. El primero era un imbécil, el actual no lo es tanto. Aunque tiene pésimos gustos para el helado.

Reí sin ganas pero reí.

-Te imaginaba en Puerto Pacífico.

-De hecho, allá vivo. Soy profesora de la universidad, tengo una casa cerca de mi trabajo. Hice mi vida allá, junto a la playa.

Su vida allá, junto a la playa. Tal como me lo dijo esa tarde en el parque: “quiero hacer mi vida junto a la playa”. Yo no. Yo me quería quedar en la ciudad. No se lo dije esa vez, pero ella tampoco me lo peguntó. Tal vez si lo hubiera hecho, los deseos de partir junto a ella hubiesen sido más fuertes. Tal vez no, quién sabe. Éramos jóvenes y no teníamos nada, sólo nuestras almas románticas y un incierto futuro por moldear, yo una cabeza llena de sueños de cambiar el mundo y ella una matrícula en la universidad de Puerto Pacífico. Nada podíamos ofrecernos esa tarde, nada más que palabras, tan simples y a la vez llenas de algo, en ese contexto, tal vez sentimiento, como “te amo”, que yo le ofrecí, y como “yo también”, que ella no quiso ofrecerme.

-De vez en cuando, en todo caso, vuelvo. Esta ciudad me hace falta. La nieve, el barrio… el parque.

No sabía ella cuanto a mí me hacía falta el parque. No sabía que cada día fumaba un cigarro junto a la fuente. No sabía que lejos de ese lugar no podría vivir, sin su recuerdo, sin su silueta las tardes de otoño, entre los árboles y la gente.

-Yo tengo un departamento junto al parque. Vivo solo. No me casé, ni hijos, ni nada, con un trabajo de columnista en un periódico local no se puede hacer mucho.

-Lo sé, me lo dijo Francisco hace unos días. Me lo encontré en el cine, y le pregunté por ti.

-Hace mucho que no lo veo.

-Dijo que podríamos reunirnos un día.

-¿Cuándo te vas?

-Mañana. Todavía me quedan vacaciones pero mi marido trabaja el lunes. Si tuviera hijos, tal vez me hubiera quedado unos días más.

Su teléfono sonó nuevamente. Ella se apresuró a sacarlo de su cartera y yo a despedirme. Le dije que entonces sería para la próxima y tomé mi canasto para partir, pero ella cortó la llamada sin contestarla.

-Tal vez me hubiera quedado para siempre, si no tuviera marido.- Me dijo, y me pasó el teléfono. -Anota tu número, te llamaré la próxima vez que venga, a veces organizan congresos de profesores universitarios y tengo más tiempo, porque vengo sola.

-¿Hay alguno agendado?- Pregunté distraído mientras anotaba mi número, sin imaginar siquiera las palabras que tendría por respuesta, palabras tan simples pero tan hermosas, palabras tan llenas de algo, en ese contexto, tal vez  sentimiento.

-No lo sé. Quizás en otoño.-

Nos miramos a los ojos mientras le devolvía el teléfono, y por un segundo nuestras manos hicieron contacto, sólo leve y rápidamente, no como esa tarde en el parque, pero, como esa tarde, pude sentir en el corazón aquello que no sentía desde hace veintitrés años.

-No sabes las ganas que tengo de tomarme un helado de lúcuma- Me dijo de pronto mirando la caja que puse en mi canasto sólo segundos antes de verla aparecer. –Veo que tus gustos no han cambiado.

Sonreí. Y ésta vez sí tenía ganas de hacerlo.

-Llámame, en serio. Quiero verte otra vez.

Y en ese instante, como en el sueño de un soñador que se resiste a despertar, pareció que los años no habían pasado, que esa tarde en el parque no fue más que una pausa en una historia cuyo final no se había aún escrito, que volvíamos a tener un futuro por moldear, esta vez nuevo, y que teníamos, otra vez, nuevas palabras para ofrecernos.

-Yo también…- Me dijo, sonriendo, me besó en la mejilla y se fue. Caminó sin decir adiós, como aquella tarde en el parque, pero ahora no hacía falta, esta vez no era una despedida. Lo supe porque antes de ver desaparecer su silueta entre los pasillos y la gente, se detuvo un momento, y volteó. 

4 comentarios:

  1. Muy bien narrado! Una linda historia de amor y soledad, y optimista, eso es raro en estos tiempos. Te sigo ^^

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  2. Gracias Oromë, eres la primera persona que comenta sobre este escrito, recién salido del horno, jeje, y me alegra que sea un buen comentario. La verdad no escribo mucho sobre amor porque creo que no es mi fuerte, pero bueno, uno tiene que ampliar sus horizontes. He leido de lo tuyo en LN y me parece muy bueno, hace poco descubrí tu blog, nos estamos leyendo.

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  3. Siempre me ha sorprendido el hecho que en la memoria los sentimientos se queden intactos... ante las innumerables vueltas de esta vida, recobrar momentos como esos, también me da esperanza.
    Me ha gustado tu relato =)

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  4. En efecto Pilar, creo que guardar los momentos en la memoria es infinitamente mejor que en aparatos mecánicos, porque así guardamos además de imágenes, sentimientos. Gracias por tu comentario!

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